La mayor parte de los problemas referentes al período posterior a la cautividad son de escasa importancia, lo mismo que los descubrimientos arqueológicos que informan acerca del regreso de Judá del destierro y la restauración. No obstante, los siguientes descubrimientos sirvieron para refutar algunos argumentos de los críticos contra la autenticidad de las Escrituras y para apoyar pasajes bíblicos que parecen anacrónicos o falsos.

Siempre hubo dificultades para probar que en el reinado de Ciro se usaba la dracma como unidad monetaria, tal como se registra en Esdras 2:69. Los historiadores nos decían que esa “dracma” no podía referirse más que al “dareikos,” moneda de oro adoptada por Darío I. Si tal explicación era correcta debíamos suponer que el autor del libro de Esdras se hallaba mal informado con respecto a la época de Ciro, ya que atribuía a los judíos el empleo de un sistema monetario que aún no regía. Tal problema, pequeño en apariencia, era serio para quienes creían que el libro de Esdras registra hechos reales y no historias falsas. La dificultad quedó resuelta en años recientes: en 1931, al practicar excavaciones en la antigua ciudad de Betzur, Palestina, W. F. Albright y O. R. Sellers establecieron que esas monedas griegas de plata llamadas dracmas áticas se habían usado en Palestina durante el primitivo período persa.[1]

De no haber mediado dicho descubrimiento nadie habría podido comprobar la veracidad de este pequeño detalle del relato bíblico.

Pocos entendidos asignan historicidad al libro de Ester. Ni siquiera los fundamentalistas acceden a considerar realmente históricos los hechos que en él se registran. Pero aunque aún no ha sido posible comprobarlo documentalmente, las excavaciones practicadas en Susa—la Susán bíblica—han demostrado que el autor del libro de Ester debía estar muy familiarizado con el palacio real, tanto como con las costumbres y el protocolo de la corte, ya que el relato bíblico concuerda notablemente con los resultados de recientes investigaciones arqueológicas. Algunos eruditos, impresionados por este hecho, admitieron que sólo una persona muy familiarizada con el palacio real podría haber descrito tanta seguridad los detalles.[2]

El relato bíblico da a entender además que los judíos que vivieron durante la última parte del reinado de Jerjes I recibieron trato favorable de parte de los persas. Tal conclusión, extraída del libro de Ester, ha sido corroborada por un archivo comercial que hace muchos años halló en Nippur la expedición de la Universidad de Pensilvania. La gran empresa comercial “Murashu e Hijos,” de Nippur, realizaba negocios de banca y bienes raíces, cambio y tránsito de mercaderías. Su amplio archivo comercial consta de muchos millares de documentos, que abarcan la época de Artajerjes I y Darío II, y contiene numerosos nombres de judíos que mantenían relaciones con esta famosa casa de la Mesopotamia inferior, ya como prestamistas que manejaban sumas considerables, propietarios de extensas tierras, negociantes que recibían pingües dividendos, ya como cobradores de impuestos o gobernadores de distritos.[3]

Tales documentos muestran sin lugar a dudas que los judíos del tiempo de Artajerjes se habían enriquecido y gozaban de buen predicamento entre los persas, todo como resultado de algún suceso anterior que les había asegurado esa situación tan favorecida en la tierra de su primitivo exilio. Explican a su vez por qué Esdras halló tan poco entusiasmo por regresar a la patria en ruinas, entre los judíos que habitaban aún en Mesopotamia. De manera indirecta queda así demostrado que la historia de Ester es verídica.

Pero el hecho que mejor confirma la autenticidad histórica del libro de Ester es el reciente descubrimiento de una tablilla escrita con caracteres cuneiformes que se encuentra en el Museo de Berlín. Durante la última guerra y mientras estudiaba diversas tablillas, el profesor A. Ungnad notó que en cierto texto se mencionaba a un hombre llamado Marduca—transliteración babilónica de Mardoqueo—que era señalado como alto funcionario de gobierno, en Susán, durante el reinado de Jerjes. Su título de “sipir” indica que era un consejero de influencia. El profesor Albright, al notificarme en 1948 acerca del descubrimiento, me dijo que hasta entonces no había creído que el libro de Ester fuese histórico, pero que dicho hallazgo lo llevaba a pensar que el citado libro tenía una base ajena a toda ficción.[4]

Si el relato no fuera verídico, ¿cómo sería posible que encontremos un hombre de influencia con el mismo nombre que la Biblia da a Mardoqueo, que vive en la ciudad de Susán en el mismo tiempo que indica la Escritura?

No existe evidencia bíblica—ni de otra clase—de que otro judío, fuera del que se menciona en el libro de Ester, llevase en tiempos de Jerjes (486-465 a. de J. C.), el nombre de Mardoqueo. Cuando ese hombre llegó a ser “grande entre los judíos, y acepto a la multitud de sus hermanos” en el imperio persa (Ester 10:3), el nombre de Mardoqueo se hizo familiar en los círculos judíos, y muchos padres se lo pusieron a sus hijos. Los documentos de la casa comercial “Murashu e Hijos,” de la época de Artajerjes I (465-424 a. de J. C.), contienen 61 nombres de judíos, y es muy interesante notar que aunque sesenta de esos nombres se refieren cada uno de ellos a una persona distinta, seis judíos diferentes llevan el nombre de Mardoqueo.[5] Todos’ ellos parecen haber nacido poco después de los sucesos que registra el libro de Ester. Pasado un tiempo el nombre cayó de nuevo en desuso, ya que entre los 46 nombres de judíos que mencionan los documentos de la misma organización comercial en la época de Darío II (424-405 a. de J. C.), no aparece el nombre Mardoqueo.[6]

Muchas conclusiones más podrían extraerse de los citados documentos comerciales, pero las observaciones hechas son más que suficientes como evidencia directa o indirecta en favor de uno de los libros de la Biblia más ardientemente discutidos.

De los dos primeros capítulos de Nehemías deducimos que los judíos usaban calendario propio. Aunque aceptando los nombres babilónicos de los meses, se mantenían fieles a su año civil, que empezaba en otoño, y hacían caso omiso del año civil babilonio, que comenzaba en primavera. De acuerdo con Nehemías 1:1 y 2:1, según el cómputo judío el mes de Kislev precedía al de Nisán.

Antes de que los documentos con escritura cuneiforme nos revelasen el verdadero calendario de los reyes babilónicos y persas, los eruditos se basaban en el canon de Tolomeo para fijar fechas exactas correspondientes a tales reyes. Confrontando dicho canon con las palabras de Nehemías 1 y 2 se llegó a la conclusión de que los sucesos descritos en Esdras 7 y acaecidos en el año séptimo del reino de Artajerjes I, coinciden con el año 457 a. de J. C.[7]

Hace un siglo nadie hubiera dudado de tal fecha. Pero las cosas cambiaron desde que los registros antiguos revelaron el sistema persa de calcular los años de reinado de sus gobernantes. Al descubrirse que el primer año de Artajerjes empezó en la primavera del 465 a. de J. C. y finalizó en la primavera del 464, y que su séptimo año comenzó en la primavera de 458 y terminó en la primavera de 457 a. de J. C., los entendidos que en años recientes han escrito sobre el particular ubican los sucesos de Esdras 7 en el año 458.[8]

Nosotros somos los únicos que nos adherimos tenazmente al año 457 a. de J. C. como fecha del decreto de Artajerjes I, basando principalmente nuestra argumentación en las declaraciones de Nehemías (Neh. 1:1; 2:1) que muestran diferencia de cómputo de parte de los judíos con respecto al sistema persa.

