Durante muchos siglos los cristianos profesaron creer en la inspiración de las Sagradas Escrituras. Los teólogos disputaron sobre la naturaleza de Cristo, el probable significado de algunos textos bíblicos y si los mandamientos divinamente dados a los hombres en el Antiguo y el Nuevo Testamento continuaban en vigor bajo circunstancias y condiciones mutables. La iglesia popular de la Edad Media casi reemplazó la Biblia por otros libros y tradiciones pero nunca se atrevió a poner en duda su inspiración y veracidad. Los promotores de la Reforma, por el contrario, se volvieron a ella para tomarla como única base de sus enseñanzas y doctrinas. Fueron grandes estudiantes y traductores de la Palabra, impulsaron fervorosamente su más amplia difusión y asentaron sobre ella las iglesias que fundaron.

Entre los siglos XVIII y XIX esta actitud fue modificándose paulatinamente. Una ola de racionalismo recorrió el mundo civilizado y los hombres procuraron hallar pruebas para todo cuanto hasta entonces se había considerado verdad. La gente ya no se satisfizo con las creencias tradicionales. El afán de escudriñar lo desconocido condujo a los hombres a descubrimientos e invenciones maravillosos. Vastas regiones de la tierra hasta ayer inexploradas vieron por primera vez al hombre civilizado. Se crearon nuevos medios de transporte y se descubrieron muchas nuevas leyes de la naturaleza. Los hombres trataron también de investigar el pasado e intentaron reconstruir la historia antigua. Los teólogos educados según este modo de pensar aplicaron a la historia bíblica estos mismos métodos y quisieron saber si las creencias de sus antepasados podían soportar la prueba de la razón y la experimentación. Debido a que muy poco de la historia bíblica podía ser comprobado mediante documentos antiguos, los eruditos se inclinaron a poner en duda la veracidad del relato bíblico y comenzaron a considerarlo como un notable conjunto de leyendas, mitos y tradiciones populares.

Impulsados por un ansia interior de explorar el pasado, muchos hombres recorrieron las tierras que circundan el Mediterráneo, donde florecieron la mayoría de las civilizaciones de la antigüedad y excavaron las ruinas de ciudades cubiertas por la arena y los escombros de los siglos. Encontraron los restos de culturas olvidadas hacía mucho tiempo, los archivos de palacios reales, diversas dependencias de gobierno y templos; descifraron inscripciones desconocidas y lograron comprender lenguas ignotas.

Durante los últimos cien años se exhumaron verdaderos tesoros arqueológicos y literarios en los montones de escombros de Mesopotamia, Egipto, Palestina y Siria, ofreciéndonos valiosísimas informaciones que nos permiten reconstruir gran parte de la historia de aquellas naciones en me-c o de las cuales vivió el pueblo de Dios.

Pese a que subsisten algunas grandes lagunas en nuestro conocimiento de la historia antigua, sabemos actualmente infinitamente más que nuestros antepasados. Mucha de esta información ha sido utilísima para aclarar las referencias históricas de la Biblia y ha puesto en nuestras manos una gran cantidad de material que corrobora el relato bíblico, soluciona contradicciones aparentes y proporciona el fondo necesario para comprender mejor las partes históricas de la Palabra de Dios. Con sólo leer un comentario bíblico serio del siglo pasado nos percataremos del inmenso progreso realizado.

En aquella época, los fundamentalistas lucharon arduamente para explicar los textos difíciles y las contradicciones aparentes de algunos pasajes bíblicos que los eruditos inclinados a la alta crítica esgrimían para desacreditar la Palabra de Dios. Muchas de estas dificultades se esfumaron totalmente desde que los descubrimientos modernos nos han proporcionado el material que nos ayuda a comprender el porqué de ciertas declaraciones que parecieron ininteligibles y contradictorias. Muchos eruditos admiten ahora que la Biblia merece que se la trate con mayor respeto puesto que las evidencias de orden arqueológico han revelado la exactitud de sus relatos.[1]

Los descubrimientos arqueológicos no son generalmente tan sensacionales como algunos cristianos piensan, y muchos de los que lo son tienen poco que ver directamente con la Sagrada Biblia. Esta es una de las razones por las cuales los descubrimientos arqueológicos han sido tergiversados por escritores fundamentalistas bien intencionados, pero mal informados, a fin de que digan algo que apoye la Biblia cuando en realidad nada tenían que ver con ella. Se ha hecho mucho daño, y se lo sigue haciendo, al dar crédito en libros y periódicos a ciertos arqueólogos por descubrimientos que jamás se realizaron. El lector bien informado pierde confianza en los libros o revistas en los cuales lee declaraciones falsas o tergiversadas y no recibe el beneficio que podría proporcionarle el mensaje espiritual de esa misma publicación u obra.

Mencionaré sólo unos pocos informes sensacionalistas que aparecieron en varios periódicos durante los últimos tres o cuatro años. Uno de ellos aseveraba que se había hallado en Egipto la biblioteca privada de Abrahán, integrada por muchas tabletas cuneiformes. La habría llevado de Mesopotamia a Egipto para que la descubrieran los arqueólogos modernos.

Otro informe menciona una inscripción hallada en el monte Sinaí, en la cual Moisés relata cómo fue rescatado del Nilo por la hija del faraón y enviado como sobrestante en jefe de las minas del monarca egipcio

Algunos escritores han afirmado que se encontraron inscripciones más antiguas que el Diluvio y otros que se había descubierto el horno babilónico en el cual fueron echados los tres valientes hebreos.

Alguien ha dicho que se hallaron inscripciones en las ruinas de Jericó que hablaban de los israelitas.

Otro artículo declara que un rey egipcio luchó contra el rey Asa, de Judá, y que regresó después para registrar su derrota en los muros del templo.

Sería superfluo añadir la tan repetida historia del descubrimiento del arca de Noé en el Monte Ararat.

Todos estos pseudo descubrimientos, a los cuales podría añadir muchos otros que conservo en mis archivos, no sucedieron jamás. Todo lector ilustrado leerá relatos como éstos con una sonrisa si no con disgusto.

El estudiante de la Biblia no necesita echar mano de descubrimientos arqueológicos imaginarios. Tiene material de sobra para defender la Palabra inspirada de Dios, aunque éste no sea de naturaleza sensacionalista como es el caso con los supuestos descubrimientos mencionados. Cada descubrimiento arqueológico ha ayudado a completar el cuadro de la historia política, cultural y religiosa de naciones con las cuales tuvo que tratar el pueblo de Israel, ya sea la tumba de Tutancamón, el archivo real de Bogaskoi la capital hitita, la correspondencia política del rey mesopotámico que vivió en la época del patriarca Jacob, o las exploraciones submarinas de las instalaciones de la antigua Tiro. Aunque en algunos casos estos descubrimientos no se refieren directamente al relato bíblico, nos brindan valiosa información para ampliar nuestro conocimiento de las condiciones religiosas y culturales y la historia política de las épocas en las que se escribió la Biblia.

Muchos descubrimientos arqueológicos, por otra parte, tienen una relación real y muy importante con la Biblia. Una de las primeras tabletas cuneiformes, descifrada por Rawlinson y sus colaboradores hacia mediados del siglo XIX, reveló el nombre del rey asirio Sargón conocido hasta entonces solamente gracias a la Biblia (Isa. 20:1), pues su nombre no había aparecido en ningún otro documento de la antigüedad. Por eso los críticos de las Escrituras ponían en duda la existencia de ese rey. Los estudiantes de la Biblia se sintieron muy felices cuando esos antiguos documentos, que se estaban descifrando con buen éxito en ese entonces, les proporcionaron evidencias valederas para defender la Biblia contra el alta crítica. Cuando Jorge Smith encontró en 1872 el relato babilónico del Diluvio entre las tabletas que fueron enviadas al Museo Británico, un gran entusiasmo se extendió por todos los círculos cristianos. Se trataba de un texto que mostraba por primera vez que un antiguo escritor mesopotámico estaba familiarizado con esa gran catástrofe. Luego se exhumaron inscripciones reales asirias que mencionaban un número de reyes de Judá e Israel que lucharon contra los asirios o les pagaron tributo.

El hallazgo de la famosa piedra de Mesa en tierras de Moab en el año 1868, aclara el relato de la rebelión de Mesa y sus acciones militares contra su dominador israelita.

En 1887 se encontró en Egipto el archivo del rey Amenhotep IV (Iknatón), integrado por las famosas tablillas de Tel el Amarna. Este archivo, constituido por centenares de cartas escritas en tablillas de arcilla, dirigidas al gobernador de Egipto por algunos dirigentes de Palestina y otros lugares, revolucionó, como ningún otro descubrimiento pudo hacerlo, nuestro conocimiento de la cultura y las condiciones políticas de Canaán durante el siglo IV a. de J. C., cuando los hebreos acababan de ocupar esas tierras. Para muchos estudiantes de la Biblia los invasores “habiru” mencionados en esa correspondencia eran los mismos hebreos y las cartas de Amarna ofrecen un relato parcial de la invasión de los israelitas desde el punto de vista de los cananeos.

