El camino que conduce a la predicación eficaz pasa por la necesidad humana. No es nuestro conocimiento teológico; tampoco lo que realmente importa son nuestras habilidades homiléticas. La comprensión del corazón humano, sus anhelos más profundos, sus reales necesidades: ésa es la llave que abre las puertas para la entrada del mensaje. Hablarle a la gente de cosas reales y prácticas es el “Ábrete, sésamo”, la varita mágica —-si es que eso existe— que permite llegar al corazón.

Eso hizo de Jesús el más eficaz de todos los predicadores: “Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Juan 2:24, 25).

Ezequiel fue a visitar a los exiliados en Tel-abib, y estuvo sentado siete días junto con ellos. “Y aconteció que al cabo de los siete días — dijo el profeta— vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel; oirás, pues, tú, la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte” (Eze. 3:15-17).

Evidentemente la dirección de Dios —la orientación vertical— es prioritaria; sin embargo, la orientación horizontal, es decir, volverse hacia a la gente, produce el efecto final. Convierte la orientación vertical en una realidad que funciona en la experiencia humana. La predicación eficaz parte de una interacción dinámica con Dios, tanto dentro de la familia de la fe como en la comunidad en general. La noche de lucha de Jacob con el ángel le dio poder para vencer a “Dios” y a “los hombres”.

Para comunicarse con los seres humanos, para predicar con eficacia, el predicador debe identificarse con ellos, debe conocerlos. Eso no significa necesariamente que debe andar apretando manos por todas partes, o saludando a todo el mundo en todo lugar. Pero tampoco puede ser un muñeco de cera.

Todos los buenos predicadores “atraen”. Algunos le dan a eso el nombre de “química”. Necesitamos conocer lo suficiente a la gente como para “ligamos” a ella. Como dice Jesús: “Os he llamado amigos”. En otras palabras, todo lo que se le pide al predicador es que sea un ser humano.

Cuando nos introducimos en la Palabra y actuamos en consonancia con la gente, el mensaje de Dios llegará, y con él su urgencia. La semana que Ezequiel pasó en el mundo real, donde estaba la gente, fue para él como un colirio que le abrió los ojos. Lo asombró y lo convirtió en un gran comunicador “Y ellos, escuchen o no escuchen, ya que son una casa de rebeldía, sabrán que hay un profeta en medio de ellos” (Eze. 2:5, Biblia de Jerusalén). Según Pablo, a los predicadores eficaces se los impulsa o se los constriñe.

Una pasión genuina

Nadie adquiere esta experiencia en el aula. C. H. Spurgeon cuenta que un día Juan Wesley llevó a uno de sus jóvenes predicadores a pasear en Londres por un mercado que se especializaba en la venta de pescado. Cuando el predicador de la historia escuchó el lenguaje “tan colorido y tan terrenal” de las vendedoras, se dispuso a salir de allí a toda velocidad, presa de un santo horror. Wesley lo detuvo y le dijo: “¡Detente, Samuel; escucha, y aprende a predicar!” Es decir, también había que alcanzar con el evangelio a las vendedoras de pescado. Los predicadores no deben comportarse como santurrones que no pueden oír a la gente, aunque no todo lo que ésta diga sea puro. Esas mujeres no tomaban el nombre de Dios en vano, pero seguramente andaban cerca de eso.

Debemos pensar mucho en la gente de estos días: ancianos, jóvenes, hombres, mujeres, buenos, malos e indiferentes. No como nos gustaría que fueran, sino con todos sus defectos y necesidades. Cuando nos preparamos para predicarles, deberíamos preguntarnos: “¿Por qué experiencias pasaron durante la semana?” Cuando la gente delante de la cual nos ponemos de pie llega a formar parte de nosotros mismos, y nosotros de ella, se alcanza el gran objetivo de compartir. Y mientras luchamos con la Palabra y el texto, tratando de penetrar en ellos, es imposible que no compartamos todo eso con los demás.

