Los hábitos pueden ayudar extraordinariamente, o afectar el éxito y la utilidad de un ministro. Los buenos hábitos simplifican el trabajo, circunscriben las actividades y disminuyen el cansancio. Los malos hábitos forjan una imagen negativa, ofenden a los demás y perjudican el buen nombre y la calidad del quehacer ministerial.
Los hábitos se adquieren mediante un proceso similar al del aprendizaje. La repetición marca un surco a lo largo del sistema nervioso hasta que la acción se repite automáticamente al presentarse la señal desencadenante. Mientras más se repite una acción, más fuerte se toma el hábito. Decía el Dr. Johnson: “Las diminutas cadenas de los hábitos son generalmente demasiado pequeñas para sentirlas, hasta que llegan a ser demasiado fuertes para romperlas”.
¿Cuáles son las fuentes de los hábitos de los ministros? Son cuatro:
- El hogar. La formación obtenida en él aportará hábitos buenos o perjudiciales según la calidad de la enseñanza y el ejemplo recibido.
- La iglesia, cuyas costumbres y procedimientos se sumarán a su acervo de hábitos.
- El colegio, que debiera ser la mejor fuente de buenos hábitos para el futuro ministro, puesto que es el lugar designado para su correcta formación profesional. Pero no siempre es así, si la calidad del profesorado, la enseñanza y las exigencias no son las convenientes.
- Los primeros años en la obra. Estos son determinantes en la formación de buenos hábitos o en la adquisición de hábitos incorrectos y perjudiciales. Mucho dependerá del trabajo tesonero de los administradores y directores de departamentos que se preocupen en formar correctamente al nuevo ministro. Por eso se recomienda que los aspirantes pasen un tiempo prudencial bajo la supervisión de un pastor de experiencia que pueda ayudarles a formar hábitos correctos. El presidente de la asociación o misión tiene el deber de vigilar la formación de hábitos correctos en los obreros nuevos.
Hábitos perjudiciales
Un pastor cuyo rendimiento es deficiente y sus relaciones con su iglesia, sus administradores y compañeros son pobres, lo más probable es que haya desarrollado hábitos perniciosos que hayan alterado su personalidad, proyectando una imagen adversa y desagradable. Hagamos un recuento de los hábitos perjudiciales más comunes que se pueden manifestar en los ministros.
- La desorganización. Es la carencia de planes y propósitos correctos. Se corre de aquí para allá tratando de hacer mucho pero logrando poco. La consecuencia es el cansancio y la frustración que conducen al fracaso. “Vivimos en una época cuando el orden, el método y la unidad de acción son esenciales” (Testimonios para los Ministros, pág. 228).
- El dejar las cosas para último momento. Es la secuela del mal hábito anterior. El programa del culto sabático se deja para el último minuto; el bautisterio se comienza a llenar cuando faltan pocos minutos para la ceremonia; el templo todavía se está construyendo en la víspera de su inauguración. El pastor está frenético, el nerviosismo cunde en todos, y las cosas resultan mal y a destiempo.
- La falta de puntualidad. Los dos malos hábitos anteriores producen el molesto e imperdonable hábito de la impuntualidad que provoca demoras, malos ratos, enojos, y que es un insulto para quien pierde su tiempo esperando. La falta de puntualidad empeora por el descuido, la pérdida de apuntes o el concertar varios compromisos para la misma hora. Este mal hábito no debe hallarse en un embajador de Cristo. Todos tienen derecho a esperar que un pastor cumpla sus compromisos a tiempo.
- El descuido. Este hábito, causado por la falta de previsión y la tendencia al menor esfuerzo, se echa de ver en el desorden del hogar, el automóvil en malas condiciones, y el templo desarreglado, sucio y en precaria situación. A menudo la persona del ministro que adolece de este hábito denota abandono en el vestir y la higiene personal. “Es deber de todo cristiano adquirir hábitos de orden, minuciosidad y prontitud. No hay excusa para hacer lenta y chapuceramente el trabajo, de cualquier clase que sea” (Servicio Cristiano, pág. 294).
- Preparar el sermón el viernes de noche. Este arraigado mal hábito atenta contra la salud espiritual de la iglesia que sólo recibe un mensaje raquítico, trasnochado y sin poder; el resultado es que “algunos de los que se presentan en el púlpito avergüenzan a los mensajeros celestiales que se hallan en el auditorio. El precioso Evangelio, que ha costado tanto traer al mundo, es profanado” (Testimonios para los Ministros, pág. 339).
- La irresponsabilidad. Este defecto de carácter puede anular la utilidad de un obrero. El irresponsable deja de cumplir tareas indispensables, o las cumple a medias. No se puede confiar en él. Está incapacitado para desempeñar tareas importantes.