La estela del faraón egipcio Merneptah, hallada en 1897 por el arqueólogo Petrie, contiene el nombre de Israel y confirma el hecho de que los israelitas eran conocidos por los egipcios en el siglo XIII y que un rey egipcio luchó contra ellos durante la era de los jueces. Algunos eruditos que no creen que el Éxodo pudo haber ocurrido antes del siglo XIII, se han visto en figurillas para explicar cómo pudo haber luchado Merneptah contra los israelitas, si éstos, de acuerdo con su teoría, no estaban todavía en Egipto o en el desierto de Sinaí. Por lo tanto, trataron de explicar el problema diciendo que algunas de las tribus israelitas nunca habían descendido a Egipto y que el rey mencionado había encontrado en Palestina a los que habían quedado atrás.

Entre los años 1901 y 1902 se descubrió el famoso Código de Hamurabi que desautorizaba el punto de vista sostenido por muchos eruditos de aquella época, en el sentido de que en el tiempo de Moisés no existía un sistema de leyes altamente desarrollado.1

Las excavaciones realizadas en ciudades célebres como Nínive, Babilonia, Jerusalén, Gezer, Megiddo, Taanach, Menfis, Tebas y otras, añadieron muchos detalles significativos al cuadro de la historia antigua. Tengo el encargo, sin embargo, de presentar los más recientes descubrimientos que confirman la Biblia, por lo que he de circunscribirme a exponer las evidencias que surgieron o fueron publicadas durante los últimos 25 o treinta años.

Hay dos maneras de presentar material arqueológico en apoyo de las Escrituras a un auditorio interesado en el tema. Una consiste en hablar de unos pocos descubrimientos aislados, pero impresionantes, que verifiquen el relato bíblico en forma notable, como por ejemplo el derrumbamiento de los muros de Jericó. La otra, en presentar un cuadro más completo de todos los descubrimientos que atañen a diversos temas bíblicos y destacar en cuántos aspectos testifican en favor de las Escrituras los restos arqueológicos.

He elegido el segundo procedimiento, a fin de poner ante vosotros, como teólogos, profesores de Biblia, evangelistas y dirigentes religiosos, la riqueza del material arqueológico fidedigno que ha surgido últimamente. La mano de la Providencia salvaguardó este material, a fin de que nosotros, los que vivimos en estos últimos días, podamos defender la Biblia legítimamente y con éxito, de tal manera que obtengamos el respeto de los que conocen a fondo la arqueología y oigan nuestro mensaje o lean nuestros libros o periódicos.

En mis dos conferencias deseo presentar parte del material que ilumina la época de los patriarcas, el Éxodo y los jueces, así como algunos descubrimientos que afectan el período de los reyes de Israel y Judá y el tiempo del exilio y la restauración. En la última parte he de detenerme en los descubrimientos más sensacionales de los últimos años, entre los cuales figura el de una cantidad de manuscritos bíblicos que nos dicen claramente cuán seguro es el fundamento sobre el cual descansan nuestros textos bíblicos.

La era patriarchal

Los relatos de los patriarcas fueron el tema de investigación escogido de algunos eruditos. Los consideraban indignos de confianza y legendarios y no podían ver en los patriarcas seres de carne y hueso. Esta situación cambió considerablemente a raíz de los descubrimientos del Código de Hamurabi y las excavaciones en Ur de los Caldeos y la ciudad horea de Nuzi, en Mesopotamia. Lo que allí se descubrió nos revela que las condiciones sociales y culturales de la primera mitad del segundo milenio antes de Jesucristo coincidían en un todo con los relatos patriarcales registrados en la Biblia.

No me incumbe defender o acusar a Abrahán por casarse con su sierva para despedirla después juntamente con su hijo, como tampoco necesito aprobar ni condenar la conducta de Isaac, Jacob y otros patriarcas de aquella época. Me limito a señalar que los más recientes descubrimientos revelan de manera concluyente que aquellos hombres y mujeres siguieron las prácticas y las costumbres predominantes en aquel entonces. Así por ejemplo, era corriente que un hombre se casara con su sierva si su esposa era estéril, y se permitía que la señora la castigara si aquélla se ensoberbecía por el honor concedido.[2]

Los numerosos documentos hallados en Nuzi y que hablan de las condiciones que prevalecían en la época patriarcal ofrecen un paralelismo tan sorprendente con los relatos bíblicos que algunos eruditos han expresado su sorpresa por la exactitud del cuadro descripto de la época patriarcal tal como lo hallamos en la Biblia. Las palabras que siguen, escritas por el profesor W. F. Albright, uno de los más célebres orientalistas contemporáneos, aclaran este punto:

“Podrían citarse los nombres de varios eruditos eminentes que consideraban cada detalle de los capítulos 11 al 50 del Génesis como mera invención ulterior, o por lo menos una aplicación de los acontecimientos y las condiciones reinantes bajo la monarquía a un remoto pasado, que habría sido totalmente desconocido para el escritor que viviera en una época posterior. Los descubrimientos arqueológicos de la generación pasada han cambiado todo esto. Dejando de lado unos pocos eruditos reacios, ya ancianos, apenas si habrá un historiador bíblico que no se haya sentido impresionado por la rápida acumulación de material que corrobora veleidad histórica de la tradición patriarcal.” —Albright, “The Biblical Period”, The Jews: Their History, Culture and Religión, pág. 3.

Un ejemplo de lo descubierto en Nuzi revelará claramente cómo corroboran los relatos bíblicos los antiguos registros. Cierto contrato de adopción nos revela la existencia de leyes relativas a ella. Un hombre rico, de nombre Nashwi, adoptó un joven llamado Wullu. Se hizo provisión para que el joven adoptado se casara con la hija de su padre adoptivo, con la condición de que se hiciera cargo de éste hasta el fin de sus días. A la muerte de Nashwi, Wullu heredaría todos los bienes de aquél, incluso los dioses familiares, siempre que entretanto no le naciera un hijo a su padre adoptivo. En tal caso, él debía recibir una parte de la herencia igual a la de los hijos verdaderos, pero éstos debían conservar los dioses familiares.2

Otros textos hallados en Nuzi nos explican que los hijos de un hijo adoptivo que se había casado con la hija de su padre por adopción, eran considerados como hijos de su abuelo mientras éste viviera. (Id., págs. 5, 6.) Si se aplican estas costumbres al caso de Jacob y Labán, hallamos una armonía casi completa entre estos relatos bíblicos y las circunstancias reflejadas por los textos de Nuzi. Parece que Labán no tenía hijos cuando Jacob se relacionó con su familia, y por eso lo adoptó. Jacob se casó con las hijas de Labán, pero sus hijos continuaban perteneciendo a su suegro mientras viviera. (Gén. 31:28, 43). Más tarde deben haberle nacido hijos propios a Labán (Gén 31:1), lo que modificó la situación legal de Jacob y sus esposas. Por ello no tenían derecho a llevarse los dioses familiares de Labán cuando se fueron, hecho que reconocieron tanto Jacob como Labán. (Gén. 31:30-32).

Era costumbre también, según los textos de Nuzi, que se incluyera una doncella como parte de la dote que se daba a cada una de las hijas que se casaban (Id., pág. 6), de la misma manera como Jacob recibió una doncella como presente de Labán por cada una de sus esposas. (Gén. 29:24, 29). Otros textos revelan cuán exactamente coinciden los relatos de los patriarcas con las costumbres de la época en que vivieron. Esto indujo a Alfredo Jeremías, erudito dotado de fino espíritu crítico, a hacer la siguiente declaración:

“Hemos señalado cómo el medio en que se desarrolló la vida de los patriarcas coincide en todo detalle con las circunstancias de la antigua civilización oriental del período en cuestión, tal como lo atestiguan los monumentos. No obstante, no prueban la existencia real de Abrahán. A esto se podría oponer la siguiente objeción: está incluida en el ambiente descrito. En todo caso debe admitirse que la tradición es antigua. No se trata indudablemente de una composición literaria con un propósito ulterior. Frente a las situaciones descriptas, podríamos decir que el relato es más bien la obra de un escritor intelectual del siglo XX de J. C., conocedor de la historia antigua oriental merced a las excavaciones, que la de un contemporáneo de Ezequías, que se hubiera basado en la civilización de su propio tiempo al componer sus descripciones y que de manera alguna podría disponer de antigüedades descubiertas gracias a las excavaciones. Wellhausen formuló sus argumentos fundándose en la opinión de que los relatos de los patriarcas no se podían comprobar por la historia. Ahora se ha demostrado que se lo puede hacer. Si Abrahán existió realmente, solamente pudo vivir rodeado de las condiciones y las circunstancias descritas por la Biblia. La investigación histórica debe satisfacerse con esto. Y nos permitimos recordar a Wellhausen sus propias palabras (“Komposition des Hexateuch,” pág. 345): ‘Si ésta [la tradición israelita] tan sólo fuera posible, sería insensato preferir cualquier otra.’ “— Alfredo Jeremias, “The Old Testament in the Light of the Ancient East,” tomo 2, pág. 45.

Las excavaciones de Ur de los Caldeos, donde nació Abrahán y vivió durante su juventud, revelan que fue ciudadano de una metrópolis altamente civilizada y culta. En las escuelas de Ur los niños aprendían a leer, a escribir, aritmética y geografía. Las moradas de los ciudadanos comunes estaban mejor construidas en los días de Abrahán que las actuales casas de la gente pobre de Bagdad. El arqueólogo Sir Leonard Woolley expresa su admiración ante estos descubrimientos en las siguientes palabras:

“Debemos modificar considerablemente nuestras ideas acerca del patriarca hebreo al saber que sus primeros años los pasó en un ambiente tan artificial; fue ciudadano de una gran ciudad y heredó las tradiciones de una civilización antigua y altamente organizada.”—Sir Leonard Woolley, “Ur of the Chaldees,” págs. 168, 169.