Viene al caso el siguiente comentario de Elena de White: “Cuando nos demos un banquete de la Palabra de Dios, por causa de la preciosa luz que recogemos de ella, presentémosla a otros para que también puedan gozarse con nosotros. Que esa comunicación sea espontánea y sincera. Podemos atender mejor a la gente donde se encuentra, en vez de buscar palabras elevadas que lleguen al tercer cielo. La gente no está allá, sino precisamente aquí, en este mundo afligido, pecaminoso y corrupto, luchando contra las severas realidades de la vida” (El otro poder, p. 87).

Una de las reglas más importantes de la predicación es no decir nada que no satisfaga una necesidad de nuestra propia vida, nada que no haya beneficiado y enriquecido nuestro corazón. Debemos saborear primeramente lo que hemos descubierto. La gente debe enterarse de las cosas, no porque nosotros se las dijimos, sino porque son una profunda realidad que hemos llegado a conocer por experiencia propia.

Comuniquemos nuestros descubrimientos

No existe mucha gente en el mundo entusiasmada con la Palabra de Dios. Por lo tanto, querrán oír, no a un santo embalsamado, sino a un ser humano, capaz de hablarles acerca de lo que les interesa, es decir, el significado de la vida, los recursos disponibles y también acerca de dirección y fortaleza.

Se habla mucho de la alegría que produce descubrir algo. Pero me gustaría ampliar este pensamiento: ¿Qué les parece compartir el gozo de lo que hemos descubierto, transmitir a los demás esas riquezas? Más todavía: animar a la gente a encontrarlas por sí misma, de modo que pueda decir: “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón; porque tu nombre se invocó sobre mí, oh Jehová Dios de los ejércitos” (Jer. 15:16). “Me regocijo en tu palabra como el que halla muchos despojos” (Sal. 119:162). Anime a la gente, predicador, a apropiarse de esos tesoros.

El imperativo escatológico

En seguida viene el imperativo escatológico, la realidad de las cosas que no se ven y una clara conciencia del carácter finito y la brevedad de todas las cosas. La gente necesita establecer sus prioridades, separar el trigo de la cizaña y las trivialidades. Hay un sentido de urgencia porque la vida es corta y el tiempo se va, y los planes y propósitos de Dios se acercan a su total cumplimiento. Estas riquezas, cuando se comparten, son eternas: son un tesoro.

¿Cómo saber lo que la gente necesita? ¿Cuáles son sus deficiencias espirituales y personales? ¿Qué debe saber acerca de Dios, de su Palabra y de sí misma, con el fin de crecer en la gracia? A veces pienso en cierto tipo de investigación. Algunos amigos míos, predicadores jóvenes, también la aprecian y ven en ella una buena manera de determinar las necesidades doctrinales, como asimismo identificar las necesidades y las debilidades en nuestro marco teológico tanto congregacional como personal.

Pero también existen cosas que se pueden conocer sin necesidad de investigaciones. Edgard Jackson, especialista en psicología pastoral, calcula que “en un grupo de cualquier clase de gente que se reúna, 20 estarán luchando con la angustia, 33 con problemas de ajuste conyugal, 50 con serias dificultades emocionales, unos 20 con algunas neurosis leves y de tres a ocho con la soledad, relacionada con impulsos homosexuales” (Merryl R. Abbey, Communication in Pulpit and Parish [La comunicación en el púlpito y la parroquia], p. 174).

Necesitamos elevar el tema de la predicación para que no sea mera actuación. El cometido que Jesús les dio a sus discípulos y a nosotros es bien desafiante: “¿Quién es el mayordomo fiel y prudente al cual su señor pondrá sobre su casa, para que a tiempo les dé su ración? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, lo halle haciendo así. En verdad os digo que lo pondrá sobre todos sus bienes” (Luc. 12:42-44). Nosotros, los ministros, manejamos los nutrientes esenciales que sustentan la vida espiritual.

Si suplimos las necesidades de nuestra gente, si nos ligamos a ellos, les puedo asegurar que el fuego sin duda se encenderá. El comentario más importante que se podría hacer en cuanto a un sermón no es el de siempre: “Me gustó mucho el sermón, pastor” o “¡Qué bueno su sermón, pastor!”, sino: “El Señor me habló a mí por medio de su sermón”. En algún momento alguien le preguntará: “¿Quién le dijo que yo estoy pasando por esto?” Entonces usted sabrá que el mensaje alcanzó su objetivo.

