La mayordomía en sus aspectos más amplios.

La codicia es uno de los enemigos más terribles del hombre. La maldición de las riquezas trajo más sufrimiento a la raza humana que, tal vez, cualquier otra cosa. La codicia inspiró los actos más bajos de la historia: imperios que fueron destruidos, naciones arruinadas, continentes que se sumergieron en las guerras más devastadoras, personas que se involucraron en disputas amargas, no a causa de la pobreza extrema, sino por el abuso injusto y perverso del dinero.

En la Biblia, la codicia es considerada uno de los pecados más condenables. El décimo Mandamiento está dedicado a ella, señalándola como uno de los adversarios más difíciles de la vida. Acán (Jos. 7), Giezi (2 Rey. 5:20-27) y Ananías y Safira (Hech. 5:1-11) son ejemplos de que Dios no dejará impunes a aquellos que codicien y se apropien de lo que no les pertenece. Sin embargo, millares de personas están reteniendo y utilizando habitualmente dinero del Señor.

Para algunos, en el contexto cristiano, la cuestión del dinero es un tema delicado. Cuando un predicador aborda el tema, se expone a ser criticado por aquellos que claman por el “evangelio”. Sin embargo, si este asunto no fuera parte del evangelio, entonces Jesús pasó buena parte de su tiempo predicando y enseñando algo equivocado. Además, una gran porción del Nuevo Testamento presenta un tema extraño a la esencia de su mensaje. El cristianismo práctico requiere que sea discutido el tema del dinero. A menudo esta es la prueba de fuego de toda nuestra vocación.

Podemos suponer que Cristo se limitaría a discursos sobre fe, esperanza y amor. Sin embargo, muchos se sorprenden al saber cuánto tenía para decir sobre el uso correcto o incorrecto de los bienes o el dinero. Ese fue el tema de la mayoría de sus parábolas y sermones.

Jesús y el dinero

Poco después del inicio de su ministerio, en el Sermón del Monte (Mat. 6), Jesús hizo algunas afirmaciones importantes relacionadas con las riquezas. Por ejemplo: “No os hagáis tesoros en la tierra” (vers. 19); “Ninguno puede servir a dos señores” (vers. 24); “No os afanéis por […] qué habéis de comer o qué habéis de beber” (vers. 25); “Mas buscad primeramente el reino de Dios […] y todas estas cosas os serán añadidas” (vers. 33).

En Mateo 19:16 al 22, el evangelista narra el encuentro de Jesús con el joven rico. Nota las palabras: “Vende lo que tienes, y dalo a los pobres […] y ven y sígueme” (vers. 21). El problema es que el joven rico no se consideraba un mayordomo, sino un dueño. Si hubiera tenido la visión correcta, no le habría resultado difícil separarse del dinero del Señor. Es evidente que Jesús no quería sus bienes, sino su salvación. “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Mar. 10:23).

Cuando Cristo terminó de hablar con el joven rico, Pedro preguntó: “¿Qué, pues, tendremos?” (Mat. 19:27). Jesús le aseguró una recompensa centuplicada y la vida eterna. A continuación, en Mateo 20, está la parábola de los trabajadores de la viña; en Mateo 21, la parábola de los labradores malvados; y en Mateo 22, los fariseos buscan probar a Jesús con relación a los impuestos y los diezmos. Él respondió: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22:21). De esta forma, Cristo reconoce el derecho del Estado a los tributos del ciudadano. Es evidente que se está refiriendo al diezmo cuando menciona nuestra relación con Dios en la misma frase.

En Mateo 23, Jesús condena a los diezmadores detallistas que violan groseramente todo el espíritu del diezmo. En Mateo 25 encontramos la parábola de los talentos. El Maestro repite vez tras vez el principio de que Dios nos otorgó esos talentos en confianza, y somos responsables para con él. En Marcos 12, Jesús se sentó a cierta distancia del arca de la ofrenda y presentó la lección de la viuda pobre. En Lucas 12:15, afirma: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”. A continuación, en el contexto de la parábola del rico insensato, concluyó: “Lo que has provisto, ¿de quién será?” (vers. 20).

En Lucas 16 se encuentra la parábola del mayordomo infiel. Aquí está el punto clave: ¡mayordomo de los bienes de Dios! ¿Cómo hacer esta lectura sin obtener la profunda impresión de que no solo hay peligros en las cuestiones monetarias, sino también hay abundante orientación y ayuda? De hecho, existen referencias sobre mayordomía por toda la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

Cuando es correctamente entendido y practicado, el diezmar es un acto de adoración tan esencial como la oración. La adoración es el acto de donarse a uno mismo a Dios. El dinero también es, en cierto sentido, parte de nosotros. El salmista pregunta: “¿Qué pagaré a Jehová?” (Sal. 116:12). La respuesta es: alabanza, adoración, culto, corazón, vida y dinero. Tal reconocimiento es nada menos que un acto de adoración.