La Sagrada Biblia explica que la población de Palestina en la época de Abrahán estaba integrada por amorreos (Gén. 15:16) y heteos que vivían al sur de Palestina (Gén. 15:20; 23:3). De una fuente inesperada surgió abundante luz para corroborar estos versículos. Hace algunos años se encontraron numerosas estatuillas de arcilla en Egipto, que representaban en forma muy cruda algunos prisioneros atados procedentes de países extranjeros. En ellas se habían grabado maldiciones para los enemigos de Egipto, a los que se menciona por nombre con la indicación de los países en que vivían. Estas estatuillas procedían del siglo XVIII a. de J. C. Existe además una serie de inscripciones similares del siglo XIX a. de J. C., es decir de la época patriarcal. Contienen los nombres de unos cien gobernantes de ciudades y tribus de Palestina y Siria. Muchos de ellos pueden identificarse. Nos revelan que los gobernantes de Palestina y Siria durante la época patriarcal eran amorreos. Es interesante advertir además que tenemos de fuentes extra bíblicas los nombres de tres reyes que gobernaron sobre Jerusalén antes que llegaran los hebreos. Dos de ellos llevaban el nombre amorreo de Yaqar-Aamu y Sasa-Anu, y uno tenía el nombre heteo de Puti-hepa.[3]

La más reciente traducción de estas cartas se debe a Albright, y se encuentra en “Ancient Near Eastern Texts,” págs. 487-489.

Frecuentemente se ha rendido el nombre del rey de Jerusalén como “Abdu-Hepa,” o “Abdu Heba,” en lugar de Puti-Heba, debido a que no se ha determinado todavía la correcta transliteración. Pero esta incertidumbre no afecta al significado del nombre que es perfectamente claro: “Siervo de la diosa hetea Hepa (o Heba).” Esto coincide notablemente con una declaración formulada dos veces por Ezequiel (16:3, 45). Al referirse a Jerusalén dice: “Tu padre amorreo y tu madre he- tea.” El hecho de que los únicos reyes de Jerusalén que se conocen de fuentes extra bíblicas llevaban nombres amorreos y héteos corrobora magníficamente tanto la declaración del Génesis como la de Ezequiel.

La Biblia menciona el uso del hierro en el período patriarcal. (Gén. 4:22; Deut. 3:11, etc.) A menudo se han considerado estos textos como anacrónicos debido a que algunos eruditos afirman que el empleo del hierro no se extendió antes del siglo XII a. de J. C. Sin embargo, se descubrieron instrumentos de hierro incrustados en la mampostería de dos pirámides de la cuarta dinastía. Además, otros objetos de ese metal fueron encontrados en tumbas egipcias de la sexta, undécima y décimo octava dinastías. En las ruinas mesopotámicas de Tell Chagar Bazar, Tell Asmar y Mari se hallaron implementos de hierro fabricados en el tercer milenio, lo que proporciona la evidencia de que ya se usaba el hierro en los albores de la historia. Algunos textos de la época de Hammurabi (s. XVIII a. de J. C.) y las Cartas de Amarna (s. XIV a. de J. C.) ofrecen evidencia documental del empleo del hierro en las épocas patriarcales y mosaica tanto en Mesopotamia como en Egipto.1

Lo mismo puede decirse del camello. Abrahán poseía camellos de acuerdo con la Biblia (Gén. 24:10), y también se los encontraba en Egipto en su época (Gén 12:16), pero algunos eruditos modernos nos dicen que la creencia de “que se usaron camellos en el Egipto antiguo” se debe a “los errores evidentes contenidos en los libros que citan pasajes bíblicos comprendidos entre Génesis 12:16 y Éxodo 9:3.”2

Es cierto que de acuerdo con las evidencias actuales, no se usó muy ampliamente el camello domesticado durante los milenios segundo y tercero a. de J. C. Pero tenemos abundante evidencia de que fue usado esporádicamente durante la era patriarcal y aun antes como bestia de carga en Egipto, Siria-Palestina y Mesopotamia.1

Que los patriarcas no fueron figuras legendarias se comprueba por sus mismos nombres. Los de Taré, Nacor, Harán, Abrahán, Jacob, José, Moisés, Finees y otros, han sido hallados en fuentes extra bíblicas.2

Los nombres de los primeros patriarcas se mencionan en los textos cuneiformes de Mesopotamia, de donde provinieron ellos, mientras que los de los que estuvieron vinculados con el Éxodo se hallan en documentos egipcios. Esto no significa que esos documentos mencionen a los personajes que nos son tan familiares gracias a la Biblia, pero su aparición en textos seculares de la época nos revela que sus nombres eran reales y que se los usaba comúnmente; y además, que quienes los llevaban encuadraban perfectamente en la sociedad en la cual vivieron.

Por largo tiempo el nombre egipcio Zaphnath-paaneah (Gén. 41:45) que Faraón dio a José fue todo un problema. Uno de los muchos descubrimientos hechos recientemente en Egipto puso al descubierto justamente este nombre, lo que nos da una prueba más de que los nombres bíblicos no son ficticios.3

Los críticos de la Biblia manifestaron enfáticamente durante el siglo pasado que el alfabeto hebreo no existió durante la época mosaica. Consideraron este argumento como uno de los puntos más fuertes de su razonamiento para deducir que el Pentateuco fue escrito muchos siglos más tarde. Este punto de vista, naturalmente, fue refutado hace mucho, aún antes de la Primera Guerra Mundial, pero en los años recientes surgió nueva luz para demostrar que el alfabeto hebreo tuvo una difusión mucho más amplia durante el período mosaico de lo que se pensó hace algunos años. Una cantidad de inscripciones que datan de la primera mitad del segundo milenio a. de J. C. escritas con caracteres alfabéticos fueron encontradas en algunas ciudades de Palestina; también se descubrieron en la península del Sinaí numerosas inscripciones que revelan que la escritura alfabética hebrea fue usada ampliamente en la misma región donde Moisés escribió el Génesis y los otros libros del Pentateuco.1

Una pequeña tableta descubierta hace tres años en Ras-Shamra (Ugarit) en el norte de Siria, contenía el alfabeto completo de la escritura cananea. Esto prueba que el alfabeto hebreo existía en el siglo XV a. de J. C. tal como lo tenemos ahora, lo que hasta hace poco nadie creyó.2

Nada podía refutar mejor que este descubrimiento la antigua afirmación de los críticos que aseguraban que la escritura alfabética no se conocía suficientemente en tiempos de Moisés como para que se escribiera el Pentateuco.

El éxodo y la invasión de Canaán

No se ha encontrado ninguna evidencia arqueológica que se refiera directamente al Éxodo. Los egipcios eran muy reacios a admitir derrotas y nunca dejaban registros de sus catástrofes nacionales. De ahí que difícilmente hallemos referencias al Éxodo en los documentos egipcios. Más aún, los israelitas no dejaron rastros de sus cuarenta años de peregrinaciones por los desiertos del Sinaí y Transjordania. Por lo tanto no podemos esperar que se descubran muchas evidencias arqueológicas de este período tan importante.

Sin embargo la caída de Jericó fue un acontecimiento que dejó sus huellas no sólo en la mente de los cananeos de la época sino en los restos de la ciudad misma. De las ruinas de esa ciudad proviene nuestra prueba más vigorosa en favor del Éxodo y la conquista de Canaán. Extensas excavaciones llevadas a cabo entre los años 1929 y 1936 bajo la dirección del profesor Juan Garstang dejaron en descubierto gran parte de las murallas de la ciudad que fuera destruida en la época de Josué en virtud de causas sobrenaturales. Garstang halló que la ciudad, en tiempos de Josué, había estado protegida por dos murallas, que se habían desmoronado en las laderas de la colina sobre la cual había sido edificada Jericó. Atribuyó este acontecimiento a un terremoto, lo que probaría que la ciudad no fue vencida por un ataque de Josué, sino por la intervención divina. También descubrió que la ciudad se había superpoblado de tal manera que se habían edificado casas hasta sobre los mismos muros.3

En ninguna otra ciudad de Palestina se han hallado evidencias de que se edificaran casas sobre los muros. El relato de Rahab, quien hizo descender a los espías por una ventana, señala que “su casa estaba a la pared del muro, y ella vivía en el muro.” (Jos. 2:15.) Este hecho debe haber llamado mucho la atención del autor, pues no pudo menos que mencionar lo extraordinario de una casa ubicada en el muro y señala el hecho para que el lector comprenda cómo pudo hacer descender a los espías por una ventana poniéndolos fuera de los muros de la ciudad.

Las excavaciones de Garstang revelaron además que se provocó deliberadamente un tremendo incendio que fue avivado con combustible adicional.

