El 31 de octubre de 1517 Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la capilla del castillo de Wittenberg, para desafiar algunas de las enseñanzas de la Iglesia Católica. Así nació la Reforma Protestante; o, más precisamente, se volvió visible. La verdad es, sin embargo, que sus dolores de parto ya se habían estado sintiendo, en relativo silencio y por algún tiempo, en el corazón de Lutero.

            El viaje al castillo estuvo señalado por una serie de luchas espirituales que se libraron dentro de ese hombre. Quería agradar a Dios a cualquier precio, y trabajaba para que se lo hallara digno en el día del juicio final. Mediante actos de penitencia intentó conseguir la reconciliación con Dios. Pero no había paz en su espíritu. Ni siquiera sus estudios de la Biblia conseguían tranquilizarlo.

            En 1507, Lutero recibió las órdenes sacerdotales de la Iglesia Católica Romana. Nueve años después recibió su doctorado en Teología y su nombramiento como profesor en Wittenberg. Formuló entonces este solemne voto: “Juro defender la verdad del evangelio con todas mis fuerzas”. Y cumplió ese voto hasta el fin de su vida.

            Por medio de la Biblia Lutero buscó y recibió luz y percepción, aunque la primera sólo vino gradualmente, a lo largo de los años, mediante una serie de descubrimientos. Cuando se lo invitó a enseñar Teología, Lutero comenzó un estudio exegético de algunos de los libros del Antiguo Testamento, y después del Nuevo. Su mayor preocupación consistía en encontrar la voluntad de Dios y alimentar con ella a su rebaño de Wittenberg.

            Pronto le quedó en claro que la salvación no se podía conseguir por medio de penitencias y buenas obras. Veía a Dios como un Juez austero que exigía del hombre cosas imposibles. Al estudiar las enseñanzas de Agustín llegó a la conclusión de que Dios había predestinado sólo a unos pocos para la salvación eterna. El resto estaba predestinado a la condenación. Lutero temía pertenecer a este último grupo. Mientras progresaba su búsqueda de la verdadera sabiduría de Dios, comenzó a examinar más las Escrituras y menos los escritos de los padres de la iglesia.

            Lutero comprendió que la teología de su iglesia efectivamente había quebrantado el principio de Sola Scriptura, a medida que aceptaba a la propia iglesia y al papa como los principales intérpretes de la Biblia. Razonó que si cualquier autoridad extrabíblica tiene la palabra final sobre la Palabra de Dios ya no se puede considerar que la Biblia es su propio intérprete. Lutero también se dio cuenta de que el espíritu de la iglesia apostólica y la sencillez del evangelio habían sido distorsionados por años de enseñanza tradicional. El evangelio se perdió en un sistema crecientemente complicado de méritos y buenas obras, de sacramentos y penitencias, de tal modo que durante la Edad Media la iglesia llegó a la conclusión de que fuera de eso no podía haber salvación.

            Lutero también entendió que el mismo sacerdocio no podía conferir la gracia sacramental de la salvación, si la jerarquía eclesiástica monopolizaba la gracia divina. La certidumbre de la salvación personal se perdía de esta manera.

Crisis de conciencia

            La lucha de Lutero giraba en torno de la seguridad personal de la salvación, mientras resistía las reivindicaciones autoritarias de sus superiores eclesiásticos. Descubrió una diferencia fundamental entre la necesidad de la libertad cristiana de conciencia y la conducta dictatorial de la jerarquía de la iglesia.

            Cuando Lutero comenzó a estudiar el libro de los Salmos, mientras preparaba sus conferencias, su interés fundamental no era teórico sino práctico. Buscaba una teología experimental, una comprensión del poder de Dios para salvar. Su actitud fue la de buscar más la verdad de Dios que la de defender las tradiciones.

