Cualquiera, aunque tenga un conocimiento superficial de la historia de la Iglesia Adventista, puede descubrir la falta de originalidad que caracteriza los métodos que emplean los que se oponen al adventismo actualmente. La distribución masiva de panfletos, la propaganda negra, el terrorismo verbal, continúan siendo su mejor opción. Lamentablemente, esos ataques están dirigidos hacia una audiencia muy vulnerable, compuesta por gente cuya incredulidad apenas supera su incapacidad de discernir.
El intento no consiste en llevar el evangelio a los que están fuera del círculo de Cristo. El esfuerzo más importante no consiste en extender el reino de Dios, en cumplimiento de la gran comisión evangélica. Lo que consume las energías y se convierte en la obsesión de estos reformadores equivocados es “pescar dentro de la redoma”. Envenenar a otros hermanos más frágiles en la misma iglesia, con la divulgación de un “evangelio” al revés, constituido por las novedades más recientes relativas a escándalos —imaginarios, exagerados o reales— que implican a pastores, dirigentes e instituciones.
El objetivo de este friendly fire (disparos hechos por los compañeros) son los hermanos que más fácilmente pueden ser inducidos a escandalizarse y empezar a ver con sospecha tanto a la iglesia como a sus dirigentes. La expresión friendly fire es un nombre irónico que se da a las bajas causadas en un combate entre gente que lucha del mismo lado. Por ignorancia, por fallas humanas o técnicas, por poca visibilidad, los disparos alcanzan a compañeros del mismo ejército. En la guerra del Golfo, según las informaciones de que disponemos, un cuarto de las bajas producidas en el ejército norteamericano las causaron soldados norteamericanos.
Si el método no es nuevo, tampoco es nueva la actitud de estos atacantes. Los precedentes históricos tienen raíces de larga data. Esos tiempos inmemoriales incluyen a los belicosos amalecitas, esa tribu agresiva que, a pesar de estar emparentada con Israel, mientras éste caminaba rumbo a Canaán se puso a la retaguardia cuando Israel estaba “cansado y trabajado” (Deut. 25:17, 18), y sin piedad alguna causó bajas entre los más indefensos y débiles. En tiempos más recientes, hace aproximadamente cuarenta años, Francis D. Nichol, director de la Review and Herald, publicó una serie de artículos para presentar los diversos grupos independientes de la época, que buscaban seguidores entre los hermanos adventistas. Las acusaciones de los disidentes de aquel entonces, el método y la estrategia, no difieren en nada de lo que estamos viendo hoy: notas en los diarios, folletos, revistas, circulares, libros y cintas magnetofónicas producidos por estos amalecitas modernos. Los nombres cambiaron, pero el resto es muy similar.
Lo que hace que los disidentes modernos sean más “eficientes” y multiplica su influencia son los modernos recursos tecnológicos que están a su disposición. Cualquier persona en la actualidad, con una computadora y con algún conocimiento del manejo de Internet, puede encontrar fácilmente los sitios de divulgación de su ministerio de crítica y acusación.
William Johnsson, el actual director de la Adventist Review, observa que “si no hubiera Iglesia Adventista del Séptimo Día estos (acusadores) no podrían existir… Se valen de la obra edificada después de tantos años de trabajo y lágrimas. El término es duro, pero adecuado; por lo tanto, déjenme decirlo con amor: son parásitos de la iglesia; y sobreviven a costa de los que por una razón u otra se convencieron al leer sus publicaciones… siempre se presentan bajo una luz favorable, como leales, fundamentalistas, adventistas históricos. Algunos de ellos incluso usan el título de ‘pastor’, aunque no tengan ninguna credencial reconocida por la iglesia. Otros ocultan el hecho de que ni siquiera son miembros de la Iglesia Adventista”.[1] Es posible que no todos estos detalles se ajusten a todos los disidentes, pero todos ellos ofrecen un estilo de estrategia común.
Todo esto es muy trágico. Y también es deplorable, porque en una época cuando el cuerpo de Cristo debería estar unido, el gran enemigo, el inspirador y originador de toda disensión, consigue distraernos y hacemos perder tiempo y energías con asuntos que sólo nos llevan hacia sus atajos, bifurcaciones y callejones sin salida. Es lamentable que el manto de Cristo se rasgue de esta manera, como resultado muchas veces de teorías sin fundamento, y otras veces de resentimientos y amarguras personales, elevados al nivel de lo institucional.