“La capa de ceniza era tan espesa y los rastros de un calor intenso tan vividos, que daban la impresión de que hubiera sido provocado y de que se hubiera añadido combustibles al fuego. Podían verse restos de caña y madera carbonizados entre los escombros; es cierto que tales materiales se usaban para techar las casas, pero había diez veces más de lo necesario y se veían en abundancia tanto dentro de las casas como fuera de ellas. Lo mismo podía advertirse entre los muros de la ciudad donde en algunos lugares el montón de material quemado tenía más de un metro y medio de altura y la parte interior de la muralla principal manifestaba claros signos de la conflagración aun varios años después de haber sido descubierta. En resumen, parecería que Jericó fue incendiada finalmente después de una preparación deliberada y que en efecto fue ofrecida como holocausto, precisamente en la forma descrita en el libro de Josué: ‘Y consumieron con fuego la ciudad, y todo lo que en ella había.’ (Jos. 6:24.)”—Id., pág. 140.

Que el pueblo de Jericó fue destruido en medio de sus actividades se advierte claramente por la cantidad de objetos que se encontraron en las arruinadas casas juntamente con sus últimas comidas, chamuscadas, pero inconfundibles. Se encontraron provisiones familiares como dátiles, cebada, avena, aceitunas, cebollas y pimienta junto con algo de pan, y “una cantidad de masa sin hornear que se había dejado a fin de que leudara para ponerla en el horno a la mañana siguiente.” —Id., pág. 139.

Todo esto muestra cuán inesperadamente se produjo la catástrofe sobre la población de Jericó y cuán exacto es el relato bíblico sobre el particular.

Aun cuando el relato de la caída de Jericó ha sido vindicado maravillosamente por las excavaciones modernas, la fecha está aún en duda. Los arqueólogos creen que ocurrió alrededor del 1400 a. de J. C. lo que, si fuere cierto, nos daría una fecha para el Éxodo y la invasión de Canaán que no concordaría con la de la Biblia. Otros competentes arqueólogos no aceptan esta fecha y la hacen retroceder unos cien años. A fin de aclarar la incertidumbre relacionada con la fecha de la caída de Jericó, el Fondo para la Exploración de Palestina y las Escuelas Americanas de Investigaciones Orientales reiniciaron las excavaciones de Jericó bajo la dirección de uno de los más competentes arqueólogos, la señorita Catalina Kenyon. La primera excavación tuvo lugar durante el invierno pasado pero no dio ninguna evidencia que pudiera resolver este importante problema. En la zona de excavación se descubrieron los restos de ciudades más antiguas, pero las ruinas de la ciudad de Josué habían sido completamente puestas en evidencia. Debemos esperar todavía otras campañas que nos den la información que aguardamos.

Durante muchos años los eruditos se han preguntado si los habiru que se mencionan en las tabletas de Amarna como invasores de Palestina a través del Jordán eran o no los hebreos. Algunos descubrimientos recientes han fortalecido la idea de que en realidad lo fueron. Una estela que se encontró hace algunos años en Beth-Shan, inscripta por Ramsés II, menciona a los habiru como habitantes de la misma zona de Palestina donde los hebreos vivieron durante el período de los jueces, hacia el siglo XIII a. de J. C.1

Una nueva tableta del archivo de Amarna menciona a cierto jefe de los habiru en Palestina, pero sin revelar su nombre.2

Y la entela de Amenhotep II, descubierta recientemente en Menfis, habla de los prisioneros habiru que tomó en Palestina.1

Los eruditos han ido aceptando más y más la tesis de que los habiru eran los hebreos. El profesor Albright abandonó hace pocos meses su posición neutral sobre este punto para decir: “Existe en general tal semejanza entre las actividades de los ‘apiru’ y las de los hebreos mencionadas en las fuentes bíblicas más primitivas, que apenas es posible dudar de que haya alguna relación entre ellas.”—”The Smaller Beth-Shan Stele of Sethos I,” Bulletin, tomo 125, febrero de 1952, pág. 32.

Si tal hipótesis es exacta, como lo hemos creído durante muchos años, tenemos evidencias más fuertes que antes de que los hebreos invadieron Palestina durante el siglo XIV a. de J. C. y que las tabletas de Amarna y otros documentos coetáneos describieron la lucha de los cananeos, desde su punto de vista.

Esto también resulta ilustrado por el fragmento de un relieve descubierto en la tumba del rey Haremhab (que reinó alrededor de los años 1349 y 1319 a. de J. C.), que fue construida cuando era general, antes de ser rey. Presenta a los cananeos solicitando humildemente que se los admita en Egipto. La inscripción que explica los cuadros, y que está quebrada, dice que “extranjeros y otros han sido puestos en sus lugares… destruyéndolos, así como desolando sus ciudades.”2

La inscripción también nos explica que estos infortunados habían padecido hambre y vivido como bestias del desierto antes de llegar a Egipto, donde procuraron hallar un lugar de refugio. Se considera que esta inscripción data de mediados del siglo XIV a. de J. C. y parecería que se refiriera a los cananeos que habían sido derrotados por Josué y los hebreos, y arrojados de sus ciudades y sus tierras.

El relato bíblico describe la religión cananea y dice que participaba de la idolatría y la degeneración moral. Dios había manifestado durante siglos gran misericordia hacia los cananeos antes de que se decidiera a destruirlos finalmente. Pero cuando se hubo colmado la medida de su indignación, encargó a los hebreos que no manifestaran misericordia alguna hacia esa gente que sólo corrompería la moral de los israelitas si se le permitía mantener relaciones con ellos. Apenas se conocía la religión de los cananeos, fuera de lo que decía la Biblia, hasta hace pocos años. En 1929, se comenzó la excavación de Ras Shamra, la antigua Ugarit, y se exhumaron centenares de textos mitológicos redactados por los escribas cananeos del siglo XV a. de J. C., en un alfabeto cuneiforme desconocido grabado sobre tabletas de arcilla. Estos documentos fueron descifrados en un período sorprendentemente corto y por medio de ellos tenemos actualmente una comprensión clara de la religión cananea. Conocemos ahora sus dioses, creencias y ritos religiosos. Uno de sus ritos consistía en ofrecer como sacrificio cabritos hervidos en la leche de sus madres (Gordon, “Ugaritic Literature” [Roma, 1949], pág. 59), práctica que se les prohibió a los israelitas más tarde. (Exo. 23:19.) Estos textos nos permiten también tener una noción acerca de las costumbres pervertidas de los cananeos. Los mitos relativos a sus dioses eran extremadamente inmorales. Una y otra vez cuentan cómo el dios Baal cometió incesto con su hermana Anath, y cómo ella, la diosa, se deleitaba en derramar sangre, en crueldades innenarrables y diversas atrocidades.3

Nos revelan también que el culto a la serpiente y los sacrificios humanos era común, y que la prostitución ritual de ambos sexos en los templos se practicaba sin freno alguno. Estas pocas consideraciones bastarán para mostrarnos cuán repugnantes eran los conceptos religiosos y las costumbres de esa gente cuando Moisés ordenó a los israelitas que destruyeran a sus enemigos cananeos, y que por ningún motivo se relacionaran con ellos. Pocos descubrimientos han arrojado tanta luz sobre las costumbres bíblicas y cananeas de mediados del segundo milenio a. de J. C., como estos textos de la antigua Ugarit.

Otros descubrimientos nos han familiarizado con los horeos, nación muy poco conocida hasta hace algunos años. Actualmente sabemos que los horeos habitaban el Asia occidental hacia mediados del segundo milenio a. de J. C. Numerosos textos nos han revelado su historia, su idioma y sus costumbres, corroborando las declaraciones que acerca de ellos se hacen en el Pentateuco.1

Hay también otro descubrimiento que conviene mencionar aquí. Una estatua con inscripciones fue descubierta al principio de la última guerra en Alalakh, en el norte de Siria. Estas inscripciones que fueron publicadas sólo hace dos años, nos han permitido identificar ahora el hogar del renegado profeta Balaam. Más aún, nos revelan que el rey de esta ciudad de Siria fue expulsado de su trono y pasó algunos años con los habiru de Palestina antes de que se le permitiera regresar a Alalakh.2

Todos estos descubrimientos que proceden de la época en que los hebreos se establecieron en Canaán reciben la más calurosa bienvenida de todo estudiante del Antiguo Testamento. Iluminan el mismo fondo de este tan importante período histórico, y pueden con el tiempo permitirnos comprender claramente los acontecimientos que tuvieron lugar en la época de Josué y los primeros jueces, de los cuales la Biblia hace sólo una relación muy sumaria.

A pesar de que la mayoría de los eruditos modernos se inclinan todavía a fijar el siglo XIII a. de J. C. como fecha del Éxodo, o a presumir que ocurrieron dos éxodos (una teoría completamente inaceptable para los fundamentalistas), uno -en el siglo XV a. de J. C. y el otro en el siglo XIII de la misma era, se ha realizado últimamente un número siempre creciente de descubrimientos que nos permiten afirmar que el Éxodo ocurrió en el siglo XV. No negamos que todavía hay algunos problemas históricos que esperan solución con respecto al siglo XV como fecha del Éxodo, pero esta fecha satisface tanto la cronología bíblica como las declaraciones hechas en los escritos de la Hna. E. G. de White.3

Los reinos de Judá e Israel

La Biblia nos presenta al rey Salomón sabio, gran constructor y comerciante de mundial. Las sucesivas destrucciones de Jerusalén y el hecho de que el área del templo sea poco asequible a los arqueólogos ha contribuido a que tengamos pocas evidencias de la gran actividad que hubo en su capital en lo que a construcciones se refiere. Con todo, en Megido, los restos de la era salomónica pusieron en evidencia grandes establos con capacidad para quinientos caballos, junto a los cuales podían verse también las residencias oficiales del gobernador y el comandante de los carros y caballos de Salomón en aquella región del país.1

Megido es una de las ciudades que menciona la Biblia en relación con las grandes construcciones de Salomón para proveer de ciudades fortificadas a sus carros de guerra. (1 Rey. 9:15; 10:26; 2 Crón. 1:14.)

