“Manzana de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene” (Prov. 25:11).
En esta oportunidad deseamos reflexionar sobre el significado de este proverbio de Salomón. Por supuesto que está lejos de nuestro ánimo producir un trabajo de exégesis. Sencillamente creemos que no sólo se refiere a que debemos expresarnos con suavidad y respeto sino también que tenemos que hacerlo con corrección; más aún, con elegancia.
En el libro Obreros Evangélicos, la señora Elena G. de White dedica algunas páginas al uso correcto del lenguaje, como factor decisivo para el éxito en la obra ministerial.
“En toda nuestra obra ministerial, debe dedicarse a la cultura de la voz más atención de la que se le presta. Podemos tener conocimientos, pero a menos que sepamos emplear la voz correctamente, nuestra obra será un fracaso. A menos que revistamos nuestras ideas de lenguaje apropiado, ¿de qué servirá nuestra educación?
“La capacidad de hablar clara y llanamente, en tono pleno y bien modulado, es inestimable en cualquier ramo de trabajo. Es una calificación indispensable en aquellos que desean ser predicadores, evangelistas, obreros bíblicos o colportores. Aquellos que se proponen entrar en estos ramos de la obra deben ser enseñados a emplear la voz de tal manera que cuando hablen a la gente acerca de la verdad, produzcan una decidida impresión para bien. No se debe restar méritos a la verdad comunicándola mediante una pronunciación defectuosa” (pág. 89).
Si bien el empleo adecuado de la voz, que incluye la pronunciación, la entonación y la modulación, contribuirá al éxito del orador, éste podría verse empañado por el uso inadecuado de las palabras, funcionen éstas como verbos, sustantivos, adjetivos, adverbios, preposiciones, conjunciones, etc. Por lo tanto, conocer el significado exacto de ellas y su empleo correcto, es un deber del predicador que anhela alimentar a la grey y honrar a Dios con su exposición.
“Ningún hombre debe considerarse calificado para entrar en el ministerio antes de haber vencido por esfuerzos perseverantes todo defecto de pronunciación. Si intenta hablar a la gente sin saber emplear el talento del habla, se perderá la mitad de su influencia, porque tendrá poco poder para cautivar la atención de una congregación” (Id., pág. 90).
“Cuando habléis, sea cada palabra bien enunciada y modulada, cada frase clara y distinta, hasta la última palabra. Son muchos los que, al acercarse al fin de una frase, rebajan el tono de la voz, y hablan tan confusamente que se pierde la fuerza del pensamiento. Las palabras que vale la pena decir vale la pena pronunciarlas con voz clara y distinta, con énfasis y expresión. Pero nunca busquéis palabras que den la impresión de que sois sabios. Cuanto mayor sea vuestra sencillez, tanto mejor serán comprendidas vuestras palabras” (Id., pág. 92. La cursiva es nuestra).
El peligro de los extremos
La cita anterior nos habla de equilibrio. Los extremos nunca son deseables. Que el predicador no use un lenguaje tan frondoso y complicado que ahogue el pensamiento, central, pero tampoco que su expresión esté tan plagada de vicios idiomáticos y vulgarismos que rebajen la calidad del mensaje. Lo que se desea es un lenguaje sencillo pero al mismo tiempo preciso y correcto, que transmita el pensamiento eje con tal claridad que la mente del oyente lo capte sin dificultad. Para alcanzar este objetivo, debemos mencionar otro aspecto, bien enfatizado por la sierva del Señor: la voz del orador. Esto no significa que exista una voz patrón. Cada uno debe usar la voz que tiene pero de la forma más eficiente posible. Para ello, tal como dice el espíritu de profecía, debe aprender a hablar.
La dicción y el tono de voz
“Los predicadores y maestros deben disciplinarse en cuanto a articular clara y distintamente, dando su pleno sonido a cada palabra. Aquellos que hablan rápidamente, por la garganta, fusionando las palabras, y levantando la voz a un tono que no es natural, no tardan en enriquecer, y las palabras que dicen pierden la mitad de la fuerza que tendrían si fuesen pronunciadas lenta, claramente y en un tono no tan alto” (Id., pág. 94. La cursiva es nuestra).
Por lo tanto, la dicción debe ser correcta y no pretender dominar al auditorio con gritos; lo único que se conseguirá será irritarlo, sobresaltarlo e incomodarlo. Más bien trate de cautivarlo con la profundidad del mensaje, la forma de presentarlo y una vida acorde con el mismo. Recuerde que para muchos ver es creer. La congregación creerá más lo que el orador vive que lo que dicen sus labios.
Una tarea nuestra
Tal vez estemos tentados a pensar que Dios, por medio de su Santo Espíritu, nos capacitará. Meditemos en esta otra declaración inspirada:
“Algunos arguyen que el Señor calificará por su Espíritu Santo al hombre para que hable como él quiere que hable; pero el Señor no se propone hacer la obra que dio a hacer al hombre. Nos ha dado facultades de razonar, y oportunidades de educar la mente y los modales. Y después que hayamos hecho todo lo que podamos por nosotros mismos, sacando el mejor partido posible de las ventajas que están a nuestro alcance, entonces podremos pedir a Dios en oración ferviente que haga por su Espíritu lo que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos” (Id., pág. 95).
Queda bien claro entonces, que para tener la satisfacción de estar alimentando adecuadamente a la feligresía, el expositor de la “sana doctrina” debe reunir las siguientes características: 1) Consagración. 2) Debe ser estudioso de la Biblia (Obreros Evangélicos, pág. 111). 3) Hablar con voz suave pero audible, con buena dicción y modulación. 4) Expresarse con sencillez, pero con un lenguaje correcto.
Con la finalidad de colaborar con los predicadores, obreros evangélicos, docentes y colportores en la tarea de perfeccionar ese maravilloso canal de comunicación que es el lenguaje, hemos decidido publicar, a partir del presente número, esta sección titulada: Escribamos y Hablemos Mejor.