            Uno de sus principales obstáculos fue la dificultad para comprender el significado de la expresión bíblica “justicia de Dios”. Su Biblia en latín tenía la frase justitia Dei. La palabra justitia se usaba comúnmente para referirse a la justicia retributiva o al castigo, según las enseñanzas de los eruditos. En otras palabras, al entender de esa manera la palabra, terminó viendo a Dios como un Juez severo.

            Como consecuencia de esa comprensión de la “justicia de Dios” como justicia punitiva, Lutero no se podía explicar cómo David podía haber orado diciendo: “Líbrame en tu justicia” (Sal. 31:1), o “Respóndeme por… tu justicia” (Sal. 143:1). La palabra “justicia” resonaba en los oídos de Lutero sólo como ira de Dios y castigo eterno. De este modo luchaba con la ira de Dios que le quemaba la conciencia como fuego consumidor. Finalmente, se dirigió al Nuevo Testamento en busca de consuelo, y se sintió cautivado por el mensaje de Pablo: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquél que cree” (Rom. 1:16). ¡Salvación! Lutero se sintió animado. ¿Sería eso la esencia o el secreto de lo que había estado buscando por tanto tiempo? Siguió leyendo: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela” (vers. 17).

            Lutero no podía comprender. ¿Le estaba diciendo el apóstol que el evangelio es la revelación de la justicia de Dios? ¿Cómo podía ser posible que Pablo le diera al evangelio el nombre de “justicia”? ¿Era acaso otra manifestación de la Ley? Si así fuera, también el evangelio condenaría al pecador. ¿No es acaso la “justicia” el trato que Dios dispensa a cada cual según sus méritos? Lutero gimió: “¿Cómo se puede amar a un Dios airado y condenador?” Tal como Jacob, luchó con Dios. Estudió y trató de entender la expresión “justicia de Dios”, pero nadie le abría las puertas.

El descubrimiento del evangelio

            La Biblia siempre estaba abierta mientras preparaba sus discursos. La gran pregunta que había en su mente era: ¿Cómo podía Pablo decir que el evangelio es la “justicia de Dios”?

            Lutero volvió a leer el texto, pero esta vez con su contexto. Y encontró lo siguiente: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas” (Rom. 3:21). Súbitamente se aclaró su visión. Por la gracia de Dios, comprendió lo que Pablo quería decir: la justicia no era algo que Dios requería de los seres humanos como una ofrenda, sino algo que él ofrece a los seres humanos que creen en el evangelio. Era una maravillosa expresión de gracia divina. Dios le ofrece ahora al creyente, como un precioso don, la justicia personal de Cristo. Ésa es la salvación del evangelio. Dios justifica al ser humano arrepentido por medio de la justicia de Cristo: eso significa que el evangelio no requiere de nosotros ni obras ni perfección absoluta, sino que nos ofrece por gracia el don de las obras y de la perfecta justicia de Jesús. Por su gracia el Señor nos justifica, es decir, nos declara justos.

            Cuando Lutero comprendió esta verdad, su conciencia se liberó del peso de la culpa y se convirtió en un hombre libre. Entonces el libro de los Salmos adquirió un nuevo sabor. Después, Lutero describió de la siguiente manera su descubrimiento: “Me pareció que había nacido de nuevo y había entrado en el paraíso. Inmediatamente la Biblia comenzó a hablarme de un modo muy diferente. La frase ‘justicia de Dios’, que yo rechazaba antes, se transformó en una de las expresiones más amadas. De este modo, ese pasaje de Pablo se convirtió para mí en la puerta del paraíso. Toda la Escritura me mostró un nuevo rostro”.[1]

            A Lutero, la promesa de Dios de que “el justo por la fe vivirá” le proporcionó la salvación que estaba buscando. Pablo citaba la promesa de Habacuc 2:4, pero le dio un nuevo énfasis acerca de cómo alguien se vuelve justo o justificado, al explicar: “Tendrá vida el que ha sido justificado por la fe”, o “El justo vivirá por la fe”, como dicen otras versiones.