Ardua tarea fue reconstruir el calendario judío que rigió en el siglo V. Afortunadamente, desde hace más de cuarenta años se cuenta con una buena cantidad de papiros escritos en arameo, que fueron descubiertos en la isla Elefantina, situada en el curso superior del Nilo, en Egipto.[9]

Dichos papiros, escritos en una colonia judía durante el siglo V, dan abundante información acerca de la vida religiosa y civil que llevaban los judíos, y prueban además que los documentos similares que encontramos en los libros de Esdras y Ester no son falsos, sino auténticos. Muchos papiros están fechados—algunos con doble data: la egipcia oficial y la aramea que usaban los judíos. Los especialistas estudiaron esas fechas con miras a sincronizarlas, pero no pudieron resolver todas las dificultades. Creían que los judíos habían usado el calendario babilónico, pero no lograron explicar por qué muchas fechas no coincidían con las babilónicas.[10]

Se debe al mérito incuestionable del Dr. Lynn H. Wood el hecho de que se haya procurado establecer la coincidencia de esos papiros doblemente fechados presumiendo que los judíos de Elefantina siguieron un sistema de calendario propio, lo mismo que Nehemías, aun cuando éste no armonizara con el calendario babilónico adoptado por los persas. Con este procedimiento se logra un sincronismo casi perfecto y se confirma la evidencia de que estamos acertados al afirmar que los judíos contaban el séptimo año del reinado de Artajerjes desde el otoño de 458 al otoño de 457 a. de J. C. y no de primavera a primavera.

El material de que se disponía hasta entonces no era suficientemente preciso, sin embargo, para probar que los judíos en realidad comenzaban a contar su año en otoño durante el siglo V, ya que todas las fechas de los papiros de Elefantina correspondían a una parte del año cuando eran aceptables ambas posibilidades: el cómputo de primavera a primavera, y de otoño a otoño. Hace poco se descubrieron otros catorce papiros de la misma colonia, que se hallan actualmente en el Museo de Brooklyn y que se darán a publicidad dentro de unos meses. Once de ellos llevan doble fecha, y uno suministra la ansiada prueba de que los judíos de Elefantina comenzaban su calendario civil en otoño y contaban los años del reinado del rey persa, de acuerdo con su calendario, de otoño a otoño.[11]

Debo expresar mi gratitud al profesor Emilio G. Kraeling y al Sr. Juan D. Cooney, del Museo de Brooklyn, por haberme permitido anunciar este descubrimiento antes de la publicación de los textos.

El citado descubrimiento virtualmente nos da la certeza de que tenemos razón al suponer que los acontecimientos de Esdras 8 ocurrieron en~ el año 457 a. de J. C. Si Nehemías contaba los años del reinado de un rey persa, de acuerdo con el calendario de otoño a otoño, y los judíos hacían lo mismo en Egipto, es razonable presumir que Esdras se allanaba al mismo sistema.

Otros descubrimientos recientes nos informan acerca de los tres grandes enemigos de Nehemías que procuraron entorpecer su obra: Samballat, de Samaría; Tobías, de Ammón, y Gesem el árabe. (Neh. 2:19.) Se hace mención de esos tres nombres en distintos documentos antiguos. En un papiro arameo de Elefantina aparece Samballat como gobernador de la provincia persa de Samaría, en tiempos de Darío II.[12]

Ello explica por qué Nehemías no podía eludir fácilmente la oposición de tan prominente y peligroso enemigo de los judíos. El relato bíblico no nos dice que fuese gobernador de la provincia vecina de Judá. Los lectores de las memorias de Nehemías que le eran contemporáneos conocían el hecho y no necesitaban explicaciones, pero nosotros lo ignorábamos. Desde que nos enteramos de que era una persona influyente comprendemos mejor que Nehemías tuviese que usar de diplomacia y decisión para continuar su obra y terminarla frente a tan temible antagonista.

Tobías el amonita era jefe de una familia famosa y residía en un palacio cuyas ruinas son visibles aún en Transjordania. El papiro de Zenón, hallado en la región de Fayum en Egipto, que data de la era tolemaica, menciona las importantes relaciones comerciales que mantenía la familia de Tobías con Egipto.[13]

De nuevo vemos que otro de los enemigos de Nehemías no era un simple ciudadano de un país vecino, sino un miembro de un círculo influyente que se oponía al resurgimiento de Judá como nación poderosa.

También se ha identificado recientemente a Gesem el árabe en una inscripción madianita de Arabia que data del siglo V.[14]

Tomados separadamente los descubrimientos citados que arrojan luz sobre la Biblia, pueden parecer de escaso valor, ya que aclaran tan sólo puntos aislados de la narración bíblica o autentican algunas fases no más de la Palabra inspirada. Todo aquel que se ocupa en estudios de arqueología bíblica se da cuenta de que se está todavía muy lejos de poder escribir un comentario arqueológico de cada versículo de la Biblia. Sin embargo, dada la abundancia de material descubierto en años recientes, no se podrá menos que admitir que se han hecho grandes progresos en la confirmación de las partes históricas del Antiguo Testamento. De esta evidencia innegable ha derivado un respeto mayor hacia el Antiguo Testamento que el que se le concedía hace algunas décadas. Los eruditos probaron que eran correctos muchos aspectos del relato bíblico que antes consideraban fantásticos, y a excepción de algunos empecinados, han variado su actitud frente al Antiguo Testamento y se manifiestan más conservadores. Ello no significa que hayan abandonado su postura de críticos y que hayan llegado a aceptar como verídicas las historias bíblicas, tomadas literalmente; pero sí que han llegado al punto de conceder base histórica a muchos relatos del Antiguo Testamento.

El estudiante de la Biblia que cree en la inspiración de la Palabra de Dios no puede sino alegrarse a causa de tales progresos. Al ver cómo los trabajos de arqueólogos bíblicos llevan a la comprobación de la veracidad del Antiguo Testamento, se fortalece enormemente su confianza en la Palabra de Dios, impulsándolo a proclamar la autenticidad de las partes de las Escrituras aún no confirmadas históricamente, seguro de que también son fidedignas.

El descubrimiento de manuscritos confirma el texto bíblico

En su gran discurso referente a los últimos acontecimientos que anunciarían su segunda venida el Salvador predijo: “El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.” (Mat. 24:35.) Esas palabras soportaron la prueba de los siglos. Los descubrimientos arqueológicos no sólo confieren validez histórica a los sucesos referidos en la Biblia, sino que aportan manuscritos antiguos correspondientes al Nuevo y Antiguo Testamentos, que prueban que el texto de la Biblia de que hoy disponemos no ha sido tergiversado ni modificado después que salió de manos de sus autores.