Es trágico que el precario argumento humano se convierta en un arma común para dirigir el ataque contra el carácter del oponente, sin oír sus argumentos, razones o su defensa; o que, de otra forma, apele a las emociones, recurra a prejuicios y a los intereses particulares de los que los oyen. Y de esta manera lo que se busca es sólo “ganar el caso”, sin tomar en cuenta para nada los principios de la ética cristiana.
La mentalidad “anti líder”, tan común en nuestra cultura, amenaza invadir la iglesia. Esa actitud, que desafía y rechaza la autoridad, se complace en señalar las fallas de los líderes, con la mira de cansarlos y llevarlos al desánimo, con el negativismo y la “mentalidad del murciélago”, que contempla el mundo con la cabeza hacia abajo. La falla de estos analistas consiste en no darse cuenta de que la actitud de señalar problemas y criticar fallas está muy lejos de la sugerencia de soluciones inteligentes y creativas, y sobre todo que reflejen el espíritu de Cristo.
El individualismo es el fermento cultural de estos tiempos. El individualismo obsesivo genera el pluralismo, que a su vez conduce al relativismo. Combinadas, esas actitudes logran que la sociedad y la iglesia sean ingobernables, y convierten la tarea de los dirigentes en algo sencillamente imposible. Vivimos en los días de la cultura centralizada en el yo. Como dice William Johnsson: “Mis placeres, lo que me gusta, lo que no me gusta, mi gratificación personal, gobiernan el tiempo en que estamos viviendo. Olvídese del fututo… Olvídese de quién va a pagar después, olvídese de las reglas, olvídese de Dios. ‘No se atreva a cruzarse en mi camino’. Si me parece bien, esto es lo que quiero ahora, y esto es lo que voy a conseguir”.[2]
Esa mentalidad, por lo demás, se enfrenta directamente con lo hermoso y lo nuevo que Dios desea llevar a cabo por medio de la iglesia. Mientras el Señor procura preparar un cuerpo universal, con una misión universal, la idea de los separatistas consiste en fragmentar la iglesia, dividirla en átomos aislados sin ningún elemento unificador. “Cada cual por sí mismo”, para vivir y morir en sí mismo, para recibir y usar los recursos dentro de sus propios límites individuales, como células cancerosas que se independizan del organismo para terminar en el colapso y la muerte.
Los que se alimentan de los escándalos difundidos por los disidentes tienen que aprender dos lecciones fundamentales. Primera: sólo porque alguien se puso a contar historias de “corrupción” y de “inmoralidad” o cosas por el estilo, no significa que esas noticias son ciertas. Tenemos que recordar, además, que aun cuando esas informaciones sean verdaderas, no representan a la Iglesia Adventista ni su ministerio. También debemos tener en cuenta que el ánimo cristiano no se debe extinguir como consecuencia de los malos ejemplos de algunos, no importa quienes sean. Los cristianos no siguen a otros cristianos, sino a Cristo.
La segunda lección que se debe aprender es que los que reciben el bombardeo de la propaganda disidente deben estar conscientes de que los que se regocijan con las fallas de los demás se olvidan de alguna manera de la instrucción bíblica que dice: el amor “no se goza de la injusticia” (1 Cor. 13:6).
Es fácil levantar el dedo acusador, difundir las faltas ajenas, fabricándolas o exagerándolas maliciosamente, muchas veces con el pretexto de la “defensa de la verdad”. Es difícil construir y elevar a la gente. Pero eso es precisamente lo que Dios espera de los hijos del reino. Cuando la gracia de Cristo irrumpe en el corazón, transforma la modalidad de las relaciones sociales: nos hace más humanos, misericordiosos y pacificadores. Cristo no dejó abierto delante de sus discípulos el camino de la revancha y la represalia. Su ejemplo cerró para siempre esa avenida, indicándonos que los cristianos logramos reformas profundas cuando obramos como si fuéramos “la sal y la luz”. Su justicia no aparece bajo la forma de la minuciosidad de los escribas y fariseos.
