El ministerio cristiano es un don. Es la provisión misericordiosa que Dios hizo en Cristo Jesús para la realización de su obra en el mundo
El ministerio cristiano es un don. Es la provisión misericordiosa que Dios hizo en Cristo Jesús para la realización de su obra en el mundo. Esta consiste, esencialmente, en contar la historia de la salvación, la proclamación de algo maravilloso que le ha ocurrido a la raza humana a lo largo de su historia; la demostración de una nueva relación con Dios en Cristo Jesús.
De modo que, el ministerio está subordinado a su mensaje, y se funda en la proclamación cristiana. ¿Cuáles son las características de ésta?
Para comenzar, podemos decir que la proclamación cristiana no consiste en añadirle algo a la historia de los actos salvíficos de Dios. Todo lo contrario, la proclamación cristiana se basa en aquellos actos salvíficos y forma parte de ellos.
Esto puede verse en la experiencia pentecostal que condujo a la fundación de la iglesia apostólica: “Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hech. 2:4). ¿De qué hablaron los apóstoles? De los actos salvíficos de Dios. Conviértase esta proclamación en un comentario improvisado, y el evento mismo se volverá abstracto y fuera de lugar, lo cual quiere decir simplemente que pierde su carácter salvador. En realidad, la proclamación es tanto la evidencia como el testimonio del poder de Dios obrando en nosotros.
Esta inseparable relación entre el acto salvífico de Dios y la proclamación del hombre que se conjuga en un mismo evento se ilustra más conclusivamente en la designación de Jesucristo como la “Palabra”. (Cf. Luc. 4:18-19, donde se enfatiza la relación de la Palabra divina y la palabra humana.)
En segundo lugar, la proclamación cristiana no es algo que se dé en un encuentro informe ni se practique en un marco amorfo; como si Dios se dirigiera a nosotros separado de nuestro contexto humano, o como si él nos hubiera confiado la proclamación independientemente de su entorno.
Al contrario, la proclamación cristiana se da a individuos —por supuesto, individuos en la iglesia, a través de la iglesia, para renovación de la iglesia. Decir esto no es establecer límites humanos y arbitrarios a la libre acción de Dios, sino hacer una simple declaración que todo cristiano debe reconocer: Hemos sido traídos a una relación salvífica con Dios, no fuera de la iglesia, no a pesar de la iglesia, sino precisamente en, y a través de, la iglesia.
Si esto es así, entonces ciertas conclusiones son inevitables:
1) Siendo que la proclamación de la gracia salvadora de Dios se da en, a través de, y por la iglesia, se entiende que la iglesia es el predicador, y no un simple individuo dentro de ella. La tarea de la proclamación se da a todo el Cuerpo de fieles de Cristo, que son llamados a él por la acción salvadora de Dios y la proclamación inherente a ella.
2) La iglesia, en respuesta a los actos salvíficos de Dios y en cumplimiento de su tarea proclamadora, confiere este don del ministerio a un individuo que es llamado a ministrar y predicar. Dicho ministro, entonces, se levanta dentro de la iglesia y habla a la iglesia en nombre de la iglesia. Esto no quiere decir que el predicador no pueda hablar como tal a quienes están fuera de ella, sino que su primera y absorbente responsabilidad es comunicar a la iglesia la palabra de salvación.
3) Otros miembros del cuerpo de Cristo, que no han sido apartados para el ministerio especial también ejercen la tarea de la proclamación. Ellos tienen su propio “apostolado” en virtud de su relación personal con Cristo y con la iglesia. Este ministerio de los laicos incluye tanto preocupaciones sacerdotales como consideraciones pastorales mutuas —¡y por su pastor!— dentro de la iglesia. Pero hace mucho más. Si la proclamación cristiana se da a la iglesia, para la iglesia, es dada también al mundo y para el mundo. El medio principal por el cual se logra la proclamación al mundo no es el ministerio especial sino el apostolado laico. El ministerio de los laicos es ir “a todo el mundo” —de los negocios, la educación, y el hogar— y “predicar el evangelio” en todos los estratos sociales.
4) La proclamación cristiana nunca se hace con eficacia sólo a través de la predicación, es decir, la comunicación verbal. Lo que se reveló en una vida —preeminentemente en la vida de Cristo, y después en la vida de la iglesia— sólo puede comunicarse mediante una vida. La proclamación requiere más que una expresión verbal; requiere de seriedad moral, de modelo viviente. La vivificación del mensaje de salvación de Dios en la vida de la comunidad cristiana es el medio más efectivo de proclamación. En realidad, la comunicación verbal desde el púlpito o la plaza, por muy fiel que sea a la Escritura, queda desvirtuada muy frecuentemente por inconsistencias entre el mensaje y la vida. Por lo tanto, la comunidad de creyentes en el seno de la cual, o en nombre de la cual, tiene lugar la proclamación, no puede darse el lujo de tener una vida gobernada por ninguna norma contraria a la reconciliación en Cristo Jesús.
Lo que se quiere decir con esto es que las vidas de los hombres y mujeres dentro de la iglesia debieran ser dignas de aquellos que están reconciliados con Dios por medio de Cristo, y en consecuencia, reconciliados con ellos mismos y unos con otros. En un mundo marcado (y quizá con cicatrices) por la división, la soledad y la alienación, la Palabra de la reconciliación salvadora de Dios sólo puede expresarse efectivamente desde el interior de la comunidad, cuya vida dé testimonio del poder del perdón y la vuelta a la unidad. Así, la vida de la iglesia es tanto el medio como la prueba por los cuales la proclamación del mensaje cristiano queda afectada y juzgada, y nuestra fidelidad como testigos es afirmada o condenada.