En la época del auge de la crítica bíblica, hace más de cincuenta años, los eruditos se dedicaban a enmendar el texto de la Palabra sagrada por considerarlo enteramente inadecuado. Con ayuda de la septuaginta y de otras versiones antiguas, y haciendo gala a un tiempo de gran ingenuidad y destreza, modificaron el texto de la Biblia de tal modo que en muchos casos el original era apenas reconocible.

Cada uno de los teólogos consideraba parte importantísima de su actividad el separar las fuentes y descubrir los distintos autores y redactores que se suponía había tenido cada uno de los libros del Antiguo Testamento. Es bien sabido que los críticos más eminentes no le atribuyen a Moisés el Pentateuco. En efecto, sostienen que casi todos los libros del Antiguo Testamento fueron escritos antes o después del destierro, o bien durante su transcurso. En la época del apogeo de la crítica bíblica se imprimieron Biblias en las que se indicaban los autores de cada libro con colores diferentes. De esta Biblia policroma, o “Biblia Arco Iris,” se publicaron algunas ediciones en el siglo pasado y a principios del presente.

Es bien conocido el caso del libro de Isaías, dividido en secciones por la tijera de los críticos por estimar que debía hacerse diferencia entre dos o tres distintas partes de la profecía. Al libro de Daniel se lo consideró escrito en tiempo de los Macabeos y al de Eclesiastés más tarde aún. Muy pocos libros del Antiguo Testamento escaparon a este proceso de disección erudita. Quien compare dos o tres trabajos críticos sobre un libro cualquiera del Antiguo Testamento comprenderá la arbitrariedad con que se procedía. Todo^ los autores de esos libros declaraban espurias ciertas partes del texto, y las enmendaban y “purificaban” según sus ideas, mas sin coincidir acerca de cuáles eran las partes espurias o las adiciones posteriores. Pasajes que un teólogo declaraba ser fruto de adiciones de algún redactor de época posterior, los aceptaba otro como parte del texto original, y siempre que dos eruditos enmendaban el mismo texto llegaban invariablemente a conclusiones diferentes. El resultado de todo ello es la confusión y el aturdimiento del lector, que se cree en el deber de aceptar el veredicto de los entendidos, en base a la preparación y autoridad escolástica de los mismos en el mundo del gran saber. En vez de poner en tela de juicio la legitimidad de esa posición erudita, ve tambalear su fe en el carácter incontestable del texto bíblico; y lo que pone en duda es que merezca depositarse toda confianza en cualquier parte del Antiguo Testamento.

Los especialistas del Nuevo Testamento no quisieron irle a la zaga a los del Antiguo, y aunque aparecieron posteriormente en la lista de los críticos bíblicos, trabajaron con idéntico celo y decisión. Dejando de lado todo punto de vista tradicional sobre el origen apostólico de los libros del Nuevo Testamento, se entregaron a la búsqueda de los verdaderos autores. Constituyen las cumbres de esta erudición crítica los libros de Ernesto Renán y Federico Strauss, quienes consideraron una novela la vida de Cristo. Algunos hasta dudaron de la realidad histórica del Hijo de Dios. Los únicos libros del Nuevo Testamento que no se vieron despojados de su autor tradicional en ese período fueron tres epístolas de Pablo. A todos los otros—los Evangelios, las Epístolas y el Apocalipsis—se los declaró escritos apócrifos que navegaban con bandera falsa.

Tales eran las condiciones prevalecientes en la mayor parte de las universidades protestantes de Europa en 1840. Por esa época llegó a profesor en la Universidad de Leipzig un joven erudito, de actitud conservadora: Constantino Tischendorf. Durante sus años de aprendizaje comprendió que la mayor necesidad en el campo de estudio del Nuevo Testamento era la de un texto que se basara en manuscritos más antiguos que el Textus Receptus, utilizado desde los tiempos de la Reforma, pero basado en manuscritos no muy fidedignos ni antiguos. Consideró que en adelante la tarea de su vida había de ser la búsqueda de los más antiguos manuscritos del Nuevo Testamento que existiesen, y su publicación para demostrar que el texto de la Biblia había sido transmitido sin mayores alteraciones desde la época de Cristo y los apóstoles.

Tischendorf cumplió su plan, e hizo más por el texto del Nuevo Testamento en toda su vida que cualquier otro hombre desde el tiempo de los apóstoles. Cuando empezó sus trabajos sólo se conocía un manuscrito del Nuevo Testamento del siglo V: el Códice Alejandrino. Todos los otros manuscritos eran posteriores. Había, pues, un claro de más de 300 años entre la muerte del último apóstol y este manuscrito primitivo del Nuevo Testamento.

Deseoso de reducir a cualquier costo este vacío, Tischendorf empezó a copiar el casi ilegible Códice Efrainítico de París. Hizo lo que nadie había hecho. Trabajó durante dos años en ese manuscrito, con diligencia y paciencia, sin reparar en que su vista se perjudicaba seriamente durante ese período; copió y dio a publicidad ese texto que tenía casi la misma edad que el Códice Alejandrino. Como por entonces el Vaticano no se mostrará dispuesto a abandonar su precioso manuscrito bíblico llamado Códice Vaticano, Tischendorf se encaminó al Cercano Oriente en busca de manuscritos antiguos. Viajó repetidas veces por el Oriente, buscando Biblias antiguas en viejos monasterios y bibliotecas eclesiásticas. Es bien conocida, y no necesita repetirse, la historia de cómo rescató el Códice Sinaítico de un canasto de papeles, librándolo de ser incinerado como libro viejo en el monasterio de Santa Catalina en el monte Sinaí. Realizó tres viajes a ese lugar entre los años 1844 y 1859 antes de poder ofrecer a Europa el famoso manuscrito.

Tischendorf publicó en su vida más de cien libros, muchos de ellos con porciones de texto, y tuvo la satisfacción de ver que sus trabajos y los de otros eruditos de fe semejante a la suya convencían a los teólogos críticos de su tiempo de que el texto del Nuevo Testamento merecía más confianza de la que ellos habían estado dispuestos a otorgarle. Cuando murió, ciego, en 1874, sólo se abrigaban dudas sobre la paternidad de tres libros del Nuevo Testamento. Todos los otros habían sido aceptados por los estudiosos de la Biblia en general, con excepción de unos pocos empecinados.[15]

Los trabajos de Tischendorf redujeron el claro que existía entre los apóstoles y los manuscritos más antiguos a poco más de doscientos años. Luego Egipto proporcionó centenares y millares de papiros griegos, entre los cuales había manuscritos bíblicos del siglo III. La riqueza en materia lingüística de este aporte nos ayudó a comprender mejor que nunca el Nuevo Testamento griego.[16]

Pero el descubrimiento de mayor importancia con referencia al Nuevo Testamento tuvo lugar en el año 1931, en Egipto. El mismo comprendía los llamados papiros de Chester Beatty, que contenían trozos de los cuatro Evangelios y de los Hechos, como también diez epístolas de Pablo, casi completas, y el Apocalipsis. Escritos a principios del siglo III de la era cristiana, conservaron para nosotros un texto del Nuevo Testamento cien años más cercano a los manuscritos originales que los que poseíamos.[17]

El intervalo entre los originales y estos manuscritos se acortaba a poco más de un siglo, llevándonos muy cerca de los libros tal como salieran de manos de los apóstoles y confirmando lo que siempre creyeron los teólogos conservadores: que no se habían hecho cambios de importancia en el texto bíblico y que las variantes que existen entre los distintos manuscritos de la Biblia sólo consisten en detalles de gramática, deletreo y pequeños errores debidos a los escribas, perfectamente explicables en aquellos largos siglos en que los libros tenían que ser copiados a mano.