La Biblia nos dice que Salomón construyó sus barcos en Ezión-geber, de donde fueron enviados para traer las riquezas de Ofir, nación con la cual tenía activas vinculaciones comerciales. (1 Rey. 9:26; 2 Crón. 8:17.) Declara igualmente que el oro, la plata y el bronce fueron más abundantes durante su reinado que nunca antes o después. (2 Crón. 9:13, 14, 27; 4:17, 18; 1 Rey. 7:46, 47.) Las exploraciones de Nelson Glueck, hechas en Edom antes de la última guerra, permitieron descubrir las minas de cobre de Salomón y un gran centro de producción de ese metal en Ezión-geber, al nordeste del Mar Rojo. Prosiguiendo las excavaciones en esta localidad, se descubrieron un gran número de altos hornos de extraordinarias dimensiones, provistos de tubería y chimeneas de aspecto moderno. Se descubrió que una gran parte de las riquezas de Salomón se debía a la producción de utensilios de cobre, instrumentos y armas que aparentemente empleó para comerciar con las naciones vecinas. Todos estos objetos se fabricaban en este gran centro industrial de Ezión-geber, la Pittsburgh de Salomón, según el decir de Nelson Glueck.2

Poco después de la muerte de Salomón, el rey egipcio Shishak invadió Palestina y llevó a su país muchos de los tesoros que Salomón había acumulado en Jerusalén. (1 Rey. 14:25, 26.) Desde hace muchos años se conocía la lista de las ciudades palestinas que Shishak pretendía haber conquistado y cuyos nombres inscribió en los muros del templo de Karnak, pero hace sólo pocos años se halló un fragmento de una estela que el rey Shishak erigió en Megido, en el mismo país conquistado.3

El profesor Fierre Montet, al excavar la antigua ciudad de Tanis, en Egipto, descubrió a principios de la última guerra algunas tumbas reales correspondientes a la misma dinastía a la cual perteneció el rey Shishak. Entre ellas se encontró la del rey Shishak II, nieto del invasor de Palestina. Algunos de los ornamentos de oro que se encontraron en esa tumba, cuyas inscripciones revelan que habían sido obsequiadas al extinto por su abuelo Shishak I, bien podrían haber sido hechos con oro traído desde Jerusalén.4

Todos los egiptólogos y estudiantes de la Biblia esperan que se encuentre la tumba de Shishak I también, por la posibilidad de que contenga objetos que hubiera traído desde Jerusalén e información sobre sus campañas militares, tan brevemente descriptas en la Biblia. (1 Rey. 14:25, 26.)

Los arqueólogos norteamericanos descubrieron en Samaría las ruinas de los palacios de Omri y Acab, como asimismo los almacenes y las murallas de la ciudad. Por mucho tiempo no se sabía cómo entender el versículo que decía que Acab había edificado una casa de marfil. (1 Rey. 22:39.) Parecía difícil admitir que el marfil fuera tan abundante para usarlo como material de construcción en un palacio. Algunos comentadores pensaron que la morada de Acab habría sido pintada de color marfil, lo que hubiera dado pie a la expresión “palacio de marfil.” Otros creyeron que había sido decorada con trozos de esta substancia. Se ha comprobado que esta última suposición es correcta. Entre los restos del palacio de Acab se encontraron muchas hermosas planchas de marfil. Nos revelan la gran habilidad artística del tiempo de Acab, y que sus muebles y paredes habían sido cubiertos con placas de marfil labrado, que posteriormente fue también pintado en vivos colores, lo que puede advertirse claramente en los fragmentos descubiertos.1

Son los restos del botín que los asirios se llevaron cuando conquistaron Samaría en el año 722 a. de J. C. Al sacar las placas de las paredes del palacio, dejaron los fragmentos quebrados dentro de los edificios que luego incendiaron. Estos fragmentos de marfil, preservados por los escombros de antiguos palacios hasta que fueron exhumados en nuestros días, son ahora testigos mudos de la veracidad de otro versículo de la Escritura. Varios otros trozos fueron encontrados en un palacio asirio de Nimrud, la antigua Calah, una de las ciudades residenciales de los reyes de Asiria. Su diseño es muy similar a los de los que fueron encontrados en Samaría, lo que permite suponer o que provenían del mismo palacio o fueron trabajados de acuerdo con el diseño que los asirios habían visto en Samaría.2

De los almacenes de Acab nos han llegado casi cien piezas de alfarería con inscripciones. Son notas concernientes a la recepción de impuestos pagados en aceite y vino a la tesorería real. Estos modestos documentos son no obstante de gran valor para familiarizarnos con el vocabulario, la ortografía y la escritura de la lengua hebrea del siglo IX a. de J. C. Los nombres revelan también la amalgama de religiones que hubo en tiempos de Acab, porque había exactamente tantos nombres relacionados con Baal como los había referentes a Jehová.3

Entre ellos encontramos los bien conocidos de Abibaal, Baalzamar, Baalazakar, Baalmeoni, Meribaal, y Baala, para mencionar sólo unos pocos nombres vinculados a Baal. Entre los nombres relacionados con Jehová encontramos Jedaías, Joiada, Semarías y otros.

Estos nombres personales nos revelan las condiciones religiosas que prevalecieron en la época de Acab, cuando Elías luchó tan vigorosamente contra el culto a Baal, y revelan también la verdad de la declaración divina hecha a Elías sobre el gran número que no había doblado sus rodillas ante este dios (1 Rey. 19:18), hecho que Elías no había comprendido antes, pensando que era el único que había quedado de los adoradores del verdadero Dios. Pero los restos de alfarería descubiertos en Samaría nos revelan que había tantos padres que daban a sus hijos nombres vinculados con Jehová, como los que daban a su progenie nombres relacionados con Baal.

Uno de los nombres relacionados con Jehová, Egeliau, reviste especial interés por su significado: “Jehová es un becerro.” Jeroboam I había erigido dos becerros en Betel y Dan, en los que Jehová era adorado a la manera dé los dioses paganos de los vecinos idólatras de Israel. Este hecho se conoció como “el pecado de Jeroboam” (1 Rey. 12:28-30; 15:34, etc.), y fue una de las razones principales de la caída del reino del norte. Aunque los becerros de oro habían desaparecido hacía mucho, el nombre de un humilde ciudadano del tiempo de Acab testifica que el pueblo de su época consideraba que Jehová era un becerro, como lo enseñaban las imágenes de Betel y Dan.

Desde hace mucho tiempo se conocían los documentos que hablan de la caída de Samaría. El rey asirio Sargón II pretende en sus inscripciones, que nos son familiares desde hace muchos años, que él tomó la ciudad de Samaría a principios de su reinado y que se llevó consigo a 27.290 cautivos, además de cincuenta carros. (“Ancient Near Eastern Texts,” págs. 284-286.) Por largo tiempo se creyó que era el conquistador de Samaría, aunque la Biblia declara que Salmanasar, o sea el predecesor de Sargón, fue el rey que sitió la capital del reino del norte. Evidencias recientes nos indican que Sargón se atribuyó una campaña que en realidad fue cumplida por su predecesor. Lamentablemente han desaparecido todas las inscripciones relativas a los hechos de Salmanasar, el conquistador de Samaría. Probablemente fueron destruidas a propósito por el usurpador Sargón, que le siguió en el trono. Durante los primeros siete años de su reinado no se atribuyó la conquista de Samaría, pero de pronto, en el octavo, comenzó a declarar en sus inscripciones que él había sido su conquistador.1

La Biblia nos dice que después de la caída de Samaría los israelitas fueron dispersados en diferentes lugares del Imperio Asirio, a Cala, Babor, por el río de ‘Gozan, y en las ciudades de los medos. (2 Rey. 17:6.) Este es el último informe que tenemos de ellos. Después de haber sido llevados al exilio, los israelitas desaparecen del escenario histórico. Algunos quizás se unieron a los judíos que fueron llevados a Babilonia como cautivos, o volvieron a Palestina bajo Ciro o permanecieron en Babilonia, donde se formo un numeroso grupo de judíos. La gran mayoría de los israelitas, idólatras y muy poco diferentes de los paganos, pueden haber perdido su individualidad y haberse asimilado a los pueblos entre los cuales se establecieron. Sólo se han encontrado unos pocos textos en Mesopotamia que mencionan a algunos de estos cautivos israelitas. Un texto que nos llega de Tell Halah, la antigua Gozán, mencionada en 2 Reyes 17:6, registra el traslado de una niña israelita esclava, llamada Dina. También se menciona en el mismo texto a un hombre llamado Ismael y a un esclavo de nombre Oseas.2

Una de las cartas reales asirias encontradas en la capital de Nínive, trata de asuntos de Gozán y menciona a dos funcionarios con nombres hebreos y a un cierto “Halbishu de la ciudad de Samaria.” Una cantidad de textos nos vienen también de la región de Chabur, mencionada en 2 Reyes 17:6 (bajo el nombre de Habor), que contiene muchos nombres israelitas.3

Estos son los únicos rastros que podemos encontrar de los derrotados ciudadanos del reino del norte. De allí en adelante sencillamente desaparecen y el historiador no puede encontrar más sus huellas. Todo cuanto digan en contra los defensores del movimiento anglo-israelita que cree ver a los descendientes de las “diez tribus perdidas” en los actuales habitantes de las islas británicas, no tiene fundamento histórico y. carece de sentido.

