Necesitamos preocuparnos por lo que introducimos en el hogar. Debemos construir un muro protector en torno de nuestra familias
Una de las historias de la Biblia más tristes y sombrías es, sin duda, la de Lot. Este sobrino de Abraham comenzó su vida haciendo decisiones acertadas. Aplaudimos sus buenas elecciones; primero, dejó la idolátrica ciudad de Ur de los caldeos con la caravana de su abuelo Taré, junto con Harán, su padre, y sus tíos Nacor y Abraham. Después, cuando murieron su padre y su abuelo, y Nacor se volvió para quedarse en Harán, Lot decidió seguir acompañando al fiel Abraham.
Durante años, tío y sobrino, con sus familias y sus siervos, adoraron a Dios en el mismo altar, hasta que un día tuvieron que separarse porque, al ser tan ricos, la tierra no podía sostener a los dos (Gén. 13). Entonces, Lot tomó su primera decisión equivocada al elegir en forma egoísta las campiñas del Jordán, para dejarle a su anciano tío las montañas como habitación.
Otro paso equivocado de Lot fue ir levantando sus tiendas cada vez más cerca de Sodoma. Es claro que al ser él un buen padre, sólo deseaba lo mejor para la familia. Y, si él quería un buen lugar, ciertamente no iba a encontrar en esos parajes otro mejor que la bella, rica, fértil y dinámica ciudad de Sodoma. Se trataba de un lugar excelente para quien quisiera enriquecerse con poco trabajo y disfrutar de la vida con fiestas todo el año.
Pero sabemos que esos pasos desacertados le causaron al patriarca la pérdida de toda su familia. Primero, la de sus hijos y sus hijas casadas que, bajo la influencia del pensamiento popular, creyeron que la advertencia divina era sólo el fruto de las supersticiones de su padre. Su mujer, al desear otra vez todo lo que había perdido, lo que quedó demostrado por su desobediencia al mirar hacia atrás durante la huida de la ciudad que ardía, se transformó en estatua de sal. Sus dos hijas solteras, quienes vivían en la casa del padre y que fueron prácticamente arrastradas por los ángeles, continuaron viviendo de acuerdo con la modalidad de Sodoma. Por eso acarrearon infamia sobre el padre en su vejez, concibiendo de él dos naciones idólatras que combatieron al pueblo de Dios hasta su destrucción final.
Una influencia perniciosa
Una de las cosas que me llaman la atención en esta historia de Lot son sus hijos. ¿Es que no fueron educados en el temor de Dios? Creo que no fue así; porque Elena de White afirma que Lot y Abraham, con sus familias y sus siervos, adoraban juntos. ¿Por qué, entonces, no le creyeron? ¿Por qué desobedecieron la expresa orden del Señor? Creo que no nos equivocamos al afirmar que la influencia de la ciudad fue más grande sobre ellos que la de la vida del padre. Mientras que “su alma justa se afligía por la vil conversación que tenía que oír diariamente, y por la violencia y los crímenes que no podía impedir” (Patriarcas y profetas, p. 165), al mismo tiempo permitía a “sus hijos mezclarse con un pueblo depravado e idólatra”. El resultado de esto fue la ruina de todos.
Muchos padres se entristecen cuando se dan cuenta de que no pueden transmitirles una experiencia religiosa a sus hijos. Pero, ¿no ocurrirá esto por la misma razón que produjo la ruina de la familia de Lot? Las compañías de nuestros hijos ¿serán mejores que las de los hijos de Lot en Sodoma?
Muchos niños, adolescentes, jóvenes e incluso adultos buscan satisfacción en la televisión, las películas y la música. “Nada desean los hombres tanto como la riqueza y la ociosidad y, sin embargo, estas cosas Rieron el origen de los pecados que acarrearon la destrucción de las ciudades de la llanura. La vida inútil y ociosa de sus habitantes los hizo víctimas de las tentaciones de Satanás, desfigurando la imagen de Dios, y se hicieron más satánicos que divinos.
“La ociosidad es la mayor maldición que puede caer sobre el hombre; porque la siguen el vicio y el crimen. Debilita la mente, pervierte el entendimiento y el alma. Satanás está al asecho, pronto para destruir a los imprudentes cuya ociosidad le da ocasión de acercarse a ellos bajo cualquier disfraz atractivo. Nunca tiene más éxito que cuando se aproxima a los hombres en sus horas ociosas […] Los habitantes desafiaban públicamente a Dios y a su Ley, y encontraban deleite en los actos de violencia” (Ibíd., p. 153).