Uno de los libros que los teólogos en general no aceptaban hasta entonces era el Evangelio de Juan. La mayor parte de los especialistas del Nuevo Testamento se inclinaba a adjudicar su paternidad a alguien que debió vivir a mediados del segundo siglo de nuestra era, pero no al apóstol Juan. La primera prueba que vino a conmover esta falsa teoría fue el hallazgo de un fragmento de cierto evangelio desconocido, escrito en la primera mitad del siglo II, que contenía citas del cuarto Evangelio. El descubrimiento comprobaba que en Egipto se conocía el Evangelio de Juan en la primera mitad del segundo siglo. Al dárselo a publicidad en 1935, los sabios no tuvieron más remedio que modificar su opinión acerca del cuarto Evangelio.[18]

Pocas semanas más tarde otro hallazgo sensacional añadió nueva evidencia de que dicho Evangelio había sido escrito en la época apostólica. En la biblioteca de Juan Rylands, en Mánchester, Inglaterra, se halló un trozo de papiro que contenía algunos versículos de Juan 18. El documento se hallaba en poder de este señor desde hacía algunos años, y su importancia residía en la fecha. Los papirólogos convinieron en que esa hoja del Evangelio de Juan había sido escrita en Egipto, donde se la halló a principios del siglo II. Era, pues, hasta entonces, el más antiguo manuscrito del Nuevo Testamento.[19]

Si el Evangelio de Juan había sido conocido y copiado en Egipto poco antes de comenzar el segundo siglo, debió haber estado en circulación por algún tiempo. También se necesitó tiempo para que llegase al país del Nilo desde el Asia Menor, donde fue escrito de acuerdo con la tradición. Por tanto, es razonable deducir que fue escrito en el curso del primer siglo de la era cristiana, es decir, en la época apostólica. Desde esa fecha los teólogos más famosos, tales como Deissmann, Dibelius, Kenyon y Goodspeed se declararon en favor del origen apostólico del cuarto Evangelio.

No deja de ser providencial que tal documento acerca de un libro del Nuevo Testamento tal como hoy lo tenemos, se refiriese a un libro en discusión y no a otro que fuese universalmente aceptado por el mundo de los eruditos. Si dicho fragmento hubiese contenido una parte de la epístola a los Romanos, sólo hubiera tenido valor sentimental, y probaría simplemente lo que todo el mundo creía, ya que ningún crítico ponía en duda la paternidad paulina de la epístola a los Romanos. Un solo descubrimiento hubiera igualado al hallazgo hecho en la biblioteca de Juan Rylands, del Evangelio de Juan, y habría sido el de un manuscrito antiguo que contuviese la segunda epístola de Pedro o porciones de ella, ya que aún hoy discuten los especialistas en estudios del Nuevo Testamento la paternidad apostólica de dicha carta.

Hace cinco años podía decirse que los descubrimientos de manuscritos del último siglo habían puesto en aprietos a la alta crítica en lo que toca al Nuevo Testamento, pero no habían aparecido aún manuscritos del Antiguo Testamento. Se sabía que los judíos habían tenido por siglos la costumbre de enterrar los rollos bíblicos muy usados o defectuosos; de ahí que no se abrigasen grandes esperanzas de hallar manuscritos del Antiguo Testamento más antiguos que los que ya se poseían.

Cinco años atrás, el manuscrito hebreo más antiguo que incluía alguna porción del Antiguo Testamento no databa de más de mil años antes, lo cual dejaba un claro de casi 1.500 años entre los originales y los manuscritos disponibles en esa época. Los especialistas en materia de Antiguo Testamento se resignaron por largo tiempo a no alcanzar jamás la fortuna de sus colegas versados en asuntos del Nuevo Testamento. Envidiaban que éstos poseyeran manuscritos tan próximos a los originales, pero eran conscientes de que no podían esperar descubrimientos parecidos que dieran autenticidad al texto del Antiguo Testamento, ya que los hallazgos que confirmaron la letra del Nuevo no decían una palabra sobre el Antiguo.

Los críticos alegaban que había variado mucho el texto del Antiguo Testamento durante los siglos transcurridos desde la época en que fueron escritos originalmente hasta la fecha de que databan los manuscritos más antiguos: un intervalo de 1.400 a 2.500 años, según de qué libros se tratase. Por tanto, enmendaban el texto de acuerdo con sus opiniones, mientras que los teólogos conservadores sostenían que Dios había preservado el texto sin alteraciones hasta el presente. Los primeros basaban sus argumentos en la razón; los otros, en la fe. Nadie tenía pruebas científicas para sus opiniones.

Un gran descubrimiento que tuvo lugar en 1947 cambió por completo la situación. Fue el que puso al alcance de los eruditos el manuscrito más importante de todos los tiempos; dicho descubrimiento lo debemos al profesor W. F. Albright, y se produjo de la manera siguiente:

Unos cuidadores de cabras que atendían sus rebaños en el desierto montañoso de Judea, cerca de la margen noroccidental del Mar Muerto, notaron una hendidura nueva en la ladera que les era tan familiar y pensaron con muy buen criterio que se trataba de la abertura de una caverna subterránea debida a los frecuentes movimientos sísmicos de la región. Tiraron una piedra dentro de la caverna, y como oyeron que provenía del interior un ruido como de vajilla rota, huyeron asustados. Más tarde, repuestos y con valor suficiente para volver, al examinar el contenido de la nueva cueva hallaron varios cántaros bien conservados y unos cuantos rollos de cuero envueltos en tela de hilo. Llevaron los rollos a Belén y se los mostraron al sacerdote mahometano quien, creyendo que se trataba de manuscritos sirios, aconsejó a quienes los hallaron que los vendiesen al monasterio sirio de Jerusalén. De este modo llegaron cuatro rollos a manos del metropolitano del monasterio de San Marcos. El profesor E. L. Sukenik, de la Universidad Hebrea, compró el resto—unos cuatro o cinco rollos.