            La novedad con respecto al descubrimiento de Lutero fue que identificó la justicia de Dios y la justicia de Cristo como una sola justicia, y entendió que ese don divino lo recibimos ahora por la fe. Este último punto es la enseñanza de Cristo cuando declaró, en la parábola del publicano y el fariseo: “Os digo que éste (el publicano) descendió a su casa justificado antes que el otro (el fariseo)” (Luc. 18:14). Ésa es la manera como toda persona sobrevivirá la prueba del juicio final.

            Lutero explicó: “El que cree en el hombre llamado Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, tiene vida eterna, como él mismo lo dice (Juan 3:16): ‘Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna’“.[2]

            Dicen algunos eruditos que Lutero fue el primero, después de Pablo, en recuperar la pureza original del Nuevo Testamento. Lo que hizo de Lutero un reformador de la iglesia cristiana fue el hecho de que su mensaje evangélico estaba anclado en una exégesis bíblica correcta. Sólo así tendría valor para toda la iglesia. Las “puertas del paraíso” se abrieron ante Lutero porque él usó “las llaves del reino”, tan pronto como captó el pasaje central de la epístola a los Romanos: “El justo por la fe vivirá”.

            Somos salvos ahora y en el juicio por nuestra fe en Cristo y en su libre don de su justicia. Esa verdad motivó a Lutero a escribir, en 1520, su famoso libro Die Freiheit der Ch-ristian (La libertad del cristiano), dedicado al papa León X.

            Entonces terminó toda la ansiedad que había experimentado en su intento de lograr que Dios lo aceptara. Más tarde, Elena de White repitió esa seguridad mediante esta impresionante declaración: “Podemos disfrutar del favor de Dios. No debemos inquietarnos por lo que Cristo y Dios piensan de nosotros, sino que debe interesarnos lo que Dios piensa de Cristo, nuestro Sustituto. Somos aceptos en el Amado”.[3]

“Sola gratia, sola fide”

            Lutero aclaró más sus conceptos al estudiar con más cuidado las epístolas de Pablo a los Romanos y a los Gálatas. Esas dos cartas se convirtieron en las dos espadas afiladas de la Reforma protestante en su lucha contra la propuesta de un sistema de justificación por las obras. Lutero usó los pasajes de Pablo (Rom. 3:22-26; Gál. 2:21; 3:10; 5:4) contra el sistema de méritos del judaísmo farisaico en su lucha contra la teología basada en la búsqueda de méritos y piedad de la iglesia medieval.

            En Romanos 3:24 Pabló puso en evidencia dos veces la naturaleza de la gracia de Dios al decir “gratuitamente por su gracia”, lo que llegó a ser la divisa de la Reforma protestante: sola gratia. Pero la gracia de Dios ya no se entendía como el flujo metafísico de la gracia sacramental. Se la entendía de nuevo en su antiguo sentido de favor inmerecido de Dios. Al rechazar el concepto despersonalizado defendido por los teólogos escolásticos, Lutero proclamó alegremente la aceptación personal del creyente por parte de Dios.

            En Romanos 3:28 Pablo resumió la justificación en esta histórica declaración: “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe, aparte de las obras de la ley”. Lutero tradujo al alemán el énfasis paulino sobre la justificación por la fe “sin las obras de la ley” agregando la palabra “solamente”: allein durch den Glauben (sólo por fe). Esa es una traducción correcta de la afirmación de Pablo contra la justificación por las obras. La fórmula resumida de Lutero de la justificación llegó a formar parte de la bandera de la Reforma Protestante: sola fide.

            De esa manera, la Reforma resumió la fe protestante en tres cortas frases que resonaron contra las enseñanzas de la iglesia de aquellos días: sola Scriptura, sola gratia, sola fide.