El papel de la técnica

Todo lo que acabamos de decir no descarta la técnica: la necesidad de prestar atención a las reglas. Pero si queremos alcanzar a la gente por medio de todas las vías correctas, será de gran ayuda que nos dediquemos a la tarea de aguzar nuestras habilidades con el propósito de convertimos en mejores comunicadores. Mi padre, que fue pastor durante cincuenta años, acostumbraba decirme: “Hijo, no pierdas el tiempo”. Los predicadores africanos tienen un dicho según el cual “El sermón es una calle angosta”. La predicación se debe desarrollar con habilidad, sin muchos floreos retóricos y definidamente debe ir mucho más allá de la mera representación o actuación.

Acostumbro a usar una técnica a la que le asigno la sigla OVTB, que significa lo siguiente.

Observación. Examine el pasaje de las Escrituras de todas las maneras posibles.

Verdades. Haga una lista de todas las verdades que encontró en ese texto. Eso necesita cierta concentración.

Tema. Hay uno en el pasaje. Descúbralo y asígnele un nombre.

Bosquejo. Si ya está completo el trabajo implícito en las partes anteriores, ha llegado la hora de comenzar a hacer el bosquejo. Si no es así, haga una comparación con otros pasajes que hayan sido una bendición en su vida. Poco a poco surgirá el resultado. Con el paso del tiempo, no tire a la basura sus bosquejos ni sus anotaciones. Todo eso debe permanecer accesible a su mente. Nada debe perderse.

La imprescindible claridad

Vivimos en una época de palabras con doble sentido, de expresiones folclóricas, de tecnicismos y de sobrecarga informativa. Se oyen muchas voces confusas. Nadie parece entender lo que dicen los demás. Los predicadores no debemos caer en esta situación. La claridad es imprescindible. No nos podemos dar el lujo de ser oscuros. Debemos eliminar sin piedad toda verbosidad, toda palabra que pueda oscurecer el tema.

Pensemos en el sermón como un organismo integrado y que crece, dinámico, más que como si fuera un proyecto de construcción. Una planta que crece debe recibir cuidado y atención. Un viejo labrador me dijo cierta vez lo siguiente acerca de un ciruelo: “Tengo que cultivarlo los doce meses del año”.

Así es el mensaje eficaz. Para que tenga cohesión, consistencia y concatenación, se necesitan tiempo y esfuerzos persistentes.

Si le pedimos a la gente que nos acompañe paso a paso, sin duda responderá. Si estamos donde la gente está, si nos sentamos donde se sienta, comprenderemos algo acerca de sus anhelos y sus profundas necesidades. Por eso los predicadores no se deben limitar a vin

cular a la gente con ellos mismos —con su mensaje— sino que ellos deben estar vinculados con la gente. Jamás deben permitir que los oyentes regresen a casa con sus necesidades insatisfechas.

Jesús dijo que la gente era como ovejas sin pastor. Cuando descubrimos algo que puede beneficiar a nuestros semejantes, debemos estar ansiosos de compartirlo con ellos, invitándolos a regocijarse con nosotros y beneficiarse con lo que les presentamos. Eso forma parte de nuestra obra como pastores. Los predicadores debemos decimos a nosotros mismos, antes de hablar con la gente: “Voy a compartir con mis oyentes las cosas impresionantes que Dios me mostró”.

¿Cuáles son, entonces, los imperativos que me impulsan cuando trato de satisfacer las expectativas del Cielo y suplir las necesidades de la gente? Primero, está el imperativo de poner énfasis y compartir sólo lo que ha sido una bendición para mí. Segundo, tengo la obligación de cavar muy profundamente para que el mensaje sea más certero. Tengo que animar a la gente también para que asimile la Palabra de Dios. Asimismo debo lograr que participe de este ministerio, como lo hacen las empresas ahora con sus empleados, dándoles participación en sus logros.

Finalmente, está el imperativo de la claridad. Si el mensaje no se puede oír ni entender, es sólo metal que resuena y címbalo que retiñe.

Sobre el autor: Carles Bradford es ex presidente de la División Norteamericana de los adventistas del séptimo día.