“Al día siguiente, cuando salían de Betania, Jesús sintió hambre. De lejos vio una higuera que tenía hojas, y se acercó a ver si también tendría fruto, pero no encontró más que las hojas, porque no era tiempo de higos” (Mar. 11:12, 13, versión Dios habla hoy).
La higuera es un árbol muy apreciado en Palestina por sus frutos, que se consideran muy sabrosos. Se distingue de los otros árboles por una característica especial: primero, aparecen los frutos, y después se reviste de un follaje de un verde muy vivo. De acuerdo con el texto de Marcos, la higuera que vio Jesús aparecía cubierta de hojas. Eso era una promesa de frutos maduros, listos para ser cosechados. Pero su apariencia era engañosa: después de buscar por todas partes, de arriba abajo, el Maestro “no encontró ningún higo para comer”. Era sólo una pretensiosa masa de hojas. Ante esto, el Maestro dijo: “¡Que nadie vuelva a comer de tus higos!” (vers. 14).
Muchas veces, nos parecemos a esa higuera. Nos esforzamos para que se nos vea como “buenos cristianos” y miembros de la iglesia, cuando todo lo que tenemos son hojas: una apariencia de abundancia, y nada más.
Necesitamos despojarnos de las hojas de la arrogancia, el orgullo, la envidia, la indiferencia, la falta de compromiso con la misión que el Señor nos confió, de la irreverencia hacia las cosas sagradas, de la negligencia de nuestra devoción personal, del descuido del altar de la familia, de la falta de armonía en el hogar. En fin, de nuestra tibieza espiritual.
Los que viven para sí son como la higuera que tenía mucha apariencia, pero no tenía fruto. Observan la forma del culto, pero sin arrepentimiento ni fe. Profesan honrar la Ley de Dios, pero les falta la obediencia. Dicen, pero no hacen. En la sentencia pronunciada sobre la higuera, Cristo demostró cuán abominable es a sus ojos esta vana pretensión. Declaró que el que peca abiertamente es menos culpable que el que profesa servir a Dios, pero no lleva fruto para su gloria” (El Deseado de todas las gentes, p. 537).
¿Cómo dejar de ser un “cristiano de follaje” para ser “cristianos de frutos”? La respuesta es sencilla y viene de Cristo mismo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
En otras palabras, sólo por medio de una correcta relación con Cristo podremos producir buenos frutos. Si permitimos que entre en nuestra vida, si lo buscamos por medio de la oración y de la lectura reflexiva de su Palabra, él eliminará las hojas del orgullo, la envidia, la presunción y la ambición malsana, del deseo de supremacía, de la falta de amor, y nos llenará de los frutos del Espíritu Santo: “Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza” (Gal. 5:22, 23).
¿Qué ve Cristo en nosotros hoy: hojas o frutos? Hagamos de él una realidad suprema en nuestra vida. Mantengámonos en comunión con él todos los días, a fin de que, por medio de su Espíritu, él pueda realizar en nosotros la transformación que el Cielo anhela contemplar.
Sobre la autora: Coordinadora de AFAM en la Asociación de Pernambuco, Rep. del Brasil.