            Lutero progresó sustancialmente en su comprensión de la justificación. Con la ayuda de Agustín descubrió que la justicia de Dios es un don gratuito. Pero todavía creía en ese don sólo como resultado de la presencia de Cristo en el corazón y de una creciente justicia en el creyente; eso significaba que el creyente era parcialmente justo y parcialmente pecador. En ese aspecto, para Lutero la justicia parecía ser una justicia interior.

Aclaración posterior

            Más tarde, en su comentario acerca de Gálatas (1536), Lutero mostró que había alcanzado la madurez en el concepto de justificación: es la imputación legal o forense de la justicia de Cristo al creyente arrepentido. Entonces enseñaba la justificación completa de los pecadores con el perdón de sus pecados. Su énfasis estaba puesto en la relación de Cristo con nosotros, que murió por nuestros pecados, y no más sobre la gracia como algo introducido en el creyente. La justicia de Cristo se vuelve ahora la esencia de la justificación y la base de la certeza personal de la salvación, por causa de que no es más una justicia parcial sino completa. Somos salvos por una justicia que proviene de fuera de nosotros; no por nuestra propia justicia.

            En 1528 Lutero dijo en uno de sus sermones que “así como Adán nos trajo condenación por su pecado, Cristo nos salvó por su justicia… Nuestro testimonio y confesión no es a través de nosotros mismos sino por medio de Cristo. Nosotros no descendimos del cielo, no nacimos de María; fuimos hechos de barro. El hecho de Cristo es diferente del nuestro”.[4]

            Lutero también se refirió al concepto apostólico de la fe. En lugar de la noción popular de que la fe es un asentimiento intelectual que debe ser complementado por las obras, o por alguna clase de comportamiento humano, Lutero proclamó que la fe es el acto de alguien que se compromete con Dios y su Palabra. La fe salva, no como consecuencia de los actos meritorios de alguien, sino porque se aferra de Cristo y se abraza de él. Él es nuestro Salvador, nuestro perdonador y justificador. Dios acepta a los creyentes y los considera justos sólo por causa de Cristo y de sus méritos. El creyente es justificado en Cristo. Esa fe obra desde el comienzo.

            Hay una frase acuñada por Lutero que con frecuencia no se entiende bien: “El creyente en Cristo es al mismo tiempo justo y pecador”. Esto es, en Cristo, el creyente es justificado por completo, aunque sigue siendo el mismo, es decir, en su naturaleza interior es pecador. Por lo tanto, él podía decir como Pablo: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios. Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. 3:23, 24). La fe salvadora previene al creyente contra la idea de que hay alguna santidad en sí mismo.

            Pero Lutero no sugiere que una vida santificada carezca de importancia o no sea necesaria. Comprendió que la justificación es eficaz para producir santificación, pero insistió en que las buenas obras del Espíritu no forman parte en sí mismas de la justificación. La justificación crea al nuevo hombre; no es el nuevo hombre el que crea la justificación.

            En este punto debemos enfrentar la doctrina católica romana de la justificación tal como la definió el Concilio de Trento en 1546. De acuerdo con esa definición la justificación de alguien se debe complementar por sus esfuerzos para cooperar con Dios. Por lo tanto, nadie puede tener la consoladora seguridad de que ha sido aceptado por Dios. Éste es el punto crucial del asunto, objeto de la preocupación de Lutero.

Cristo y la Biblia

            Lutero creyó que era básico compartir con los demás la alegría y la seguridad de la redención. Él era erudito en Teología, pero para ser un evangelista más eficaz se necesitaba de alguien capaz de enseñar la gracia de Dios y de presentar a Cristo a la gente. Creyó que la Biblia debía ser predicada con el fin de que el evangelio se convirtiera de verdad en las buenas nuevas para sus seguidores. Se necesitaba de la Palabra escrita y de la oral.