Algunos eruditos que vieron los manuscritos en el monasterio sirio no creyeron en su autenticidad, y los dieron por fraguados, hasta que el Dr. Juan C. Trever, director interino de las Escuelas Americanas de Investigaciones Orientales, los examinó en Jerusalén en febrero de 1948. El Dr. Trever quedó impresionado de la evidente antigüedad de los manuscritos y los tuvo por auténticos, luego de compararlos con el papiro de Nash, documento hebreo del primero o segundo siglo que contiene el Decálogo. Fotografió de inmediato todos los manuscritos, que corrían peligro de quedar destruidos en la batalla por la posesión de Jerusalén que se libraba en esos momentos, y convenció a los sirios de que llevasen los documentos a un lugar seguro, fuera del país. Antes de dar noticia del hallazgo a la prensa, Trever envió las fotografías al profesor Albright, de Baltimore, eminente autoridad en textos semíticos antiguos.[20]

Yo era entonces alumno de Albright, y jamás olvidaré su entusiasmo cuando nos mostró en confianza las fotografías, en marzo de 1948. Su ojo avisor había descubierto de inmediato que los manuscritos eran legítimos—juicio que el tiempo ha confirmado; — aunque algunos obstinados se niegan a reconocerlo.[21]

Cuando los gobernantes del reino de Jordania, en cuyo territorio se halla la cueva, se enteraron del descubrimiento, se emprendió la determinación del lugar para hacer excavaciones. Tan pronto como se halló la caverna, G. Lankester Harding y el padre R. de Vaux, dos arqueólogos muy diestros, se pusieron a excavar con gran cuidado, y hallaron que los nativos ya habían practicado una excavación clandestina. Pero lograron recuperar centenares de trozos rotos de los cántaros que originalmente contuvieron los manuscritos, inclusive sus tapas y muchos pedazos de la tela que envolvía los documentos. También se recobraron centenares de fragmentos de manuscritos.[22]

El clima húmedo de Palestina es inadecuado para la conservación del material perecedero de los manuscritos, pero la cueva en que se hizo el descubrimiento se halla en el desierto sin lluvias de Judea, que es completamente seco. A este hecho se atribuye el buen estado de conservación en que se encuentran algunos rollos.

El profesor de Vaux logró restaurar muchos de los cuarenta grandes cántaros con fragmentos que se rescataron. Cada uno de ellos tenía capacidad para cuatro o cinco rollos. Dos cántaros que los descubridores sacaron enteros de la cueva, se hallan en poder del profesor Sukenik, y uno que fue reconstruido con numerosos fragmentos se encuentra en la universidad de Chicago. Los arqueólogos opinan que esas vasijas fueron hechas durante el período helenístico, que terminó en el año 61 a. de J. C., cuando Jerusalén cayó en poder de los romanos.[23]

El gran número de cántaros que se encontró en la cueva indica que originalmente se habían ocultado allí cerca de doscientos rollos. Habiéndose hallado solamente diez, y en diferentes estados de conservación, surge de inmediato la pregunta: “¿Qué fue de los otros, desde que fueron depositados en la cueva, quizás en el primer siglo de la era cristiana?’’ Las condiciones en que se halló la caverna nos dan la respuesta: una cazuela romana y una lámpara indican que el lugar fue visitado por intrusos durante el período romano y que se quitó de allí gran parte de esta antigua biblioteca. Además, los centenares de fragmentos de rollos que se extrajeron al excavar la cueva y que pertenecieron a muchos libros bíblicos y extrabíblicos, prueban que en ese lugar se había instalado una gran biblioteca.

Es probable que nunca lleguemos a saber quiénes depositaron su biblioteca en ese lugar oculto, al parecer durante un período de emergencia nacional durante las guerras macabeas o romanas. Pero poseemos otra pequeña evidencia acerca del intruso de la antigüedad que se llevó algunos manuscritos. Eusebio nos dice que Orígenes, uno de los padres de la iglesia, usó para su monumental obra, la Hexapla, un manuscrito antiguo de los Salmos que acababa de descubrirse en un cántaro cerca de Jericó.[24]

 Los primeros que excavaron la cueva pensaron, por tanto, que Orígenes o algún contemporáneo suyo había excavado el lugar y extraído en gran parte su contenido.

Es más probable, sin embargo, que la cueva haya sido despojada durante el siglo VIII, según opina el profesor Otto Eissfeldt, quien llama la atención de los eruditos a una carta del patriarca nestoriano Timoteo de Seleucia. Acerca del descubrimiento de manuscritos hebreos en una cueva cercana a Jericó, declara que los judíos se llevaron esos libros y los estudiaron y que él hubiera deseado saber si los rollos confirmaban mejor que el conocido texto hebreo las citas del Antiguo Testamento que aparecen en el Nuevo. Luego de confesar que este problema lo preocupaba profundamente, lamenta no contar con una persona apta para realizar en su lugar las indagaciones que le interesan. A este descubrimiento citado por Timoteo se debió sin duda la desaparición de la mayor parte de los rollos ocultos originariamente en la cueva.[25]

Pero aunque lamentamos el hecho de que se hayan perdido tantos manuscritos que estaban escondidos en la cueva, nos sentimos agradecidos de que se hayan conservado algunos. La fecha de tales documentos constituye uno de los puntos más importantes para los investigadores eruditos. Los más entendidos en textos semíticos antiguos: Albright, Birnbaum, Sukenik y otros, fecharon los rollos entre el cuarto y el primer siglo a. de J. C., en base a la escritura empleada. Los arqueólogos lo hacen ateniéndose a la antigüedad de los cántaros, lo que quiere decir que por lo menos proceden del siglo primero a. de J. C., según ya se mencionó. Algunos eruditos dudan, sin embargo, de la antigüedad de los rollos, ubicándolos entre el período cristiano y el medieval. Sólo uno de ellos los tiene por falsos.[26]

Entretanto se ha perfeccionado el método científico de fechar los materiales orgánicos de antigua data por su contenido de radiocarbón. El procedimiento permite ubicar con un máximo de aproximación todo material que proceda hasta del año 2.000 a. de J. C. Lankester Harding, director del Departamento de Antigüedades del Reino de Jordania y que también fue uno de los excavadores de la cueva, envió a los Estados Unidos una cantidad suficiente de envoltura de lino para que se la sometiera al procedimiento científico de fechar por el método del “carbón 14.” En el Instituto Nuclear de la universidad de Chicago se obtuvo el año 33 de la era cristiana como fecha a la que se deben atribuir los envoltorios de lino, con un margen de error hacia ambos lados dé doscientos años, lo que lleva a fijar la fecha de manufactura de la tela entre el año 167 a. de J. C., y el 233 de nuestra era.[27]

Esta es una evidencia de que los eruditos que ubicaron los rollos en el período precristiano parecen estar acertados, y poco a poco se abandonan las dudas acerca de la antigüedad de los manuscritos. Hoy en día sólo un puñado de entendidos continúa dudando de su autenticidad o de su antigüedad.

Y ya que hemos considerado la historia del descubrimiento de los manuscritos, sus fechas y lo que se refiere a la cueva, no está de más una descripción de los famosos rollos.

El primero que examinó el Dr. Trever, cuando se lo ofrecieron los sirios, contenía el libro de Isaías completo. Desde aquellos días de la primavera de 1948 ese rollo se hizo famoso. Se halla en perfecto estado de conservación y encierra el texto completo de Isaías, del primero al último versículo. Se lo publicó hace dos años en reproducción fotográfica, con una traducción en caracteres hebreos modernos, con lo que se ofrece a los eruditos bíblicos en forma digna de su importancia.[28]

Otro rollo contenía un comentario del primero y segundo capítulos de Habacuc: transcribía cada pasaje de los dos, con su correspondiente explicación. Tenemos así las dos terceras partes del libro de este profeta en un texto que data del período precristiano. Un rollo encierra un manual de disciplina que regía entre la secta o comunidad judía a la cual perteneció la biblioteca. No se ha establecido con claridad si los propietarios de los libros eran esenios o pertenecían a alguna secta desconocida. Otro libro contiene una colección de himnos parecidos a los Salmos. En otro se describe una “Guerra Entre los Hijos de la Luz y los Hijos de las Tinieblas.” También se desconoce a qué guerra histórica se refiere este manuscrito. Un rollo muy dañado contiene la segunda mitad del libro de Isaías, por lo que se nos brindan dos manuscritos del mismo libro de la Biblia.

