No existe y nunca existirá un amor más grande por la especie humana que el de Cristo. Siempre que leo algo acerca del plan de redención quedo sensibilizada por las palabras que encontramos en El Deseado de todas las gentes, página 13, donde se nos dice que el plan de Dios “no fue una reflexión ulterior, formulada después de la caída de Adán. Fue una revelación ‘del misterio que por tiempos eternos fue guardado en silencio’ ”.

            Más adelante leemos: “Éste fue un sacrificio voluntario. Jesús podría haber permanecido al lado del Padre. Podría haber conservado la gloria del cielo y el homenaje de los ángeles… Pero prefirió devolver el cetro a las manos del Padre y bajar del trono del Universo, con el fin de traer luz a los que estaban en tinieblas y vida a los que perecían” (p. 14).

            Al considerar ese amor tan grande, colaborar con la obra de Dios es un gran privilegio. Dedicar la vida a su servicio es participar de esa obra redentora.

            Después de trabajar por más de treinta años para la iglesia, he oído algunas quejas de hijos de pastores y obreros que me han impresionado bastante. Por ese motivo, una carta que recibí de Lilian Becerra de Oliveira, que a continuación transcribo en su totalidad, contribuyó para que participara de una bella experiencia. Es una señora joven, hija de pastor, con dos hijos pequeños, que siempre irradia felicidad cuando participa de esta misión.

Dónde está la diferencia

            “Los recuerdos de mi adolescencia me llevaron a pensar en las conversaciones que sostuve con mis amigas más allegadas. Puesto que éramos hijas de obreros adventistas, hablábamos acerca de nuestro futuro, de nuestras aspiraciones y del hogar que queríamos formar. Un día le pregunté a una de ellas: ‘¿Te casarías con un pastor o con un misionero que trabaja para la iglesia?’ Pocas se animaron con la idea. La mayoría respondió con un ‘no’ que denotaba un profundo desagrado. ¿Cuál era la razón de ese sentimiento negativo?

            “Como hija de pastor, más de una vez sufrí presiones sociales y momentos desagradables que por suerte no me dejaron marcada. Por el contrario, siempre tuve el deseo de casarme con un pastor. Ahora, al escribir, me siento totalmente realizada. Mi esposo es pastor a cargo de un distrito, y yo lo acompaño en su ministerio y lo apoyo en sus diferentes actividades; me siento completamente feliz al verificar que el sueño se convirtió en realidad. Nada me hace más feliz que ser esposa de pastor.

            “Sin embargo hoy, como madre de una linda nena, a veces me pregunto cuál es la razón de esos sentimientos negativos de parte de algunos hijos de misioneros con respecto al servicio para la iglesia. ¿Será que nosotros, como padres, tenemos algo que ver con los pensamientos que se desarrollan en los corazones de los jóvenes en favor o en contra de Dios y de su iglesia? ¿Puedo hacer algo yo para que mi hija ame a Dios y a su iglesia como yo los amo?

            “Me acuerdo de lo que mis padres hicieron por mí. ¿Hubo algo en la educación, en el diario vivir o en alguna costumbre familiar que produjo la diferencia?

            “Los cultos del hogar. El sitio donde aprendí a amar y a respetar a Dios fue en los cultos del hogar, especialmente los de los viernes a la puesta del sol. Mis padres hacían de ese culto un momento agradable. Era el instante cuando cada uno de nosotros se refería a las bendiciones recibidas durante la semana. Todos participábamos. Cantábamos, sonreíamos, estudiábamos y orábamos juntos. Era un momento solemne y, sin embargo, alegre, Me acuerdo de las lindas historias y también de las deliciosas cenas. Todo el sábado era un día feliz. Papá siempre reservaba tiempo para nosotros.

            “La oración. No estoy pensando en la oración para pedir la bendición sobre los alimentos, ni en la oración de costumbre a la hora de los cultos. Me refiero a la oración de mis padres. Me produjeron una fuerte impresión acerca del cuidado y la protección de Dios. Desde pequeña me tocaba el corazón cuando por algún motivo abría la puerta del dormitorio de mis padres y los encontraba arrodillados, por la mañana y por la noche, y más todavía cuando oraban en voz alta. Fui testigo de la amistad de ellos con Dios.

            “La devoción personal. Nunca me gustó levantarme muy temprano. Pero cuando eso sucedía, más de una vez vi por debajo de la puerta la luz encendida del escritorio. Podría ser que mi padre o mi madre estuvieran allí estudiando la Biblia. ¡Qué lección práctica para mi vida! No sólo mi padre estudiaba profundamente la Palabra de Dios; mi madre también tenía la costumbre de hacerlo. Hasta hoy ella no sólo cuida de la casa, sino que trabaja afuera para servir a la iglesia. Me pregunto cómo puede hacer todo eso.

            “Las críticas. Acepto que los puntos mencionados más arriba deberían formar parte del estilo de vida de todo hogar adventista, pero hay un punto que, me parece, establece la diferencia. Como adulta, doy una mirada al pasado, y recuerdo situaciones y momentos que hubiesen justificado una queja o una crítica de parte de mis padres hacia la Organización y sus dirigentes. Nunca oí tal cosa. El ejemplo de lealtad de mis padres hacia la Organización y sus dirigentes, sin importar las circunstancias, quedó profundamente grabado en mi ser. Ciertamente hubo observaciones con respecto a las predicaciones, preocupaciones con respecto al salario y reacciones relativas a la forma de tratar de ciertos dirigentes. Pero cada comentario negativo evidentemente se limitó a sus conversaciones privadas y no los compartieron con nosotros. ¿Cómo podría yo amar a mi iglesia si mis padres no hubieran tenido ese cuidado en una edad en que no estábamos en condiciones de entender esas cosas?

            “Respuestas a los llamados. Como esposa de pastor, comienzo a comprender ahora que los llamados implican mudanzas, y que inevitablemente provocan trastornos grandes y pequeños en nuestra vida personal y profesional. En nuestra familia, para los hijos un llamado era un motivo de júbilo. Mi padre tuvo cuidado de inculcarnos la idea de que una mudanza era un llamado de Dios y no de los hombres. Nunca me enteré de que él deseaba ocupar un determinado cargo o de que hubiera rechazado un llamado. Admiro más a mis padres por haberlos acompañado y apoyado en esa convicción. De este modo, desde chica, aprendí que es Dios quien dirige nuestras vidas.

            “Lo que acabo de decir no es necesariamente algo extraordinario. Son realidades sencillas, puestas en práctica día tras día en la vida de todos los que contribuyeron a establecer una diferencia en mi vida. Ciertamente es una gran diferencia que me hace muy feliz mientras sirvo a mi Dios a y mi iglesia”.

Sobre el autor: Coordinadora de AFAM y directora del Ministerio de la Mujer en la División Sudamericana.