El punto esencial no es el diezmo, sino el diezmador; no es la dádiva, sino el donante; no es el dinero, sino el ser humano; no son las posesiones, sino el propietario. Declarar no es suficiente; la práctica debe ir de la mano del testimonio. La consagración debe ser cuidadosamente observada para saber si es legítima o no. Y el diezmo es la forma más concreta, personal, práctica, proporcional y poderosa de reconocimiento del patrimonio de Dios y de la administración humana ideada desde la creación del mundo.

Mayordomía y Pentecostés

La mayordomía era gloriosamente real durante el período de la lluvia temprana. En ocasión de la lluvia tardía, la mayordomía estará nuevamente destinada a tomar su debido lugar. Cuando el Espíritu Santo descendió en el Pentecostés para habitar en los discípulos, asumió el comando y el control completo de su vida. Nada debía estar fuera de su inspiración y dirección. Concluimos que las posesiones y los gastos financieros de los discípulos estaban sujetos a él. Todo era controlado por el Espíritu Santo y gobernado por ese principio. La salvación no sería adecuada ni completa si no proporcionara liberación del poder maligno del dinero.

La lección del Pentecostés es la garantía de que cuando el Espíritu Santo habita en su plenitud en el corazón las posesiones terrenales pierden el primer lugar; el dinero es valorado apenas como una prueba de nuestro amor a Dios y el servicio a nuestros semejantes. Así, ejercitamos nuestra fe tanto cuando devolvemos nuestro diezmo a Dios como cuando observamos el sábado. No podemos servir a Dios y al dinero, pero podemos servir a Dios con nuestro dinero. La queja actual de que hay falta de dinero para la obra del Señor es una evidencia de la medida limitada del conocimiento del Espíritu Santo en nuestro medio.

El verdadero propietario

Dejemos la discusión financiera para revisar los principios que forman la base de la mayordomía. Piensa nuevamente en Dios como propietario. El mundo es del Señor porque él lo creó. Por lo tanto, él tiene dominio sobre todas las cosas. A su vez, al ser humano le toca velar por sus posesiones, sabiendo que no tiene dominio absoluto sobre ellas. De esta manera, el acto de diezmar indica si reconocemos que somos apenas mayordomos o si actuamos como propietarios.

La vida es un don de Dios. Sin él, nada podemos hacer. No podemos producir ni obtener algo sin la cooperación continua del Creador. Cada ser humano que viene al mundo está en deuda con el Señor y depende de su generosidad. Vivimos en su tiempo y negociamos con su capital, provisto bajo la condición de que él reciba la décima parte en primer lugar y que sea el acreedor principal. Entonces, diezmar es un reconocimiento del dominio de Dios en sus propios términos. Esa es la verdadera filosofía cristiana sobre el dinero y la propiedad. Si me vuelvo infiel, traicionaré la confianza en mí depositada, seré moroso y perderé mi derecho a la sociedad con Dios.

Este reconocimiento de la soberanía de Dios se convierte en una tremenda fuerza espiritual, porque conscientemente me someto a él como socio para toda la vida y su amoroso cuidado está constantemente ante mí. De este modo, el diezmo se convierte en lo que debería ser: una cuestión de corazón, mientras la mayordomía hace de la vida un llamado sagrado.

Mayordomos de Dios

La palabra mayordomo viene del griego oikonomos, y da origen al término economista, en español. Un mayordomo es responsable de administrar los intereses de su Señor en ausencia de este. No se trata de servidumbre, sino de una relación de amistad y confianza. Abraham, que devolvía el diezmo, fue llamado amigo de Dios (Isa. 41:8), mientras que “el siervo no sabe lo que hace su señor” (Juan 15:15).

La propiedad de Dios, que implica mayordomía humana, trae consigo responsabilidades solemnes y rendición de cuentas. Al devolver el diezmo, en primer lugar, reconocemos nuestro deber benéfico, personal, periódico y primario con relación a él. Dios no necesita de nuestro diezmo; en realidad, las diez partes pueden ser requeridas por Dios según lo desee. Pero la práctica del principio es necesaria para el ser humano. El Señor no quiere nuestro dinero, sino nuestro afecto, nuestra convicción y nuestra confianza en él.

El beneficio del diezmo

El Señor nunca establece una ley que no sea para beneficio humano. El diezmo no es una excepción. No es para el beneficio de Dios, sino para nuestro beneficio. Si no fuera útil para el desarrollo de nuestro carácter, no lo habría ordenado. Cómo sabemos, “el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mar. 2:27, NVI); del mismo modo, el diezmo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del diezmo.

La mayordomía entró en acción en el instante en que Adán fue hecho un “alma viviente” por su Creador. Por lo tanto, no tiene origen en la promulgación de una ley. Si Adán fuese el único ser humano, aun así sería responsable ante Dios. Es una redundancia decir que todas las leyes divinas existen para la felicidad plena de sus criaturas.

Cada “no” del Decálogo atiende una necesidad básica. Las leyes de Dios no crean deberes, los definen. De esta forma, toda ley moral existió como una necesidad antes de su promulgación. Este es el fundamento eterno de la mayordomía.

