Los obreros educados y consagrados a Dios pueden servir más variadamente y realizar una obra más extensa que los indoctos. La disciplina mental les da mucha ventaja. Pero los que no tienen mucho talento ni vasta ilustración, pueden no obstante, trabajar provechosamente para los demás. Dios quiere valerse de aquellos que consienten en servirle. No es la obra de los más brillantes ni la de los más talentosos la que produce resultados mayores y más duraderos. Se necesitan hombres y mujeres que hayan oído el mensaje del cielo. Los más eficientes son quienes responden al llamamiento: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí.” (Mat. 11:29.)

Se necesitan misioneros de corazón. Aquel cuyo corazón toca Dios se siente anheloso de hacerse útil a los que no han conocido jamás el amor divino. Su condición simpatiza con la aflicción del prójimo. Dispuesto a exponer su vida, sale, enviado e inspirado del cielo, a desempeñar una obra en que los ángeles puedan cooperar.

Si aquellos a quienes Dios dotó de grandes talentos los consagran a un uso egoísta, quedarán abandonados a su suerte después de un período de prueba. Dios echará mano de hombres, al parecer no tan calificados, que desconfían de sí mismos, y hará fuertes a los débiles, porque confían en que él hará por ellos lo que de suyo no pueden hacer. Dios acepta el servicio que se hace de todo corazón, y suplirá las deficiencias.

Muchas veces el Señor ha escogido por colaboradores a personas de mediana educación. Pero estos hombres han hecho uso de sus facultades con el mayor celo y el Señor ha recompensado su fidelidad en la obra, y la diligencia y la sed de conocimientos de que han dado prueba. Él ha visto sus lágrimas y ha oído sus oraciones. Así como las bendiciones de Dios descendieron sobre los cautivos en el palacio de Babilonia, así también da hoy día sabiduría y conocimiento a los que trabajan para él.

Hombres faltos de educación escolar y de humilde situación social, han tenido un éxito admirable en ganar almas, mediante la gracia de Cristo. El secreto de su éxito era su confianza en Dios. Aprendieron cada día de Aquel que es maravilloso en consejo y de gran poder.

Obreros como éstos deben recibir aliento. El Señor los pone en contacto con otros más calificados, para llenar los claros que otros dejan. La rapidez con que advierten qué hay que hacer, su prontitud en auxiliar a los necesitados, sus amistosas palabras y acciones, abren puertas de oportunidad que de otro modo quedarían cerradas. Saben acercarse a los de espíritu conturbado, y la influencia persuasiva de sus palabras lleva a Dios a muchas almas temerosas. Su obra denota lo que otros miles de personas podrían hacer si quisieran.

Las pequeñas oportunidades

No desaprovechéis las pequeñas oportunidades para aspirar a una obra mayor. Podéis desempeñar con éxito una obra de menor importancia, pero podéis fracasar en una de importancia mayor, cayendo así en el desaliento. Al procurar hacer lo que se os pone delante, desarrollaréis aptitudes para una obra mayor. Muchos se vuelven estériles y mustios por despreciar las oportunidades de cada día y por descuidar las cosas pequeñas que están al alcance de la mano.

No dependáis del auxilio humano. Mirad más allá de los hombres, a Aquel que fué designado por Dios para llevar nuestras tristezas y nuestros dolores, y para satisfacer nuestras necesidades. Confiados en la palabra de Dios, empezad dondequiera que encontréis algo que hacer, y seguid adelante con fe firme. La fe en la presencia de Cristo nos da fuerza y firmeza. Trabajad con interés abnegado, con afán solícito y energía perseverante.

En campos de condiciones tan adversas y desalentadoras, que pocos quieren trabajar en ellos, se han operado cambios notables mediante los esfuerzos de obreros abnegados. Trabajaron con paciencia y perseverancia, confiando y descansando, no en el poder humano, sino en Dios, cuya gracia los sostuvo. Nunca se conocerá en este mundo el enorme bien que llevaron a cabo de esta manera, pero sus benditos resultados han de manifestarse en el porvenir. —“Sanidad Moral y Física,” págs. 157-162.