Placeres peligrosos
Un estudio realizado en Australia, que ciertamente también refleja muy bien los hábitos de muchos hogares sudamericanos, demostró que la televisión es la diversión número uno y ocupa el tercer lugar en la vida de la gente. Sólo se le da tregua durante las horas de trabajo y de sueño. Las personas pasan más de treinta horas semanales frente al televisor, lo que equivale a tres meses y medio por año. Un adolescente australiano, al llegar a los 18 años, habrá pasado cuatro años y medio de su vida sin hacer otra cosa que ver televisión.
¿Cuál es el efecto de este tipo de entretenimiento? La respuesta es que, en su mente, muchos adolescentes se deleitan “con historias sensacionales. Viven en un mundo irreal, y no están preparados para los deberes prácticos de la vida” (Mensajes para los jóvenes, p. 277). ¿No será ésa la razón por la que tantos jóvenes y adolescentes se vuelven cada vez más osados en su búsqueda de diversión, no sólo en los deportes peligrosos, sino también en la contemplación de escenas terroríficas, como las ocurridas en los Estados Unidos, donde algunos adolescentes han asesinado fríamente a sus compañeros y profesores en los colegios, imitando las escenas de las películas?
Otra consecuencia, especialmente sobre los más tímidos, es que se vuelven “inquietos o soñadores, incapaces de conversar acerca de temas que no sean de lo más vulgares […] El alimento mental que les gusta es contaminador en sus efectos y conduce a pensamientos impuros y sensuales” (Ibíd., pp. 277, 278). La inmoralidad, los embarazos de adolescentes, la vida sexual activa a los diez, once o doce años, se han vuelto comunes en nuestros días.
Lo realmente alarmante es que, desgraciadamente, “muchos no han recobrado nunca su primitivo vigor mental” (Ibíd., p. 278).
Por eso, Jesús advirtió: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” (Mat. 6:22, 23).
Una experiencia diferente
Necesitamos preocuparnos por lo que introducimos en nuestros hogares; la ropa, el gusto musical, la alimentación, los hábitos relacionados con la recreación, las normas morales, entre otras cosas, estarán determinados por lo que acostumbramos a hacer y decir en el hogar. En los días que corren, necesitamos construir un fuerte muro protector alrededor de nuestras familias.
Jesús afirmó que deberíamos vigilar y orar para no ser sorprendidos. Predijo, además que nuestros días serían como los de Noé. Ese patriarca también vivió en un mundo en el que los hombres eran sumamente violentos; vivían sólo para el placer y se complacían con escenas impías, a tal punto que sus pensamientos eran “de continuo solamente el mal” (Gén. 6:5). Al contrario de lo que sucedió con la familia de Lot, Noé y la suya no se dejaron dominar por la influencia del ambiente.
¿Cómo consiguió Noé que sus hijos no se contaminaran con los pecados de sus días? En su hogar, él repetía todos los días la orden divina para la construcción del arca y les dio a conocer cuál era el destino inminente del mundo, a saber, la destrucción. Los hijos de Noé aprendieron a creer en la orden divina, trabajaban incansablemente y no les sobraba tiempo para cultivar malas compañías. Por medio de una vida de fe, disciplina y trabajo, Noé consiguió salvarse junto con su esposa, sus hijos y sus nueras.
Si incluimos a nuestros hijos en la misión, si les repetimos cada día las órdenes del Señor y las vivimos en casa, podemos esperar el mismo resultado. Como padres y madres, estamos decidiendo hoy el destino final de nuestros hijos. Acordémonos de los hijos de Lot, y pidámosle a Dios que nos ayude a no repetir los mismos errores de esa familia. Escojamos la vida sencilla de Abraham, que le proporcionó a su hijo Isaac una fe capaz de aceptar ser ofrecido en holocausto al Dios a quien él había aprendido, como padre, a amar y obedecer.
Sobre la autora: Directora de los Ministerios de la Mujer en la Misión Occidental de Rio Grande del Sur, Rep. del Brasil