Los males de la iglesia y de la vida de sus ministros ya son en sí mismos escabrosos, y no necesitan de mayor divulgación. En efecto, su exposición podría parecer a veces políticamente correcta, pero es muy difícil que sea de naturaleza cristiana. Con una percepción extraordinaria, Elena de White nos aconseja diciéndonos: “Es preferible que (los males de la iglesia) sean deplorados y no acusados”.[3] En otra ocasión afirmó: “Apartad vuestra vista de lo oscuro y desalentador, y contemplad a Jesús, nuestro gran Dirigente”.[4]
Los que se escandalizan con las fallas de los dirigentes, sugieren que nunca leyeron la Biblia. El testimonio de las Escrituras no deja ninguna duda acerca del pueblo de Dios y sus dirigentes, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, en el sentido de que muchos dejaron de alcanzar el ideal divino para ellos. El refrán acerca de los reyes de Israel, representantes directos de Dios, en el sentido de que “hicieron lo malo a los ojos del Señor”, se repite una y otra vez en la narración bíblica. Los escritos de Elena de White tienen mucho que decir acerca de los problemas que surgieron en los comienzos de la obra en Battle Creek (ver el libro Testimonios para los ministros).
Los que tengan alguna duda acerca de la existencia de pecados en el seno del pueblo de Dios, deben leer con cuidado la primera carta de Pablo a los corintios. Lean también el registro acerca de los héroes de la fe que aparece en Hebreos 11, y sin duda llegarán a la conclusión de que el único héroe de la iglesia es Jesucristo, que atrae, acepta y transforma la vida de los defectuosos, sin desanimarse ni publicar la lista de sus pecados.
Robert Spangler, uno de los más dignos y respetados representantes del ministerio adventista, fue por muchos años director de la revista Ministry (Ministerio, en inglés). Falleció hace poco en un trágico accidente automovilístico en una de las carreteras de la zona de Los Ángeles, California. En un libro publicado después de su muerte describe con una extraordinaria sinceridad sus propios sentimientos en los comienzos de su ministerio. Sus palabras, que constituyen el testimonio de un pastor ante sus colegas, están saturadas de una indecible tristeza. Dice así:
“Cuando transitamos por el valle de la amargura, no nos damos cuenta de la dulzura de lo que Cristo está realizando por medio de su iglesia. La mente ve lo que se le enseñó a ver. La malicia, el escepticismo y el cinismo son muy difíciles de vencer. Con tristeza confieso que en los comienzos de mi ministerio me alimenté de las faltas de los dirigentes de la iglesia. Me acuerdo de una carta hostil que le escribí a mi viejo amigo, el pastor F. D. Nichol. Su dulce respuesta me desarmó por completo. Lo que yo trataba de demostrar no era totalmente erróneo, pero mi espíritu y mi actitud sí lo eran.
“A medida que pasaron los años, me encontré alimentándome más y más de los problemas de la iglesia. No los criticaba públicamente, pero descubría en mi corazón una separación de mis hermanos que me dejaba vacío. Mi relación con Jesucristo se volvió sumamente frágil. Mis devociones personales a menudo se interrumpían por la irritación que me producía algo que yo sabía que estaba sucediendo en la iglesia. Llegó el día cuando decidí que mi corazón estaba en peligro. Estaba construyendo barreras entre mi propio corazón, los otros obreros y mi Dios. Gradualmente, gracias a la ayuda del Señor, aprendí a buscar lo bueno y lo mejor. Todavía tengo un largo camino que recorrer, pero le agradezco a Dios por la dirección en la cual me ha estado guiando”.[5]
No se discute que la iglesia tiene problemas, ni que los dirigentes cometen errores que se necesita reconocer y resolver. Cuando se la consultó acerca del uso incorrecto de los diezmos y las ofrendas por parte de algunos dirigentes de la iglesia, Elena de White sugirió tres principios básicos para tratar esa y otras distorsiones: “Presentad vuestras quejas claramente con franqueza y con el espíritu debido y a las personas responsables… pero no retengáis lo que corresponde a la obra de Dios, y no seáis infieles porque otras personas no están obrando correctamente”.[6]
Por lo tanto, si por un lado los cristianos no recurren a la conveniencia del silencio, por el otro cabe recordar que el ámbito para discutir los problemas de la iglesia no son las cartas circulares, ni los diarios ni los anónimos. La solución de estos problemas no está en la difusión de los errores, la crítica y la incredulidad. Tal actitud perjudica la experiencia espiritual de los que dedican sus talentos y energías a este propósito.
También tenemos que recordar a las otras víctimas. Se hacen profundas impresiones en las mentes de los que oyen y leen esos informes. Se levantan preguntas y se fortalece la duda. Y al final, ¿quién será responsable por los que se desanimaron y quedaron a la vera del camino? ¿De los que fueron desviados por los que no fueron responsables en el uso de su influencia? ¿Quién podrá contrarrestar el veneno que se les administró?
