¿Con que alimentamos a nuestra congregación durante la hora de adoración? ¿Con semillas o con paja?
Lo grabado en la cinta amarilla, usada como señalador de la vieja Biblia, estaba subrayado en rojo; un énfasis innecesario para tan provocativo pensamiento. “La brevedad no sólo es conveniente; es también un elemento de fuerza. Todo lo que puede ser dicho en 50 palabras y se lo dice en 75 se ha debilitado en un 50%”.
Las parábolas de Jesús son la esencia de la brevedad, la claridad y la fuerza —un mínimo de palabras para un máximo de impacto. Considere por un momento las implicaciones de las primeras dos oraciones de la parábola del sembrador: “Un sembrador salió a sembrar. Y al sembrar, una parte de la semilla cayó en el camino, y llegaron las aves y se la comieron” (Mat. 13: 3, 4; versión Dios habla hoy).
Desde luego, quienes esparcimos las semillas de la verdad estamos interesados en lo que sucede con la semilla que sembramos. En función de la parábola, puede ser que no podamos hacer mucho con respecto a las semillas que caen en un terreno rocoso, o incluso en un terreno bueno. La receptividad de los corazones y la mentes de nuestros oyentes es, después de todo, obra del Espíritu Santo. Pero he llegado a creer, a través de mi experiencia en ambos lados del púlpito, que hay una gran tarea que sí podemos hacer para que la semilla no caiga al costado del camino, donde los pájaros están a la expectativa para devorarla.
Pienso que hay tres maneras en que los ministros, imprudentemente, permiten que la semilla que han sembrado se malgaste antes que siquiera tenga la oportunidad de echar raíces y de florecer.
Primera manera: lo hacemos cuando pensamos que debemos llenar con charlas intrascendentes todo el tiempo disponible para la adoración. Creyendo que la cantidad compensa la profundidad, desperdiciamos tiempo en la hora de adoración, no dando lugar para la meditación cuidadosa.
Recuerdo la vez que se me pidió hacer algunos comentarios de apertura en una asamblea de ministros. Estando dolorosamente consciente de que los predicadores a quienes se les predica a menudo se desplazan hacia la indiferencia mental, sabía que tenía que elegir un tema desafiante, y luego ser breve y al punto. También sentí poderosamente que debería haber tiempo, hacia el final, para una meditación y aplicación privada. Entonces introduje mi tema, sugerí algunos posibles problemas y algunas soluciones, pero permití que mis oyentes dedujeran sus propias conclusiones como su contribución en esta experiencia de adoración. La presentación total me tomó doce minutos.
Pero para mi más profunda consternación, un reconocido conferenciante de nivel nacional, que también estaba en la plataforma, miró su reloj y dijo con sorpresa: “¡Oh, todavía tenemos una cantidad de tiempo disponible!’’ Entonces se dirigió a grandes pasos hacia el podio y se hecho sobre las espaldas mi presentación por los siguientes veinte minutos —bastante tiempo para devorar toda la semilla que yo había tratado de sembrar.
La segunda manera en que somos descuidados acerca de nuestra siembra es más sutil, pero al mismo tiempo más devastadora. Algunas veces entrenamos a los predicadores para disciplinarnos lo suficiente como para mantener el mensaje claro y conciso, pero perdemos el beneficio podrían hacer nuestras palabras por ser insensibles a lo que sucede después que hemos terminado. ¿Descendió el Espíritu Santo sobre la semilla que hemos esparcido? ¿O descendió una bandada de voraces pájaros?
En otra convocación religiosa a la cual asistí, el mensaje dinámico de un orador poderoso tocó mi corazón. Había prestado una atención cuidadosa a su apelación final; fue apasionado, desafiante y tuvo un efecto visible sobre toda la audiencia. Cuando hubo terminado, otro hombre se levantó para dar la bendición. En la oración rogó para que el Espíritu Santo llenara cada corazón. Dijo amén y nos pidió que nos sentáramos de nuevo, ¡luego de lo cual anunció que el siguiente ítem de actividades era una venta de libros! Uno casi podía oír el agitar de las alas de los pájaros arremetiendo sobre la semilla recién sembrada.
Finalmente, existe lo que pienso que es como el golpe de gracia. Algunas veces los pájaros no tienen que esperar a que la semilla sea sembrada —ellos la consiguen directamente del saco para sembrar. Me estoy refiriendo a las formas con que le robamos a nuestro mensaje su poder, incluso antes que lo demos.
Como miembro de iglesia, recuerdo los 18 meses durante los que tuve que escuchar en el servicio de adoración las apelaciones interminables destinadas a levantar un nuevo templo. Hacia el mediodía, sólo había tiempo para un improvisado sermón.
Más tarde, como ministro, fui llamado por una iglesia para ofrecer alguna orientación sobre mayordomía. Cuando pregunté acerca de la agenda del día, se me dijo variadamente: “Bien, la gente no sale tanto de noche”; “Nosotros realmente no tenemos reuniones por la tarde. Está planeado otro programa’’; “Denos un buen sermón de mayordomía durante la hora de adoración”.
Aquella mañana los preliminares tomaron tanto tiempo que se me dejó catorce minutos para hablar. De hecho, estaba advertido de que tomara todo el tiempo que deseara, porque “aquí no somos puntuales’’. Pero las miradas de los rostros de la congregación reflejaban sus quejidos interiores. Casi no podía agregar nada más a su miseria. Un viaje de ida y vuelta de 644 kilómetros, más el viático para el hotel, para sólo catorce minutos con una audiencia intranquila. Los pájaros se habían salido con la suya antes que yo lo hiciera.
Creo que los programas, las promociones, las noticias e incluso los almuerzos tienen su lugar en una iglesia activa, creciente. Pero no creo que la información o los anuncios con respecto a estas cosas tengan algún lugar en el servició de adoración, antes o después del sermón. Debemos hallar formas para incorporar estas cosas en la vida de la iglesia sin permitirles cortar la vida de nuestros servicios de adoración. Es nuestra responsabilidad como sembradores seguir el ejemplo de las parábolas, y con ello dejar hambrientos a los pájaros que están a la vera del camino.
Sobre el autor: Mel Rees es un escritor, fotógrafo y compositor que vive en Woodland, Oregon, Estados Unidos.