Uno de los rollos se halla en tan precario estado que todos los esfuerzos por desenrollarlo han sido hasta ahora infructuosos. Se le ha descascarado la envoltura exterior en algunas partes. Está escrito en arameo, mientras que todos los otros rollos lo están en hebreo. Las pocas palabras que se leen en las partes peladas parecen indicar que el manuscrito contiene el libro apócrifo de Lamec, por largo tiempo extraviado.[29]

Además de estos rollos más o menos bien conservados, se recogieron en la cueva muchos fragmentos de otros libros, según ya se dijo. Son restos de libros que estuvieron guardados en ese lugar y que fueron retirados en la época de los romanos. Poseemos algunos fragmentos del libro de Daniel, inclusive los versículos en los cuales el hebreo se confunde con el arameo. Son de la mayor importancia, pues los eruditos sostuvieron que este último libro no fue escrito antes del segundo siglo a. de J. C., y que los restos del rollo de Daniel que se recogieron allí datan de ese mismo período si se aceptan los cómputos de los especialistas.

También se encontraron fragmentos de los libros de Génesis, Levítico, Deuteronomio y Jueces, y de muchos otros aun no identificados. Los escasos restos del libro de Levítico son importantes por haber sido escritos en el hebreo anterior al exilio. Sabemos que los hebreos trocaron su antiguo sistema de escritura por el arameo cuadrado, poco después de su exilio: según la tradición judía ello ocurrió en la época de Esdras. Por un tiempo se utilizaron ambos tipos, indistintamente, hasta que la escritura ara- mea cuadrada reemplazó por completo a la que se usaba antes del cautiverio, subsistiendo ésta posteriormente tan sólo en las monedas hebreas. Por esta razón el profesor de Vaux fechó los fragmentos de Levítico en el cuarto o quinto siglo a. de J. C., mientras que otros eruditos, entre ellos Albright, creen que proceden de una copia más reciente hecha durante el siglo II a. de J. C., por suponer que el escriba tenía a la vista una copia antigua y deseaba conservar la venerable escritura de antaño. Sería difícil decidir quién tiene razón, pero de todos modos es importante disponer de algunos fragmentos de un manuscrito bíblico escrito en la forma que se empleaba en el período anterior al exilio. Comparando el texto que se ha conservado en esos fragmentos con el hebreo actual se advierte que son idénticos.

La “piéce de résistance” de la colección de manuscritos es el rollo de Isaías. Está hecho de cuero y mide 7,35 mts. de largo por 0,28 mt. de ancho. Los 66 capítulos del libro están escritos en 54 columnas con letra muy pareja y hermosa. Con excepción de la última columna, que ha sufrido mucho por el uso continuado de que se lo hizo objeto en otros tiempos, y cuyo texto fue escrito de nuevo, todo se lee con facilidad y presenta pocas dificultades para quien quiere descifrarlo. Sólo existen claros en las primeras columnas por haberse desgarrado el borde inferior. El escriba cometió varios errores y omisiones. Al descubrirlos suplió las partes que faltaban escribiéndolas entre las líneas o bien en el margen. En varios lugares pasó inadvertidas las omisiones, especialmente cuando se trataba de una frase o un grupo de palabras que quedaban entre dos palabras idénticas. Isaías 16: 8 y 9 es un ejemplo. En los dos versículos—8 y 9—aparece la palabra “Sibmah” Después de escribir el primer “Sibmah” pasó por alto todas las frases que hay entre el primero y el segundo “Sibmah” y continuó a partir del segundo, registrando una sola vez la palabra citada. Este error de escritura, conocido de todo copista antiguo y moderno, se denomina “homoeoteleuton.”

Desde la aparición de la reproducción fotográfica de este valioso documento se escribieron numerosos artículos, y hasta libros, sobre el rollo de Isaías. He hecho un estudio cuidadoso de dicho texto, comparándolo versículo por versículo con el texto hebreo de Isaías, universalmente reconocido. Cuando en 1950 se exhibió el rollo en la universidad de Chicago tuve oportunidad de cotejar pasajes dudosos con el texto original y puedo, por tanto, basar mi juicio en un minucioso estudio personal. El texto del rollo de Isaías prueba que desde la época en que fue escrito, probablemente en el siglo II a. de J. C., o en el primero, el libro de Isaías tal como aparece en la Biblia hebrea moderna y en traducción en cualquier Biblia inglesa—o castellana—no ha sufrido cambio alguno hasta el presente. El escriba no era en modo alguno escrupuloso, y cometió numerosos errores ortográficos. Es también posible que escribiese su copia según se la dictaban. Esto explicaría los repetidos casos en que confundió palabras de sonidos semejantes, cosa que difícilmente le hubiera ocurrido si hubiera tenido delante el manuscrito que copiaba. La confusión puede compararse a la que ofrecen las palabras castellanas “sinsabor” y “sin sabor,” o “rosa” y “roza.”

Además, el rollo de Isaías refleja un período en el cual se deletreaba en forma algo diferente que en la época de los masoretas, quienes añadieron las vocales al texto varios siglos más tarde, dándole su forma ortográfica conocida. Este hecho explica que sobren varios miles de consonantes, lo cual, sin embargo, no afecta en absoluto al texto. Todos los que han trabajado con este rollo se han sentido profundamente impresionados por el hecho inequívoco de que este manuscrito bíblico de dos mil años de edad contenga exactamente el mismo texto que poseemos en nuestros días. Los pasajes que presentan dificultades de interpretación en nuestra conocida Biblia hebrea, tal como el de Isaías 65:20, son igualmente difíciles en el rollo de Isaías. Unos pocos testimonios de algunos reconocidos eruditos nos mostrarán su admiración por el hecho de que nuestro actual texto hebreo se diferencie tan poco del que tiene dos mil años de antigüedad.

El profesor Millar Burrows, editor del rollo de Isaías, nos dictó algunas clases sobre ese texto. Por su profundo conocimiento del manuscrito de Isaías su juicio reviste la mayor importancia. Cito sus palabras:

“Con excepción de… omisiones relativamente intrascendentes que se notarán más abajo, está allí todo el libro, identificado totalmente con el que nos ha conservado el texto masoreta. Aunque difiere notablemente en ortografía, y algo en morfología, concuerda en forma admirable con el texto masoreta en cuanto a estilo. Allí reside su importancia, pues corrobora la fidelidad de la tradición masoreta. Hay omisiones menores, nunca comparables a las que presenta la Septuaginta en algunos libros del Antiguo Testamento.”—Burrows, “Variant readings in the Isaiah manuscript,” Bulletin, Nº 111 (octubre de 1948), págs. 16, 17.