Elena de White no se hizo ilusiones en cuanto a la humanidad y la naturaleza caída de los que forman parte de la iglesia. En su etapa militante, el cuerpo de Cristo con frecuencia se contamina con el polvo del camino. Pero al mismo tiempo el optimismo de la voz profética es innegable: “Aunque existan males en la iglesia, y los habrá hasta el fin del mundo, la iglesia ha de ser en estos postreros días luz para un mundo que está contaminado y corrompido por el pecado. La iglesia, debilitada y deficiente, que necesita ser reprendida, amonestada y aconsejada, es el único objeto de esta Tierra al cual Cristo concede su consideración suprema”.[7]
Sin provisión profética
Todavía tenemos que tratar un último asunto en nuestra discusión. Para cerrar el círculo de este artículo retomamos la pregunta inicial referida al remanente. Los que están mejor orientados desde el punto de vista teológico podrían argumentar que precisamente el fracaso de los que fueron llamados al principio provocó la necesidad del remanente. A Israel se le hicieron promesas, con condiciones, de que seguiría siendo el pueblo escogido. Cuando fracasó, el Señor levantó la iglesia cristiana. Cuando ésta se corrompió en doctrinas y prácticas, el Señor suscitó a los reformadores para que se separaran y constituyesen el movimiento protestante. A su vez, los protestantes dejaron de avanzar en la luz que se les había concedido, y el Señor hizo surgir el movimiento adventista con una misión especial para el fin de la historia. El modelo es consistente: ahora los fieles salen del remanente apóstata para constituir un nuevo remanente. ¿Quiere decir, entonces, que el ciclo de llamado, apostasía y nuevo llamado continuará abierto para siempre?
Precisamente en este tiempo las circunstancias imponen una nueva dinámica. Es obvio que ese círculo se tiene que romper en algún momento; si así no fuera, por causa de la naturaleza humana continuaría indefinidamente, sin solución final. Notemos que el fracaso de Israel y el de la misma iglesia no tomó por sorpresa al Señor. La previsión divina ya había hecho planes para contrarrestar la tragedia de la apostasía, tanto la de Israel como la de la iglesia, como también la de la reforma protestante. Pero no existe ninguna provisión profética para un nuevo remanente que reemplace al movimiento adventista. Eso es evidente en el Apocalipsis (capítulos 3 y 12). Siete iglesias, y no más, simbolizan la trayectoria de la iglesia a través de la Era Cristiana. Laodicea, la iglesia tibia, el pueblo del juicio, con todos sus defectos y flaquezas, cierra el círculo. Cualquier otra conclusión significa estar a destiempo con el compás marcado por el tambor de la revelación.
Entonces, ¿cómo tratará Dios los problemas de la iglesia si no hay provisión profética para un remanente del remanente? Para confusión de los disidentes, Dios introduce aquí una nueva estrategia. El Señor delineó con claridad la forma como administrará la crisis final de la iglesia; pero en su agenda, debemos entender, no incluye la probabilidad de un nuevo movimiento que se separaría de ella. En el pasado, como ya lo vimos, el llamado era para que los fieles se separaran del cuerpo que había apostatado. Pero ese proceso, repetimos, no puede seguir indefinidamente. En las escenas finales de la historia, al revés de las reformas tradicionales, son los infieles, no los fieles, los que abandonan la iglesia. El zarandeo ocupará el lugar del clásico llamado a salir. Es necesario diferenciar y entender bien esos dos métodos de separación.
“Habrá un zarandeo del cedazo. A su tiempo la paja debe ser separada del trigo. Debido a que la iniquidad abunda, el amor de muchos se ha enfriado. Es precisamente el tiempo cuando lo genuino será lo más fuerte”.[8]
¿Cuál es el resultado final de ese zarandeo? La paja —que representa a los infieles y faltos de sinceridad que se encuentran en este momento en la iglesia— será separada del trigo, símbolo de los cristianos genuinos. El grupo clasificado como “tibio” (Apoc. 3:15,16), para desazón de la iglesia representada hoy por Laodicea, desaparecerá para siempre, aunque pretenda ser “caliente”, o insista en que forma parte del grupo de los “fríos”. La polarización es inevitable, y no podrá ser de otro modo.
