El día 14 de julio encierra un significado extraordinario para la civilización contemporánea. Este aniversario recuerda la toma de la Bastilla, símbolo de opresión, discriminación o intolerancia. En ese día cayó el último reducto de la prepotencia, y con él, el régimen odioso de la servidumbre física, intelectual, económica y religiosa.

El hombre había estado durante siglos aherrojado a la voluntad de la nobleza —clase privilegiada— y de la iglesia —entonces fuerza dominadora. Las libertades fundamentales del individuo estuvieron, durante un largo y tenebroso período, subordinadas a los intereses de ‘la iglesia oficial y del estado hecho fuerte. Y esta situación opresiva determinó en la masa popular y en las clases ilustradas el surgimiento de un ansia general de libertad y justicia.

Comenzaron a manifestarse tendencias emancipadoras en las diversas esferas de las actividades humanas.

Los cultores de las letras, las artes y las ciencias, con el victorioso movimiento renacentista, se independizaron de los estrechos límites de la escolástica medieval, y procuraron encontrar inspiración en la cultura helénica y romana que la Edad Media comprimía criminalmente en las catedrales.

En la economía, los procesos tradicionales de compresión y cercenamiento fueron sustituidos por una era de franquicias absolutas, gracias a la divulgación de los principios fisiocrático-liberales, resumidos en el lema clásico: “Laissez faire, laissez passer” (dejad hacer, dejad pasar).

En el campo de la teología, la Reforma rompió los grillos del sectarismo religioso y proclamó el libre examen de los textos sagrados. Al describir esta obra extraordinaria, el célebre escritor Emilio de Lava leyó dice: “Cuando la Reforma puso el Evangelio en las manos de los campesinos, éstos exigieron la abolición de la servidumbre y el reconocimiento de sus antiguos derechos en nombre de la libertad cristiana. La Reforma inspiró en todas partes la reivindicación de los derechos naturales, la libertad, la tolerancia, la igualdad de los derechos, la soberanía popular”.

Estos movimientos de reforma emancipadora prenunciaban, indudablemente, el ocaso de una era de oscurantismo, de cercenamiento y limitación, como asimismo el amanecer radiante de una época más promisoria y fecunda que iba a permitir la coexistencia de la libertad y la justicia.

En efecto, el histórico brote revolucionario que sacudió la Francia en 1789 no fué otra cosa sino el conflicto de estas nuevas ideas contra el antiguo régimen. Era la reacción de un pueblo lleno de ideales de libertad contra los propósitos esclavizadores de las clases dominantes.

Los sublimes principios de la libertad surgieron victoriosos de esta violenta revolución que durante años enlutó y llenó de dolor a la desdichada Francia.

El 14 de julio de 1789 cayó la Bastilla ante el terrible ataque lanzado por la furia popular. Con este hecho histórico quedó abolido el poder absoluto; la religión obligatoria dejó de existir, y caducaron los odiosos privilegios de la realeza.

Reunidos en asamblea, los legisladores elegidos por el sufragio popular establecieron los principios normativos que consolidaban la libertad civil y religiosa. Estos principios constituirían las memorables “declaraciones de los derechos del hombre y del ciudadano”, inspirados en la legislación liberal de los Estados Unidos, que proclamaba “como evidentes las verdades de que todos los hombres han sido creados iguales entre sí y el Creador los ha dotado de los derechos incontestables de la vida, la libertad y la realización de la felicidad”.

La libertad civil y, especialmente, la libertad religiosa, estatuidas por los legisladores franceses, sólo podían subsistir en un estado libre, separado del poder espiritual. Las abundantes páginas de la historia nos enseñan que la alianza del estado y la iglesia constituyó una unión llena de peligros para la supervivencia de las libertades. Comprendiendo esto, los constituyentes franceses se apresuraron a proclamar la separación del poder temporal que, durante varios siglos había estado unido en un infeliz maridaje con el poder espiritual.

Conviene recordar que Cristo, ya en sus días, definió sin embozo la verdadera posición del estado frente al poder espiritual. Contestando a una pregunta capciosa formulada por un astuto judío, el Maestro de Galilea dijo: “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22:21). Con esto, Jesús enseñó en su infinita sabiduría el respeto a las autoridades constituidas y la sujeción a los principios divinos. Lo santo y lo profano carecen de afinidad.

El 14 de julio el mundo conmemorará el hecho épico de la toma de la Bastilla. Esta conmemoración sé hará justamente cuando la libertad de conciencia -está amenazada por la insidiosa trama de los violadores de los derechos del hombre. Evoquemos, pues, en este día, la sublimidad de las enseñanzas de Cristo en lo que concierne a la relación entre lo temporal y lo eterno; además, proclamemos en toda su excelsitud el primado de la libertad de conciencia.