Los últimos años del imperio asirio permanecen en el misterio. Con Asurbanipal (668, 639? a. de J. C.), desaparece toda fuente de información sobre ellos. Muchos libros de historia establecen el año 606 a. de J. C. como la fecha de la caída de Nínive. Sólo en 1923 se encontró entre los tesoros del Museo Británico, una tableta que reveló que esta fecha era errónea. Esta tableta, dada a conocer por C. J. Gadd, contiene un relato de las campañas militares de Nabopolasar de Babilonia y Cyaxares de Media contra Asiria durante los años 616 y 609 a. de J. C. Conquistaron una ciudad tras otra y destruyeron el Imperio Asirio. Esta tableta demuestra claramente que Nínive fue destruida en el año 612 a. de J. C., y que el Imperio Asirio fue dividido ese mismo año entre las potencias que lo conquistaron.1

Este solo texto histórico, por otra parte, ha aclarado inmensamente toda la complicada historia de Egipto, Babilonia y Judá durante este período, del cual la Biblia es nuestra mayor fuente de información. Se resolvieron así una cantidad de problemas históricos sobre este lapso, de tal suerte que difícilmente habrá otro período de la historia del Antiguo Testamento que haya podido reconstruirse con tanta certeza y exactitud como el de Nabopolasar, Nabucodonosor y sus contemporáneos judíos, desde Josías hasta Sedecías.

Textos con referencias astronómicas y de otra índole, escritos en tabletas cuneiformes, fijan el reinado de Nabucodonosor tan claramente que la correlación que presenta la Biblia entre su reinado y el gobierno de sus contemporáneos judíos, nos permite establecer el comienzo de la cautividad de Daniel (Dan. 1:1) con toda certeza en el año 605 a. de J. C. De la misma manera, fijamos la cautividad de Joaquín en el año 597 a. de J. C. y la caída de Jerusalén en julio de 586 de la misma era. Puesto que estas fechas pueden ser corroboradas astronómicamente, no existe la menor duda sobre su exactitud, si bien algunos eruditos se muestran reacios a aceptarlas y dejar de lado las fechas previamente aceptadas de 598 a. de J. C. para el cautiverio de Joaquín y 587 para la caída de Jerusalén.

El exilio

En los últimos años los eruditos han dedicado mucha atención a los libros que fueron escritos durante e inmediatamente después del exilio, a saber, Ezequiel, Esdras y Nehemías. Se los atacó con mucha virulencia y se consideró que eran tan poco dignos de confianza como los de Daniel y Esther, los que mucho tiempo se consideraron sin fundamento histórico y ficticios.

Cuando el sabio G. Holscher escribió su libro sobre Ezequiel en 1924, dijo que se había aplicado el escalpelo de la crítica a casi todos los libros proféticos, y que sólo el libro de Ezequiel permanecía intacto por lo que ya era tiempo de que alguien lo atacara también.2

La teoría más revolucionaria con respecto a Ezequiel la presentó el profesor C. C. Torrey, de la Universidad de Yale quien declaró que era una ficción posterior y muy indigna de confianza desde el punto de vista histórico.3

Trató previamente de la misma manera los libros de Esdras y Nehemías. Tanto él como sus discípulos llegaron hasta a dudar de la historicidad de la caída de Jerusalén ante Nabucodonosor. Cuando se puso en duda la destrucción de Jerusalén, también se dudó de la veracidad del cautiverio y en consecuencia del regreso de los hebreos en tiempos de Ciro. Los descubrimientos arqueológicos de los últimos años han hecho insostenibles todas estas opiniones y han confirmado los relatos bíblicos en forma notable.

Las excavaciones de Laquis, Debir y otras ciudades de Judea revelan que fueron totalmente destruidas durante el reinado de Nabucodonosor y que ningún centro de población fue habitado continuamente durante el exilio.1

Algunos sellos hallados en Debir y Betsemes con la inscripción del rey Joaquín, probarían la existencia histórica de este efímero rey.2

Más aún, se descubrió cierto número de tabletas en las ruinas del palacio de Nabucodonosor en Babilonia, que fueron descifradas precisamente antes de la última guerra. El profesor Ernst F. Weidner descubrió que se trataba de las anotaciones de las provisiones que entregaba el almacén imperial a los empleados extranjeros y a personajes de familia real exilados por Nabucodonosor. Entre ellos Joaquín, rey de Judá, sus cinco hijos y su tutor judío, aparecen como habiendo recibido aceite y vino.3

Este descubrimiento prueba que Joaquín estaba cautivo en Babilonia cuando estas tabletas fueron escritas (592 a. de J. C. en adelante), hecho puesto en duda por muchos eruditos. EÍ profesor Albright, al referirse a los diversos descubrimientos que prueban que los hechos vinculados con el exilio, tal como han sido registrados en los libros de Crónicas y Ezequiel son correctos, dice que “todo hallazgo pertinente hecho hace poco ha acrecentado la evidencia tanto en favor de la fecha primitiva del libro de las Crónicas (alrededor del año 400 a. de J. C. o un poco más tarde) como del cuidado que puso el cronista en extractar y compilar de otros libros los documentos y las tradiciones orales que estaban a su disposición… La nueva documentación proporciona otras confirmaciones de la autenticidad del libro de Ezequiel.”—Id., págs. 53, 54.

Palestina, que nunca nos ha favorecido con muchas inscripciones antiguas, ofreció a los arqueólogos 21 cartas escritas sobre fragmentos de alfarería. Son las comunicaciones de un comandante que luchó contra el ejército de Nabucodonosor en los últimos días de la existencia del reino dé Judá.4

Una de estas cartas dice que el autor y sus soldados continuaban esperando las señales de Laquis aun cuando ya no podían ver las de Azeca.5

Esta carta fue escrita durante aquellos trágicos días a los cuales se refirió Jeremías en su profecía: “Y el ejército del rey de Babilonia peleaba contra Jerusalén, y contra todas las ciudades de Judá que habían quedado, contra La- chis y contra Azeca; porque de las ciudades fuertes de Judá éstas habían quedado.” (Jer. 34:7.)

Las mismas cartas se refieren también a un profeta que parecería haber sido muy conocido, porque se lo llama simplemente “el profeta,” sin mencionarlo en ningún momento por nombre. (Fragmento de vaso de Lachis III. Ibíd.) Cierto número de eruditos piensan que “el profeta” es una expresión que se refiere a Jeremías, especialmente debido a que el comandante que escribió las cartas da la impresión en sus despachos de que se trata de un fiel siervo de Jehová.

Un interesante paralelo a Jeremías 38:4 se halla en una de estas cartas que habla de los príncipes casi en los mismos términos en que éstos hablaban de Jeremías de acuerdo con la Biblia. Los príncipes acusaron a Jeremías de debilitar “las manos de los hombres de guerra que permanecían en esta ciudad, y las manos de todo el pueblo, al hablarles tales palabras,” cuando Jeremías les avisó de la conveniencia de rendirse a los babilonios y poner fin a una resistencia infructuosa. En esta carta, escrita sobre un trozo de alfarería, el comandante escribió a su superior acerca de una carta enviada por los príncipes: “‘Os ruego la leáis.’ Y he aquí las palabras de los príncipes no son buenas, sino que debilitan nuestras manos y las manos de los hombres que están informados de ellas.” (Lachish Ostracon VI, Ibíd.)

Estas cartas de Laquis nos han dado mucha información con respecto al lenguaje y la escritura de la época de Jeremías. Tan estrecha es la similitud entre el lenguaje hebreo usado en esas cartas y el lenguaje que se halla en el libro de los Reyes, Jeremías y otros escritos de aquel tiempo, que no puede haber duda alguna de que estos libros fueron escritos por sus autores, y que no se introdujo ningún cambio en sus obras.

Más aún, estas 21 cartas contienen muchos nombres de personas que vivieron en los últimos meses de la existencia del reino de Judá. La gran mayoría de ellos están vinculados al nombre de Jehová, así como la última parte del nombre de Jeremías es una abreviación de Jehová. Revelan claramente la influencia de la reforma de Josías. Se había suprimido la idolatría y se había alejado de la nación a todos los dioses paganos. Estas cartas escritas unos cuarenta años después de la reforma de Josías reflejan notablemente el gran cambio que se había producido en la vida religiosa del reino de Judá. Contrastan en forma ostensible con los documentos que nos vienen de la Samaría de tiempos de Acab, en los cuales hay tantos nombres vinculados con Baal como con Jehová. Por otra parte, ninguno de los nombres encontrados en las cartas de Laquis contiene nombres de deidades extranjeras. Únicamente se encuentran en estos documentos los nombres del verdadero Dios de Judá, Eloim y Jehovah. (Torczyner, op. cit., págs. 28-30, 198, 214 y 215.)