Un detalle importante en relación con la mayordomía es que la devolución del diezmo no nos da derecho a utilizar lo restante como mejor nos parezca. Al proveer los motivos que gobiernan tanto la adquisición como la donación, la mayordomía afecta todo el uso del dinero; por eso, es mucho más profunda que el diezmo, pues abarca toda la vida. Requiere plena consagración a Dios, haciendo lo que Cristo requiere en todas las áreas de la vida, reconociendo su propiedad y dominio en todo momento. Eso es justificación aplicada y una demostración de fe.

Más que el dinero

El principio de que la consagración personal viene antes que la consagración de los bienes se expresa de la siguiente manera en las Escrituras: “A sí mismos se dieron primeramente al Señor” (2 Cor. 8:5). La donación de dinero no sustituye la donación de nosotros mismos. No se compran con dinero los lugares reservados en el Reino de los cielos. Pedro le dijo a Simón, el mago: “Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero” (Hech. 8:20). Una ofrenda liberal de servicio o de dinero no es suficiente para cubrir una consagración deficiente o inadecuada. Por otro lado, si profesamos entregarnos pero retenemos nuestros bienes, estaremos cerca de hacernos seguidores de Ananías y Safira. Todo es un depósito sagrado que debe ser mantenido o utilizado conforme Dios lo indica. Este es el punto crucial de la mayordomía. Quien falle en esto habrá fallado en todo.

Piensa por un momento en “ganar dinero”. Nuestra sociedad actual está especialmente inclinada a la adquisición de riquezas más que en períodos anteriores. Velemos para que esto no se vuelva la pasión dominante de la vida, porque cuando esto sucede el ser humano se vuelve sórdido, codicioso e indiferente a Dios. Por otro lado, el reconocimiento de la mayordomía eleva la vida a un nivel completamente diferente. Implica honestidad y justicia en todas las relaciones con nuestros semejantes. No hay mayordomía correcta que no incluya la relación del ser humano con sus semejantes. De este modo, ningún centavo deshonesto será llevado al tesoro de Dios.

Además, el reconocimiento de que el Señor está sobre todos evitará amargura y conflictos entre empleadores y empleados. Dará un carácter honesto a todas las transacciones comerciales. La vida no será dividida entre secular y sagrada. Nuestro negocio será tan sagrado como una reunión de oración, y será conducido en el temor de Dios.

Nuevamente, los días que vivimos son días de acumulación de riquezas. Cuanto más tienen las personas, más quieren. Existe, obviamente, una gran diferencia entre nuestros deseos y nuestras necesidades. Bienes considerados un lujo cuando el salario es insuficiente se vuelven necesidades aparentes cuando el sueldo aumenta. Sin dinero, notamos las necesidades reales; con dinero, tenemos deseos artificiales. Como mayordomos, necesitamos ser cuidadosos en esta época de consumo salvaje. Extravagancia sin justificación, promoción del orgullo y del egoísmo, y proveer a los apetitos de nuestra naturaleza son pecados de nuestra generación.

Conclusión

La mayordomía lleva a economizar en los gastos, lo cual es completamente diferente de la avaricia. “El tiempo es dinero”; pero el dinero, a diferencia del tiempo, puede ser ahorrado. Por otro lado, ambos pueden ser utilizados de manera sabia o insensata. Hay un desastre similar tanto en la avaricia codiciosa como en el desperdicio abundante. Los mayordomos son tanto representantes como siervos. Deben vivir de tal modo que manifiesten la voluntad de su Maestro. Su vida debe estar libre de ostentación. La décima parte de Dios jamás santificará los nueve décimos utilizados en la indulgencia propia. El dinero es el medio supremo que el mundo posee para satisfacer sus deseos. No somos “del mundo”. Al usar el dinero, debemos demostrar que no somos guiados por un principio mundano. Debemos andar como aquellos que “han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gál. 5:24).

Una de las maneras más eficaces de demostrar y mantener la crucifixión de la carne es no utilizar el dinero jamás para satisfacerla. Llenemos nuestra vida con grandes pensamientos sobre el poder espiritual del dinero. De este modo, el alma se ilumina; el propósito obtiene su norte; se eliminan de los placeres sociales los elementos perjudiciales; la vida empresarial es conducida bajo la Regla de Oro; y ganar almas se vuelve una pasión. Estas son las bendiciones abundantes que Dios concede a una vida de fidelidad.

Ser un mayordomo es algo solemne. Los mayordomos tienen que dar cuentas. Todo contador enfrenta la llegada de un auditor. Es un asunto serio poseer y administrar la plata y el oro del Creador de todas las cosas, del Juez de la Tierra. Si es injusto que un empleador retenga el salario de un empleado, ¿qué decir acerca de ser voluntariamente culpables de fraude como mayordomos de Dios? Las terribles posibilidades deben solemnizar nuestra mayordomía. Pero felices serán aquellos que oirán las palabras: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré” (Mat. 25:21).

Estos son algunos de los principios de la mayordomía humana y de la propiedad de Dios. ¡Una sociedad y una relación increíbles, y una escuela de formación del carácter!

Sobre el autor: fue fundador y editor de la revista The Ministry durante 22 años.