Como un acto de sabotaje, el enemigo introduce cizaña en la iglesia (Mat. 13:24-30, 26-43). “Mientras el Señor trae a la iglesia a aquellos que están verdaderamente convertidos, Satanás, al mismo tiempo, trae a ella a personas que no están convertidas”.[9] Aun tomando en cuenta lo que Elena de White indica, ese estado de cosas sufrirá una alteración radical: “El zarandeo se debe producir pronto, para purificar la iglesia”.[10]
¿Quiénes son los que dejarán la iglesia como consecuencia del zarandeo, identificados en general por la figura de la “cizañadla “paja” y los “tibios”? Elena de White, en sus diversos escritos, sugiere una amplia identificación: “Los que se engañan a sí mismos”, “los descuidados e indiferentes”, “los ambiciosos y egoístas”, “los que no se quieren sacrificar” “los contaminados por la mundanalidad”, “los que transigen y comprometen la verdad”, “los desobedientes”, “los envidiosos y criticones”, “los que acusan y condenan”, “los conservadores y superficiales”, “los que no controlan su apetito”, “los que promueven la división”, “los que estudian la Biblia superficialmente”, “los que han perdido la fe en el don de profecía”.[11]
Aquí son evidentes dos hechos: primero, la amplitud de la lista; y segundo, todas esas características están presentes hoy en la iglesia.
Elena de White establece además una clara convergencia entre esos dos aspectos, observando que “al aproximarse la tempestad, una clase numerosa que ha profesado fe en el mensaje del tercer ángel, pero que no ha sido santificada por la obediencia de la verdad, abandonará su posición, pasándose a las filas del enemigo”.[12]
Nuevamente se pone énfasis en el hecho de que los infieles son los que abandonarán la iglesia: “Pronto los hijos de Dios serán probados por intensas pruebas, y muchos de aquellos que ahora parecen sinceros y fieles resultarán ser vil metal. En vez de ser fortalecidos y confirmados por la oposición, las amenazas y los ultrajes, se pondrán cobardemente del lado de los opositores… El permanecer de pie en defensa de la verdad y la justicia cuando la mayoría nos abandone, el pelear las batallas del Señor cuando los campeones sean pocos, ésa será nuestra prueba. En este tiempo, debemos obtener calor de la frialdad de los demás, valor de su cobardía y lealtad de su traición”.[13]
La purificación de la iglesia ocurrirá en el momento indicado, pero no por medio de las reformas ni las propuestas creadas y promulgadas por los disidentes. La iglesia será purificada al final, pero el movimiento será a la inversa de lo que sucedió a lo largo de los siglos. Saldrán los que no son sinceros, mientras los fieles permanecerán en la comunión de la iglesia. Y exactamente por eso no hay provisión divina para un nuevo remanente. Los que buscan hoy la pureza de la iglesia por medio de la crítica y la acusación, y finalmente se apartan del remanente de Cristo, cometen un error colosal.
Mientras esperamos la resolución final de la historia y la purificación de la iglesia, debemos recordar que “Dios no le dio a ninguno de sus siervos la obra de castigar a los que no prestan oídos a sus advertencias y reprensiones. Cuando el Espíritu Santo mora en el corazón, inducirá al instrumento humano a ver sus propios defectos de carácter, a tener consideración por las flaquezas de los demás y a perdonar como él mismo desea ser perdonado. Será misericordioso, cortés y semejante a Cristo”.[14]
La victoria está asegurada
El carácter no se desarrolla durante las crisis: ellas lo ponen de manifiesto. Los frutos siguen siendo la gran prueba de la naturaleza del árbol y, ciertamente, si el Señor no puede cambiar nuestro carácter, difícilmente podrá cambiar nuestro destino final. Cada día nuestra sumisión o rebelión a la voz del Espíritu está definiendo las formas de nuestra construcción eterna. Nadie necesita ser engañado por las apariencias. “Cuando algunos hombres se levantan con la pretensión de que tienen un mensaje de Dios, pero en lugar de luchar contra los principados y potestades, y los príncipes de las tinieblas de este mundo, forman un falso escuadrón, volviendo las armas de guerra contra la iglesia militante, tenedles miedo. No disponen de las credenciales divinas. Dios no les dio tal responsabilidad en la obra”.[15]
¿Fallará la iglesia? Independientemente de cómo los críticos y los analistas del negativismo perciban la condición del remanente de Dios, el Señor tiene todo bajo control. Si dejamos de creer en esto avanzaremos hacia el desánimo y la impresión de que necesitamos “hacer justicia” con nuestras propias manos. Pero tenemos que resistir esas tentaciones: “Puede parecer que la iglesia está a punto de caer, pero no caerá. Permanecerá, mientras los pecadores de Sión serán zarandeados: la paja se separará del precioso grano. Éste es un proceso terrible, pero debe llevarse a cabo”.[16]
El remanente de Dios no fracasará, aunque las apariencias indiquen lo contrario. Podemos afirmar esto porque está anclado en cuatro fundamentos básicos: Primero, Cristo es la cabeza de la iglesia. Eso, por cierto, no nos pone más allá del fracaso individual. Segundo, no hay provisión profética para un remanente del remanente. Esa certeza, sin embargo, no debería llevarnos al orgullo denominacional o a una falsa seguridad en la práctica del pecado; por el contrario, debería conducimos a una creciente sumisión el Señor de la iglesia. Tercero, las victorias de la iglesia, a través de las crisis de su historia, crisis y presiones que en su violencia y poder de ataque parecen insuperables, nos dan la seguridad de que las crisis del futuro serán administradas por la eficiencia del que no puede errar.