Del mismo período nos viene una carta ara- mea escrita en una hoja de papiro que fue ha; liada hace algunos años en Egipto. La carta fue escrita por el rey Adón de Ascalón (?) y está dirigida a Hofra, faraón de Egipto, el mismo rey que procuró infructuosamente venir en ayuda de la sitiada Jerusalén. (Jer. 37:5.) En esta carta el rey Adón explicaba a Faraón que el ejército babilónico marchaba a lo largo de la costa de Palestina hacia el sur y que había avanzado hasta Afeca. Solicitaba ayuda inmediata de Egipto a fin de poder resistir.1

La angustiosa súplica del gobernante palestino, quien a la manera del rey Sedecías escuchó las falsas promesas de Egipto y se rebeló contra los babilonios, nos ayuda a comprender el amargo chasco que debe haber sufrido el pueblo del tiempo de Jeremías cuando vio abatidas sus esperanzas ante la inactividad del ejército egipcio, o la mezquina e insuficiente ayuda que recibió en su lucha contra los babilonios. Esta carta nos demuestra cuán exactamente se cumplieron las profecías de Jeremías por medio de las cuales exhortó a las naciones que rodeaban a Judá a servir fielmente a Nabucodonosor y las previno de las terribles consecuencias que seguirían si se rebelaban contra él. (Jer. 27:2-11.)

Además, este documento es uno de los primeros ejemplos de una carta diplomática escrita en arameo, lo que constituyó una gran sorpresa para el mundo erudito. Nadie hubiera pensado que un rey filisteo de la última parte del siglo VII a. de J. C. podría haber usado el arameo para dirigirse a un rey egipcio. Siendo que esta carta proviene del mismo período en el cual se escribieron los capítulos árameos del libro de Daniel, es de gran importancia para el estudiante de la Biblia. Hubo un tiempo en que los libros de Daniel y Esdras fueron atacados con vehemencia; se los calificó de ficciones y de escritos de una época posterior, debido principalmente a las porciones y los documentos árameos que contienen. Actualmente nadie que conozca los hechos puede esgrimir consistentemente este argumento para sostener que estos libros fueron escritos en una fecha posterior a la mencionada. Los numerosos documentos escritos en arameo correspondientes al siglo V a. de J. C., hallados en diversas partes de Egipto, nos brindan abundante material con que refutar las aseveraciones de estos eruditos.1

El redescubrimiento de Balsasar constituye otro glorioso capítulo de la historia de la arqueología bíblica. Se lo conocía sólo por el quinto capítulo del libro de Daniel. Nunca lo mencionan los autores griegos, ni ninguna fuente extra bíblica del período precristiano, con excepción del libro apócrifo de Baruc, que se basa en Daniel. Los comentadores fundamentalistas que defendían el libro de Daniel durante el siglo pasado, se vieron en dificultades al tratar de explicar la identidad del Balsasar mencionado en el capítulo quinto del libro de Daniel. Algunos pensaron que era Nabonido; otros, que se trataría de otro nombre del hijo de Nabucodonosor, Evil-Merodac. Cuando comenzaron a conocerse los textos cuneiformes de los últimos años del Imperio Babilónico, surgió el tan largamente perdido nombre de Balsasar, como el del príncipe heredero del último rey de Babilonia. Pero sólo cuando el profesor R. P. Dougherty compiló los numerosos textos que mencionan a Balsasar y Nabucodonosor, se conocieron las verdaderas funciones del primero. El libro de Dougherty, “Nabonidus and Balshazzar,” publicado en 1929, contiene un tesoro de material útil en apoyo de las porciones históricas del libro de Daniel. Demuestra que Nabonido, en el tercer año de su reinado, transfirió el gobierno a su hijo Balsasar al irse a Tema, Arabia, donde pasó muchos años de su vida, y que Balsasar ejerció el poder sobre el Imperio Babilónico durante los últimos años de la existencia de éste. Gracias a sus investigaciones Dougherty llegó a la conclusión de que el quinto capítulo de Daniel sigue en importancia a las tabletas cuneiformes como la fuente más exacta de nuestro conocimiento de los últimos días de Babilonia.2

El profesor R. H. Pfeiffer, que no cree que el libro de Daniel haya sido escrito en el siglo VI a. de J. C., sino que lo considera producto de la era de los macabeos, se siente perplejo. No puede comprender cómo pudo introducirse en el libro de Daniel una información tan exacta acerca de Balsasar en un tiempo cuando este rey había sido totalmente olvidado por el mundo antiguo, de suerte que ninguno de los autores griegos lo menciona. Por eso hace la siguiente declaración:

“Probablemente nunca sabremos cómo nuestro autor supo… que Balsasar, mencionado sólo en los registros babilónicos, en Daniel y en Baruc 1:11, que está basado en Daniel, actuó como rey cuando Ciro tomó Babilonia en 538.” —Robert H. Pfeiffer, “Introduction to the Old Testament” Nueva York, 1941, págs. 758, 759.

Para nosotros, que creemos que el libro de Daniel fue escrito en el siglo VI a. de J. C., no hay problema; pero los eruditos que no desean abandonar su actitud de crítica no pueden comprender cómo un hombre de la época de los macabeos pudo estar tan correctamente informado sobre los eventos históricos que tuvieron lugar 300 años antes, cuando no existían más fuentes dignas de crédito acerca de ese tiempo.

Juntamente con todos los demás historiadores no tenemos todavía una prueba de la existencia de Darío el Medo (Dan. 5:31; 6:1 y siguientes: 9:1 y 11; 1) basada en los documentos de ese entonces, o para refirmar en base a fuentes extra bíblicas de la época la actuación que le cupo en los días que siguieron a la caída de Babilonia. Con todo, siendo que han sido aclarados tantos detalles obscuros, y que aparentemente no tenían base histórica del libro de Daniel, no hay duda en la mente del que escribe de que podemos confiar completamente en este libro, y alejar toda duda sobre su veracidad histórica. El problema aún no resuelto acerca de Darío el Medo no nos perturba en lo más mínimo. Hace pocas décadas nuestros antepasados espirituales arrostraron la misma dificultad con respecto a Balsasar, la que. gracias a Dios, fué resuelta maravillosamente. Nuevos descubrimientos pueden arrojar luz sobre el problema pendiente del libro de Daniel.


Referencias

[1] W. F. Albright, “The Archaeology of Palestino and the Bible.” 3a. ed., Nueva York, 1935, págs. 176. 177; Albright, “The Biblical Period,” The Jews: Their History, Culture and Religión, edición L. Finkelstein, Nueva York, 1949, págs. 3, 4; Harry M. Olinsky, “Studies in the St Mark’s Isaiah Scroll,” en el Journal of Biblical Liter ature, pág. 69, 1930, pág. 152.

1 El profesor H. V. Hilprecht, en su libro “Explorations in Bible Lands During the Nineteenth Century,” ofrece una buena síntesis de las exploraciones llevadas a cabo en tierras bíblicas durante el siglo XIX. Luego, las labores realizadas en este mismo sentido hasta 1938 han sido admirablemente descriptas por diversos eruditos en la obra de Elihu Grant, titulada “The Haverford Symposium on Archaeology and the Bible.” También el profesor Jorge A. Barton, en su obra titulada “Archaeology and the Bible,” presenta un buen estudio y traducciones de muchos textos, pero ya ha perdido actualidad. La mejor obra sobre textos antiguos vinculados al Antiguo Testamento es sin duda una colección de traducciones hechas por eruditos especializados en sus respectivos campos de estudio, titulada “Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old Testament,” y a la cual nos referimos más adelante como “Ancient Near Eastern Texts.”

[2] “Ancient Near Eastern Texts,” sec. 146, pág. 172, Código de Hammurabi.

2 Cyrus H. Gordon, “Biblical customs and the Nuzi tablets,” The Biblical Archaeologist, No. 3 (1940), pág. 5.

[3] Albright, “The Egyptian Empire in Asia in the Twenty-first Century B. C.,” Journal of the Palestine Oriental Society, tomo 8 (1928), Págs. 247, 248. “Las cartas de Amarna Nos. 286-290.

1 No puede citarse ninguna publicación que ofrezca evidencia completa sobre la existencia de objetos de hierro en los albores de la historia. En un estudio futuro el autor ofrecerá la evidencia disponible sobre este punto, del cual puede adelantarse ya el siguiente resumen: Se encuentran camas de hierro en las primeras tumbas predinásticas de Egipto. Pero estaban hechas con hierro meteórico forjado en frío. Los primeros objetos de hierro terrestre se encontraron en las pirámides de la cuarta dinastía, en Gizeh, y en una tumba de la sexta dinastía, en Abidos; pertenecían todos al tercer milenio a. de J. C. La tumba de Tutankamón contenía diversos objetos de hierro, entre ellos armas e instrumentos. Las cartas de Amarna nos ofrecen por otra parte evidencia escrita sobre varios objetos de hierro del mismo período (siglo XIV a. de J. C.), que corresponde a la época de la conquista de Canaán por los israelitas. Se encontraron objetos de ese metal pertenecientes al tercer milenio a. de J. C. en las siguientes excavaciones practicadas en Mesopotamia: Tell Chagar Bazar, Tell Asmar, y Mari; además hay evidencia de su uso derivada de documentos de la época de Hammurabi, vale decir de antes de la era mosaica. La primera evidencia del empleo de este elemento en Asia Menor procede del siglo XIII a de J. C., también hay indicios del siglo XIV, y el XIII, correspondientes a la región de Palestina y Siria (Biblos y Quatana respectivamente). Esta evidencia nos permite declarar enfáticamente que el hierro se conocía y era usado mucho antes de la época mosaica y que las declaraciones hechas en el Pentateuco sobre el uso primitivo de este metal coinciden con los hechos de acuerdo con los más recientes descubrimientos.