- La pereza. La obra del ministerio requiere trabajo arduo; por eso dice Elena G. de White: “Dios no tiene lugar para los perezosos en su causa” (Obreros Evangélicos, pág. 294). Agrega que muchos no alcanzan a descollar por “la indolencia de los hábitos que contrajeron en su juventud” (Id., pág. 295). “Muchos han fracasado… No sintieron la carga de la obra, tomaron las cosas tan cómodamente como si hubiesen tenido un milenario temporal en que trabajar por la salvación de las almas… La causa de Dios no necesita tanto predicadores como obreros fervientes y perseverantes que trabajen para el Maestro” (Id., pág. 296).
- La liviandad. La liviandad en las palabras y el trato con el sexo opuesto es un hábito peligroso. Muchas de las más irremediables derrotas que han traído oprobio a la causa del Maestro tuvieron su raíz en la liviandad que degeneró en actos deshonestos e impuros.
- Las quejas y la crítica. Algunos obreros viven amargados y envenenan el ambiente que los rodea por el hábito de quejarse. Otros desarrollan la tendencia a criticar toda decisión de los demás o método que emplean. Dice al respecto el espíritu de profecía: “Cualquier cosa que estimule la crítica maligna o la disposición a notar y exponer todo defecto o error, es mala. Fomenta la desconfianza y la sospecha, las cuales son contrarias al carácter de Cristo, y perjudiciales para la mente que las alberga” (Obreros Evangélicos, pág. 349).
- La indolencia. Es el hábito de conformarse con poco en lo que se refiere al conocimiento y las realizaciones. “Una razón de ello es la baja estima en que se tienen” (Servicio Cristiano, pág. 295). “Podrían haber hecho inteligentemente diez veces más obras si se hubieran interesado en llegar a ser gigantes intelectuales. Toda su experiencia en su elevada vocación se empequeñece porque se contentan con permanecer donde están” (Testimonios para los Ministros, pág. 194). “Muchos de los que están calificados para hacer una obra excelente hacen poco porque intentan poco… Pasan por la vida como si no tuviesen ningún objeto por el cual vivir, ninguna norma elevada que alcanzar” (Servicio Cristiano, pág. 295). “Pero han tenido poca ambición, y no han puesto a prueba sus facultades” (Testimonios para los Ministros, pág. 194). Esta fatal carencia del propósito de hacer una gran obra ha malogrado valores que hubieran podido realizar, en las manos del Señor, una obra gigantesca para la terminación de la tarea.
Cómo vencer los malos hábitos
Estimado pastor: Pregúntese con toda honestidad, ¿se ha enquistado en su personalidad alguno de estos hábitos perniciosos? Si así fuera, no cabe duda que están perjudicando su ministerio. ¿Cuál es la única actitud valiente y correcta? Luchar contra ellos hasta erradicarlos.
¿Cómo vencer los malos hábitos? Veamos algunas reglas sencillas pero eficaces:
- Reconocer que somos presas del mal hábito. No tratar de justificarlo, explicarlo o restarle importancia.
- Convencimiento pleno del perjuicio que nos causa.
- Sincero deseo de deshacemos definitivamente del mal hábito, que incluirá el proceso de deshabituación, romper con la cadena de actos o actitudes que implican el hábito, y el reemplazo de los hábitos perniciosos por los que son correctos y beneficiosos.
Por cierto que nuestra motivación debe ser el deseo de brindar a Dios un servicio aceptable. “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse” (2 Tim. 2:15). Jamás debemos compararnos con otros seres humanos; nuestra referencia debe ser el Señor Jesucristo, el “Príncipe de los pastores” cuyos pasos debemos seguir.
¿La lucha es difícil? Es comprensible que lo sea. La vida cristiana, y más aún, el ejercicio del ministerio, es una lucha permanente. San Pablo decía: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Rom. 7:19). ¿Es posible la victoria? Sin lugar a dudas. Pedro venció sus hábitos de petulancia, Tomás la duda, los hijos del trueno sus arranques de violencia, los discípulos su tendencia a la desunión y la cobardía. ¿Cómo lo lograron? Por medio de la oración, el examen propio, la confesión, la conversión y el poder del Espíritu Santo en sus vidas.
¿Seguiremos siendo esclavos de los malos hábitos? ¡Jamás! Debemos enfrentarlos y vencerlos teniendo en cuenta que “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13). “El seguidor de Jesús mejorará constantemente sus modales, hábitos, espíritu y trabajo. Esto lo logra al fijar los ojos, no sólo en los progresos externos y superficiales, sino en Jesús. Se verifica una transformación en la mente, el espíritu y el carácter” (Obreros Evangélicos, pág. 300).