Hace poco, mientras hablaba con un amigo y colega acerca de un aspecto relativamente sencillo acerca de la cultura (tradición) de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, me dijo:” Si descubriera que este aspecto de la verdad no es como otros y yo hemos creído siempre, abandonaría la Iglesia Adventista”.  

Su declaración me hizo pensar. Esta no era la primera vez que oía hablar a alguien de este tipo de cosas. Lo que dijo parecía valiente, honesto y basado en elevados principios; sin embargo, algo me perturbó. Me pregunté cuán digna sería la fe adventista si su credibilidad definitiva dependiera de la correcta expresión de cierto aspecto controvertible de sus tradiciones.  

Si todo tuviera que juzgarse como perfecto antes de poder dársele cierto grado significativo de credibilidad, pocos asuntos realmente serían confiables y ciertos para todos nosotros. Y comprendí que éste es el punto crítico al cual muchos han llegado: rechazar, o al menos cuestionar seriamente a personas, organizaciones, libros, publicaciones y otras fuentes de verdad y apoyo simplemente porque hemos hallado una o dos debilidades en ellos. Mucho más serio aún, y más acorde con el punto específico de mi editorial, ¿adoptamos actitudes personalistas y bastante negativas, y hasta rompemos los unos con los otros, por asuntos que no son trascendentes?  

Somos agudamente conscientes de que no ignoramos el otro lado de la moneda: la verdad es la verdad, y ésta no debería mezclarse con el error, y se requiere sólo un poco de levadura para leudar toda la masa (Gál. 5:7- 10). Y un punto controvertido de la verdad o de la cultura puede ser mucho más importante de lo que creemos. Hay, además, muchos aspectos de la verdad fundamental que pueden ser causa suficiente para abandonar el todo si descubrimos que los errores presentes en ella son suficientemente significativos. Sin embargo, al considerar esta problemática, permítaseme seguir mi línea de pensamiento. 

Un ejemplo de esta tendencia a rechazar el todo cuando una parte es cuestionada, o apartamos unos de otros por algún supuesto error, es precisamente lo que le ocurrió a nuestra iglesia en Minneápolis en 1888, cuando las interpretaciones de la epístola a los Gálatas fueron el centro de una disputa divisiva entre los principales ministros. En el calor de la situación Elena de White menciona a un ministro que dijo: “Si nuestros puntos- de vista con respecto a Gálatas no son correctos, entonces no tenemos el mensaje del tercer ángel, y nuestra posición entera se va por la borda; no queda nada de nuestra fe”. A esto la sierva del Señor respondió: “Hermanos, esto es precisamente lo que les he estado diciendo. Esta declaración no es verdadera. Es extravagante y exagerada. Si se ha hecho en la discusión de este asunto, sentiré que es mi deber aclararlo ante todos los que están reunidos aquí, y ya sea que escuchen o no, decidles que esta declaración es incorrecta. Lo que está en discusión no es una cuestión vital, y no debería ser tratada como tal… Ha entrado un espíritu de farisaísmo en nuestro medio contra el cual debo levantar mi voz doquiera se manifieste”.1 

Bajo esta circunstancia se les había asignado una importancia tan grande a los puntos en debate que era natural que el desacuerdo terminara en cisma. En este marco no es difícil ver el punto de Elena de White al subrayar que el error del farisaísmo no es meramente su proverbial legalismo, sino el hecho de que toma sus propias expresiones codificadas de la realidad y las convierte en prueba definitiva de la fe y la comunión, sintiéndose sinceramente justificado para rechazar o desfraternizar emocionalmente a cualquiera que vea las cosas bajo cualquiera otra luz.  

Algunos años después de Minneápolis la señora White escribió algo que tiene todos los visos de profunda sabiduría e inspiración. Con el problema de Minneápolis y todo lo que había ocurrido después en su mente, dijo: “No podemos, por lo tanto, tomar la posición de que la unidad de la iglesia consiste en ver cada texto de la Escritura bajo la misma luz. La iglesia puede tomar resolución tras resolución para derrotar todos los desacuerdos de opinión, pero no podemos forzar la mente y la voluntad, y de ese modo desarraigar el desacuerdo… Nada puede unir perfectamente a la iglesia, excepto el espíritu semejante a la paciencia de Cristo”.2 

¿Cuál es y cuál no el ingrediente unificador entre nosotros? No es el sentimiento de que todos veamos las cosas bajo una misma luz. Pero el humilde ejercicio del principio divino de la “paciencia de Cristo”, lo es.  

Aquí se defiende una cualidad particular de la paciencia. Esta no es sólo “apertura”, ni es meramente “unidad en la diversidad”. Es, más bien, un espíritu que se refrena para no expresarlo, o se abstiene de cualquier expresión innecesariamente negativa cuando todo lo que ocurre la justificaría. E incluso más significativamente, éste es un principio “de paciencia semejante a la de Cristo”. El cristiano se aproxima ante un asunto o una persona como Cristo lo haría.  

Nosotros buscamos siempre puntos de conexión lógica, racional o proposicional entre uno y otro, y esto ciertamente tiene su lugar. Pero analizamos las palabras, las mentes, los corazones, los ojos y las expresiones tratando de encontrar personas que piensen como nosotros sobre éste o aquel asunto. En otras palabras, buscamos la unidad sobre la base de la similitud cognitiva. Y nuestras relaciones se mantienen tensas cuando encontramos a alguien (y los hallamos constantemente) que ve las cosas bajo una luz diferente. En todo esto, la única base segura para la unidad y la solidaridad cristiana es este maravilloso espíritu de la “paciencia semejante a la de Cristo”.  

¡Oh, Dios, llénanos de tu Espíritu!