            Cuando los líderes de la iglesia de los tiempos de Lutero rechazaron su descubrimiento del evangelio de la gracia libre, y trataron de excomulgarlo por medio de la bula papal Exsurge Domine de 1520, Lutero quedó muy perplejo. El 10 de diciembre de ese mismo año quemó públicamente la bula junto con una copia de la ley canónica que le confería poderes al papa.

            Cuando sus amigos trataron de impedir que fuera a la ciudad de Worms a defender su mensaje delante del emperador, pues temían por su vida, replicó sin vacilar: “Aunque hubiera en Worms tantos demonios como tejas en los tejados, aun así, iría”.[5]

            La gran pregunta que debemos hacer es la siguiente: ¿Cómo podía Lutero estar tan seguro de que estaba en lo cierto y toda la iglesia estaba equivocada? Le escribió a un amigo: “No se puede llegar a comprender las Escrituras ni con el estudio, ni con la inteligencia; nuestro primer deber es, pues, empezar por la oración. Pedid al Señor que se digne, por su gran misericordia, concederos el verdadero conocimiento de su Palabra. No hay otro intérprete de la Palabra de Dios que el mismo Autor de esa Palabra… Nada esperéis de vuestros estudios ni de vuestra inteligencia; confiad únicamente en Dios y en la influencia de su Espíritu”.[6]

            Para que la verdadera reforma se produjera, Lutero creía plenamente en el victorioso poder de la Escritura, en lugar de confiar en la legislación, la coerción o la presión eclesiástica.      Escribió: “Yo sólo enseñé, prediqué y escribí la Palabra de Dios. No hice nada en contra de eso. No hice nada; la Palabra lo hizo todo”.[7]

            Lutero sobresalió en su predicación y en su enseñanza. Le dio a la predicación un nuevo significado y le dio el primer lugar entre los sacramentos. Insistió en que ninguno de los siete sacramentos de la iglesia puede salvar; sólo la Palabra de Dios salva. Predicaba durante la semana y tres veces el domingo, comenzando a las cinco de la mañana.

            Para Lutero la predicación era principalmente una exposición de la Palabra de Dios. Sistemáticamente se movía a través de todos los libros de la Biblia. Comenzaba con el Antiguo Testamento y seguía con el Nuevo, y siempre aplicaba las lecciones bíblicas en relación con su propia experiencia.

            La comprensión de Lutero del evangelio se produjo por medio de una exégesis responsable de las Escrituras, las cuales le dieron una experiencia nueva y libertadora en su condición de creyente cristiano. Con un enorme valor exaltó a Cristo por encima de todo lo demás. Su devoción al evangelio eterno ha sido descrita de esta manera: “Se ocultaba detrás del Hombre del Calvario, y sólo procuraba presentar a Jesús como el Redentor de los pecadores”.[8]

            En ese sentido, Lutero fue un verdadero Elías y un precursor del reavivamiento universal y de la reforma que vendrá por medio de la proclamación de los tres mensajes angélicos de Apocalipsis 14.

Sobre el autor: Profesor emérito de la Facultad de Teología de la Universidad de Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] Luther’s Works [Las obras de Lutero] (Concordia Publishing House), t. 54, p. 105.

[2] Citado por H. A. Oberman, Luther: A Man Between God and the Devil [Lutero: un hombre que se encontraba entre Dios y el diablo] (Doubleday, ET, 1992), p. 155.

[3] Elena de White, Mensajes selectos, t. 2, p. 37.

[4] Citado por B. Hagglund, The Background of Luther’s Doctrine of Justification in Late Medieval Theology [El trasfondo de la doctrina de Lutero acerca de la justificación en la teología del medioevo tardío] (Fawcett Books 18, Fortress Press, 1971), p. 33.

[5] Citado por E. G. Schwiebert, Luther and His Times [Lutero y sus tiempos] (Concordia Publishing House, 1950), p. 499.

[6] Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 142

[7] Citado por L. Pinomaa, Faith Victorious [Fe victoriosa] (Fortress Press, 1959), p. 102.

[8] Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 163.