El profesor Albright, uno de los primeros en reconocer la importancia del manuscrito y por cuyo intermedio vi las primeras fotografías antes que apareciesen noticias del descubrimiento en la prensa pública, hizo la siguiente observación sobre la importancia de este texto en lo tocante a la fidelidad con que el texto antiguo nos fue transmitido a través de los siglos:

“Nunca se insistirá bastante en el hecho de que el rollo de Isaías comprueba la antigüedad del libro masoreta, previniéndonos contra la enmienda irreflexiva en la cual solemos caer.”— Albright, “The Dead Sea Scrolls of St. Mark’s Monastery,” Bulletin, No. 118 (abril de 1950), pág. 6.

Otra declaración importante procede de la pluma del profesor Harry M. Orlinsky, experto en la Septuaginta judía, quien aconseja a sus colegas tratar la Biblia hebrea con mayor respeto que el que acostumbraban manifestarle:

“Aparte de lo referente a la fecha, dudo de que el rollo de Isaías de San Marcos sirva de mucho a los críticos del texto bíblico, como no sea para convencer a mayor número de expertos de que el texto que nos ha conservado la Biblia hebrea debiera ser más respetado, ya que los arqueólogos revelaron que constituye una fuente de material histórico mucho más fidedigna que lo que creyeron las pasadas generaciones.” —Orlinsky, “Studies in the St. Mark’s Isaiah scroll,” Journal of Biblical Literature, No. 69 (1950), pág. 152.

El profesor Juan Bright está convencido de que pocas enmiendas de las que se hicieron al texto bíblico en el siglo pasado podrán subsistir después que el rollo de Isaías ha comprobado la legitimidad del antiguo texto de que disponemos. Aconseja a la actual generación de expertos bíblicos que ejercite una actitud crítica hacia los comentarios que se escribieron en lo pasado, aduciendo que, de no adoptarse esta medida, los incautos estarán utilizando un texto que jamás existió más que en la mente de sus comentadores.[30]

Tengo por providencial que Dios haya conservado estos textos y nos los haya concedido en esta hora crucial de la historia del mundo. Hace cincuenta años habría sido inconcebible que eruditos bíblicos que ocupan sitiales de honor en importantes universidades norteamericanas*, como los que he citado en los últimos párrafos, defendieran el texto del Antiguo Testamento tal como lo hacen hoy. Ningún erudito de nombre habría osado poner en tela de juicio las enmiendas de los críticos, sin ser hostilizado por sus colegas de todo el mundo, por entorpecer uno de los aspectos más importantes de las actividades de los especialistas. Gracias a Dios vivimos hoy en otra época.

Los rollos de Isaías, el comentario de Habacuc y los fragmentos de otros libros de la Biblia nos suministran textos del Antiguo Testamento, y del tiempo de Cristo y de los apóstoles. Con excepción de los Salmos, ningún libro de las Escrituras fue citado por Cristo y por los autores del Nuevo Testamento tanto como el de Isaías. Ellos aceptaban cada una de sus partes como Palabra de Dios, aunque sabían que la escritura era de Isaías el profeta. Su juicio debiera ser para nosotros lo suficientemente autorizado como para aceptar lo que ellos aceptaron. Y ya que el rollo de Isaías revela que el texto aceptado como parte de la Palabra inspirada de Dios en la época de los autores del Nuevo Testamento es el mismo de nuestra Biblia, nuestra confianza en las Escrituras debiera ser ilimitada.

El estudio del rollo de Isaías y de los otros textos antiguos nos autoriza a deducir, por analogía, que con los libros del Antiguo Testamento de los cuales no se hallaron aún copias antiguas, se procedió con la misma buena fe y honradez que con los textos que han sido descubiertos.

Espero leer en lo futuro manifiestos aun más categóricos acerca de la legitimidad de nuestro texto hebreo, de parte de autores competentes. En cuanto se haya terminado de publicar el otro rollo de Isaías, que se halla en estado fragmentario, se hará mucho más evidente la fidelidad con que nos ha sido transmitido nuestro texto hebreo. Sólo he visto dos columnas, en reproducción fotográfica, pero por ellas pude apreciar que el escriba de este segundo rollo era un copista en extremo cuidadoso. Comparando su texto a dos columnas con el hebreo de que disponemos, no se notan errores de escritura. Las únicas diferencias consisten en variaciones ortográficas sin importancia.

Estoy seguro de que os alegráis conmigo de que estos descubrimientos se hayan realizado en nuestros días, y de que contemos con este material para defender la Palabra de Dios autorizadamente.

Os interesará saber que recientemente los nativos descubrieron más cuevas en el desierto de Judea. Les reporta más provecho buscar manuscritos escondidos en las cavernas, que criar cabras. En el curso de una jira de exploración organizada por las Escuelas Americanas de Investigación Orientales, y por la Escuela Bíblica de Jerusalén, se hallaron otras cuevas.

En la última primavera los miembros de esa expedición examinaron toda la región donde se hallaron los rollos del Mar Muerto, haciendo notables descubrimientos. Los informes preliminares publicados hasta la fecha nos notifican del hallazgo de dos cartas de Bar Koba, jefe de la rebelión judía en la época del emperador Adriano, y de un contrato de matrimonio de dicho periodo. Otros fragmentos de texto—bíblicos algunos—que se descubrieron en esas cuevas, datan del primero y segundo siglos de la era cristiana. El hallazgo más sensacional consiste en dos láminas de bronce apretadamente enrolladas, de 1,25 mts. de largo en las cuales aparece una inscripción en caracteres hebreos. Nada se sabe aún de lo que dicen esas hojas, ya que por la naturaleza precaria del material todavía no fueron desenrolladas.[31]

Por todo lo expuesto vemos que existe a nuestra disposición un cúmulo de evidencias arqueológicas que podemos emplear en apoyo de la autenticidad del texto bíblico y de la veracidad de las partes históricas de la Biblia. Usado de la manera debida este material puede prestar tremenda fuerza a nuestra posición fundamentalista de aceptar la Biblia entera como Palabra inspirada de Dios. Los años que he dedicado al estudio de estos temas, fortalecieron mi confianza en el seguro cimiento sobre el cual se edifica nuestra fe. No temamos proclamar verdades bíblicas que aún no podamos comprobar por evidencias externas, mientras permanezcamos sobre el seguro fundamento que jamás nos ha fallado: la infalible Palabra de Dios.


Referencias

[1] Albrigth, “The Archaeology of Palestine and the Bible,” 3a. edición, Nueva York, 1935, pág. 227.

[2] Hermann Gunkel, “Estherbuch,” “Die Religión in Geschichte und Gegenwart,” tomo 2, col. 381.

[3] Rudolf Kittel, “Geschichte des Volkes Israel” (Stuttgart, 1929), tomo 3, págs. 518, 519; E. Ebeling, “Aus dem Leben der Jüdischen Exulanten in Babylon.” (Berlín, 1914.)

[4] Ver el artículo del autor titulado “Importan! Archaeological discoveries,” que apareció en The Ministry de noviembre de 1948, No. 11, pág. 8.

[5] H. V. Hilbrecht y A. T. Clay, ‘‘Business Documents of Murashu Sons of Nippur,” expedición a Babilonia de la Universidad de Pensil- vania, textos cuneiformes, tomo 10 (Filadelfia, 1898), págs. 47-74.