2 Roberto H. Pfeiffer, “Introduction to the Old Testament,” New York, 1941, pág. 154.

1 En un trabajo del autor, que se publicará, y que fué presentado en una reunión de la Sociedad Americana-Oriental, celebrada en Boston en abril de 1952, se revela la evidencia de que existieron camellos domesticados en épocas primitivas. Ofrecemos a continuación un somero resumen del trabajo mencionado: En algunas tumbas de la primera dinastía, encontradas en Abidos y Abusir el-Meleq, en Egipto, se descubrieron figurillas de camellos, hechas de arcilla. En el contenido de una tumba de Fayum, correspondiente a la tercera o cuarta dinastía, se encontró una soga hecha con pelo de camello, y en Rifeh, en una tumba de la décimo novena dinastía, se encontró otra figurilla de camello. Estas evidencias nos revelan que se conocía el camello como bestia de carga en Egipto ya en el tercero y segundo milenios a. de J. C. De Mesopotamia nos vienen representaciones gráficas del camello, como figurillas o sellos, que datan del mismo principio del período histórico conocido como Uruk-Warka, del 3er. nivel de Ur en Eshunna (alrededor del año 2000 a. de J. C.), y de otras regiones nos llegan evidencias que proceden del segundo milenio a. de J. C. Una figurilla de camello correspondiente al siglo XVIII se encontró en Biblos, Siria, y otra del siglo XV en Gozer, Palestina, lo que nos muestra que se usaba el camello en todo el Cercano Oriente durante el período patriarcal.

2 La evidencia de la aparición de nombres de patriarcas en fuentes extra bíblicas, aún no coleccionadas, se encuentra diseminada en muchas publicaciones de diversos eruditos. Para la comprobación de algunos casos se puede consultar la obra de Albright, “Recent Discoveries in Bible Lands,” como también el apéndice a la obra de Young titulado “Analytical Concordance to the Bible,” págs. 26, 29 y el artículo “The names Shad- dai and Abraham,” aparecido en el Journal of Biblical Literatura, tomo 54, del año 1935, págs. 193-204

3Albright, “The Biblical Period,” The Jews: Their History, Culture and Religión, pág. 56.

1 Las primeras inscripciones semíticas de Palestina fueron convenientemente compiladas por el sabio David Diringer en su obra “The Palestinian Inscriptions and the Origin of the Alphabet,’’ en el Journal of the American Oriental Society, tomo 63, 1943, págs. 24-30. Sobre las inscripciones de Sinaí, véase Hebert G. May “Moses and the Sinai Inscriptions,” en The Biblical Archaeologist, tomo 8, 1945, págs. 93-99; y Albright, “The Early Alphabetic Inscriptions from Sinai and Their Decipherment,” en el Bulletin of the American Schools of Oriental Research, tomo 110, abril de 1948, págs. 6-22. (En adelante nos referiremos a esta revista con la denominación abreviada de Bulletin.)

2 Claude F. A. Schaeffer, “Réprise des Recherches Archéologiques a Ras Shamra-Ugarit,” tomo 28, 1951, pág., 10, figura 4; Albright, The Origin of the Alphabet and the Ugaritic ABC Again, Bulletin, tomo 119, de octubre de 1950, pags. 23, 24.

3 John Garstang y J. B. E. Garstang, “The story of Jericho,” Londres, 1940, págs. 133-135.

1 Albright, “The smaller Beth-Shan stele of Sethos I,” Bulletin, tomo 125, febrero de 1952, págs. 24-32.

2 La más reciente traducción de esta carta hecha por Albright, se halla en “Ancient Near Eastern Texts,” pág. 487. Véanse también sus comentarios sobre esta carta en el Bulletin, tomo 125, febrero de 1952, págs. 31, 32.

1 La más reciente traducción de este texto fue hecha por John A. Wilson, en “Ancient Near Eastern Texts,” págs. 245-247.

2 Véase la traducción de Wilson de esta inscripción rota, en “Ancient Near Eastern Texts,” pág. 251.

3 El historiador Gordon, en su obra “Ugaritic Literature,” Roma, 1949, nos ofrece una traducción de todos los textos mitológicos de Ugarit. El mejor estudio de estos textos se encuentra en la obra de Albright, “Archaeology and the Religión of Israel,” Baltimore, 1946, págs. 84-94.

1 Gordon, “Biblical customs and the Nuzu tablets,” The Biblical Archaeologist, tomo 3, 1940, págs. 1-12; E. A. Speiser, “Ethnic movements in the Near East in the second millenium B. C.” Annual of the American Schools of Oriental Research, New Haven, 1933, tomo 13, págs. 13-54.

2 Albright, “Some important recent discoveries: alphabetic origins and the Idrimi statue,” Bulletin, tomo 118, abril de 1950, págs. 14-20.

3 La Hna. Elena G. de White declara que “por quince largos siglos, el Cordero pascual había sido muerto” cuando Cristo murió como el “Cordero de Dios” (“El Conflicto de los Siglos,” pág. 450), y que la obra de la revelación inspirada continuó por “mil seiscientos años,” desde Moisés el historiador, hasta Juan el revelador (“El Conflicto de los Siglos,” pág. vii). Pueden encontrarse otras declaraciones coincidentes a este esquema cronológico en “El Origen y el Destino,” pág. 209, “Patriarchs and Prophets,” págs. 514, G27. 628. 703, “Prophets and Kings,” págs. 229, 230 y “El Conflicto de los Siglos,” pág. 27.

1 P- L. O. Guy, “New Light from Armageddon” (Oriental Institute Communications No. 9, Chicago, 1931), pág. 37 ff.

2 Las excavaciones de Ezión-geber han sido publicadas sólo en forma preliminar por Nelson Glueck en The Biblical Archaeologist, 1 (1938), pags 13-16; (1939), págs. 37-41; 3 (1940), págs. 51-55, y en el Bulletin, 71 (octubre de 1938), págs. 13-16; (1939), págs. 37-41; 3 (1940), pág. 75 (octubre de 1939), págs. 8-21; 79 (octubre de 1940), págs. 2-18.

3 Clarence S. Fisher, “The Excavation of Armageddon,” (Oriental Institute Communications No. 4. Chicago, 1929), págs. 12, 13.

4 Fierre Montet, “La necropole des rois tanites,” Kemi, 9 (1942), págs. 1-96.

1 J. W. Crowfoot y Grace M. Crowfoot, “Early Ivories from Samaria” (Londres, 1908), págs. xv y 62, 25 láminas.

2 R. D. Barnett. “The Nimrud Ivories and the Art of the Phoenicians,” Iraq, 2 (1935), págs. 179-210.

3 J. W. Jack. “Samaria in Ahab’s Time,’’ Edimburgo, 1929, págs. 37-64, 98-101, 145.

1 Edwin R. Thiele, “The Mysterious Numbers of the Hebrew Kings,” Chicago, 1951, págs. 122- 128.

2 Johannes Friedrich, “Die Inschriften vom Tell Hallah,” Archiv für Orientforschung, Beiheft 6 (Berlín, 1940), págs. 61, 62.

3 May, “The Ten Lost Tribes,” The Biblical Archaeologist, 6, (1943), págs. 55-60.

1 C. J. Gadd, “The Fall of Niniveh,” Londres, 1923. La más reciente traducción de este texto fue realizada por A. L. Oppenheim, en su obra “Ancient Near Eastern Texts,” págs. 303-305.

2 G. Hólscher, “Hesekiel Der Dicther und das Buch,” Beihefte zur Zeischrift der Alttestamenlichen Wissenschaft, tomo 39. Giessen, 1924. pág. 1.

3 C. C. Torrey, “Pseudo-Ezekiel and the Original Prophecy,” New Haven, 1930, págs. 17, 18, 59-61.

1 Albright, “The Archaeology of Palestine,” Penguin Books, 1949, págs. 141, 142.

2 Albright, “The seal of Eliakim and the latest preexilic history of Judah, with some observations on Ezekiel,” Journal of Biblical Litetature, 51, 1932, págs. 77-106.

3 Albright, “King Joiachin in exile,” The Biblical Archaeologist, 5, 1942, págs. 49-55.

4 Harry Torczyner, “Lachish I, The Lachish Letters,” Londres, 1938, pág. 223.

5 “Lachish Ostracon IV.” La última traducción de este texto bocha por Albright en Ancient Near Eastern Texts,” pág. 322.

1 H. L. Ginsberg, “An aramaic contemporary of the Lachish letters,” Bulletin, 11 de octubre de 1948, págs. 24-27; John Bright, “A new letter in aramaic, written to a pharaoh of Egypt, The Biblical Archaeologist, 12, de 1949, págs. 46-52.

1 Véase un artículo del autor titulado “The aramaic problem of the book of Daniel,” publicado en The Ministry, tomo 23, Nos. 5-7, correspondientes a los meses de mayo, junio y julio de 1950.

2 Raymond P. Dougherty, “Nabonidus and Balshazzar,” New Haven, 1929, págs. 199, 200.