Finalmente, el cuadro profético del Apocalipsis respecto de la iglesia de los últimos días está esbozado con expresiones de victoria (Apoc. 14:1-6; 7:9, 10,13-17). No hay nada de incierto ni dudoso en cuanto al triunfo final de la iglesia al enfrentar el mar tormentoso de los últimos tiempos.
Según la tradición relacionada con el Titanic —el navío considerado insumergible por su capitán E. J. Smith, pero que finalmente descendió en un viaje sin retomo en las gélidas aguas del Atlántico norte en la madrugada del 15 de abril de 1912—, el domingo siguiente a la tragedia, en la ciudad de Southampton, desde donde había partido el barco unos días antes, y donde vivían muchas de las víctimas de ese naufragio, un predicador norteamericano, invitado a desarrollar una campaña de evangelización, predicó un poderoso sermón con el título de “El navío que no se puede hundir”.
El sermón, evidentemente, no se refería al Titanic, sino a otra embarcación de 1.900 años antes, también seriamente amenazada por las aguas al cruzar el Mar de Galilea (Mat. 8:23-27). “El único navío que no se puede hundir —concluyó el predicador con un notable sentido de ubicación— es aquél en el que Cristo está presente”. Ésta es la única seguridad de la iglesia al enfrentar la amenaza del mar abierto, en los instantes finales de su viaje. Nuestra garantía no está en la habilidad o la perfección de los hombres, en la suficiencia o la fortaleza de la “embarcación”, sino en la presencia y la autoridad de Aquél a quien “los vientos y el mar le obedecen” (vers. 27).
Sobre el autor: Doctor en Teología, pastor de la Iglesia Adventista de lengua portuguesa de Toronto, Canadá.
Refereencias:
[1] William G. Johnsson, The Fragmentation of Adventism [La fragmentación del adventismo] (Boise, Idaho, Pacific Press Publishing Association, 1995), p. 61.
[2] Ibíd., p. 21.
[3] Elena de White, Confcrence Bulletin, 19-5- 1913, p. 34.
[4] Testimonios para los ministros, p. 513.
[5] Robert J. Spangler, And Remember: Jesús is Coming Soon [Y recuerda: Jesús viene pronto] (Asociación Ministerial de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, 1997), p. 89.
[6] Elena de White, Testimonios para la iglesia (APIA), t. 9, p. 200.
[7] Testimonios para los ministros, p. 49.
[8] Evento de los últimos días, p. 177.
[9] Testimonio para los ministros, p. 46.
[10] Carta 46, 1887, p. 6
[11] Ver Testimonies, t. 4, pp. 31, 89, 90, 232; t. 5, pp. 81, 211, 212, 463; t. 1, pp. 182, 187, 251, 286; Primeros escritos, pp. 50-69; The Upward Look (Miremos hacia arriba), p. 122; Review and Herald, 08/06/1901; Testimonios para los ministros, p. 112; Mensajes selectos, t. 3, p. 84, Joyas de los testimonios, t. 1, pp. 474-482.
[12] El conflicto de los siglos, p. 608.
[13] Joya de los testimonios, t. 2, p. 31.
[14] Testimonies, t. 5, p. 136.
[15] Testimonios para los ministros pp. 22,23.
[16] Mensajes selectos, t. 2, p. 180.