[6] Clay, ‘‘Business Documents of Murashu Sons of Nippur,” publicaciones de la Universidad de Pensilvania, sección Babilonia, tomo 2, No. 1 (Filadelfia, 1912), págs. 9-44.

[7] En el ‘‘Source Book for Bible Students” (Washington, 1922), págs. 39, 554-556, se citan declaraciones de Hales (1830), Pusey (1868), Leathes (1880) y Goode 1891) respecto a que los sucesos descritos en Esdras 7 deben fecharse en el año 457 a. de J. C.

[8] Jorge Rawlinson, “Ezra” comentario para el púlpito, pág. 101; L. W. Batten, “Ezra” en el ‘Dictionary of the Bible” de Hastings (Nueva York, 1908), tomo 1, pág. 820; Julián Morgenstern, compendio de la ‘‘Babylonian Chronology” de Parker-Dubber-Stein (Chicago, 1942), Journal of Near Eeastern Studies, 2 (1943), pág. 130; A. T. Olmstead, “History of the Persian Empire” (Chicago, 1948), pág. 306.

[9] A. Cowley, “Aramaic Papyri of the Fifth Century B, C” (Oxford, 1923), págs. xxxii y 319.

[10] Los últimos estudios acerca de las fechas los realizaron M. Sprengling, en ‘‘Chrono- logical Notes from the Aramaic Papyri,” 27 de abril de 1911, págs. 233-266, y Ricardo A. Parker en ‘‘Persian and Egyptian Chronology,” ídem, 58, julio de 1941, págs. 258-301.

[11] Siendo que aún no se han dado a publicidad los papiros descubiertos y que el autor mantiene en reserva las fechas, nada más que lo que acaba de decirse puede revelarse acerca de tan importante documento. En el Journal of Near Eastern Studies aparecerá próximamente un artículo titulado “El calendario judío del siglo V en Elefantina,” del cual son autores L. H. Wood y el que esto escribe. En él se indicarán en detalle las evidencias de que se dispone como base de lo dicho precedentemente.

[12] La traducción más reciente de los papiros que mencionan a Samballat como gobernador de Samaría fue realizada por H. L. Ginsberg. “Ancient Near Eastern Texts,” págs. 491, 492.

[13] Hugo Gresmann, “Die Ammonitischen To- biade,” “Sitzungsberichte der Preussischen Akade- mie des Wissenchaften” (Berlín, 1921), págs. 663- 671.

[14] Gus W. Van Beek, “Recovering the Ancient Civilization of Arabia,’’ The Biblical Archaeologist, No. 15 (1952), pág. 6.

[15] Constantin von Tischendorf, “Codex Sinaiticus.” 8a. cd. (Londres. 1934), pág. 88; Carlos Bertheau, “Tischendorf,” en “Realencyklopádie für Protestantische Theologie und Kirche,” 3a. ed., págs. 788-797.

[16] Adolfo Deissmann, “Light From the Ancient East,” nueva edición (Nueva York, 1927) págs. xxxii y 535.

[17] Federico G. Kenyon, “The Chester Beatty Biblical Papyri,” sección Nuevo Testamento, 7 tomos. (Londres, 1933-1937.)

[18] Idris Bell y T. C. Skeat, “Fragments of an Unknown Gospel and Other Early Christian Papyri” (Londres, 1935), págs. vi y 63.

[19] C. H. Roberts, “An Unpublished Fragment of the Fourth Gospel” (Manchester, 1935), pág. 34.

[20] Juan C. Trever, “The Newly Discovered Jerusalem Scrolls,” The Biblical Archaeologist, No 11 (1948), págs. 45-57; Mar Atanasio Y. Samuel. “The Purchase of the Jerusalem Scrolls,” Id., Nº 12 (1949), págs. 26-31.

[21] El profesor Salomón Seitlin es quien más se empecina en negar la antigüedad de los rollos, aduciendo que han sido fraguados en época comparativamente reciente. Huelga decir que ningún erudito de renombre lo apoya en sus argumentos. De los numerosos artículos de Seitlin sólo se mencionan los dos primeros: “Scholarship and the Hoax of the Recent Discoveries,” Jewish Quarterly Review, N‘.‘ 39 (abril de 1949), págs. 337-363; “The Alleged Antiquity of the Scrolls,” Id., (julio de 1949) págs. 57, 78.

[22] O. R. Sellers, “Excavation of the ‘Manuscript’ Cave at ‘Ain Fashkha,’ “ Bulletin, No. 114 (abril de 1949), págs. 5-9.

[23] Sellers. “Archaeological News From Palestine,” The Biblical Archaeologist, Nº 12 (1949), págs. 53-56; C. H. Kraeling, “A Dead Sea Scroll Jar at the Oriental Institute,” Bulletin, Nº 125 (febrero de 1952), págs. 5-7.

[24] Eusebio, “The Ecclesiastical History,” tomo 2, The Loeb Classical Library (Londres, 1932), págs. 51, 52.

[25] O. Eissfeldt, “Der Aniass zur Entdeckung der Hóhle und ihr áhnliche Vorgánge aus álterer Zeit,’’ Theologische Literatur Zeitung, Nº 74 (1949), págs. 597-600.

[26] Trever, “A Paleographic Study of the Jerusalem Scrolls,” Bulletin N<? 113 (febrero de 1949), págs. 6-23; Albright, “On the Date of the Scrolls From ‘Ain Fashkha and the Nash Papyrus,” Id., Nº 115 (octubre de 1949), págs. 10-19; Salomón A. Birnbaum, “The Dates of the Cave Scrolls.’’ Id., págs. 20-22; Birnbaum, “The Leviticus Fragments From the Cave.’’ Id., Nv 118 (abril de 1950) págs. 20-27; Millar Burrows, “The Dating of the Dead Sea Scrolls,’’ Id., No 122, (abril de 1951), págs. 4-6; Pablo Kahle, “The Age of the Scrolls,’’ Vetus Testamentum, I (1951), págs. 38-48; G. R. Driver, “The Hebrew Scrolls,” Londres, 1951, págs. 47, 48. Acerca de los artículos de Seitlin que declaran fraguados a los rollos, ya hemos dado rereferencias.

[27] Sellers, “Date of the Cloth From the ‘Ain Fashkha Cave,” The Biblical Archaeologist, Nv 14 (1951), pág. 29; “Radiocarbon Dating of Cloth From the ’Ain Fashkha Cave.” Bulletin, No 123 (octubre de 1951), págs. 24-26.

[28] Millar Burrows, J. C. Trever y Guillermo H. Brownlee, “The Dead Sea Scrolls of St. Mark’s Monastery,” tomo 1 (New Haven, 1950), 23 págs. y 61 ilustraciones.

[29] Trever, “Identification of the Aramaic Fourth Scroll from ‘Ain Fashkha.” Bulletin, Nº 115 (octubre de 1949), págs. 8-10.

[30] Juan Bright en una crítica del libro “The Old Testament Text and Versions,” de Robert aparecida en Interpretaron, No. 6 (1952), págs. 116, 117.

[31] Albright, “From the acting presidenta desk,” Bulletin, Nº 126 (abril de 1952), pág. 2.