Hace cincuenta años subí a la plataforma del Colegio de Walla Walla para recibir mi diploma. Días después mi esposa Donna y yo comenzamos nuestras actividades pastorales en la región del noroeste de los Estados Unidos. Ingresé en el ministerio con muchas esperanzas y con la clara noción de estar respondiendo a un llamado celestial.

Puedo decir, sin temor, que no me equivoqué. El ministerio me ofreció desafíos en abundancia, infinidad de oportunidades de servicio y, principalmente, el privilegio de encaminar a centenares de hombres, mujeres y niños a los pies de Jesucristo y al seno de su iglesia. También me enseñó una cantidad de cosas que las dos generaciones de predicadores que me precedieron en mi familia y una infinidad de tareas escolares jamás me habrían podido enseñar.

Aprendí que…

La mayor parte de los seres humanos nunca cambió. Todavía necesitan ser amados, que se ore por ellos, que se los alimente y se los cuide. Es un gran privilegio para el pastor servir a esas personas en tiempos de crisis, apoyarlas en sus dolores y compartir sus alegrías. Nadie debería ser demasiado viejo, ni estar tan enfermo o ser tan joven como para quedar al margen del corazón compasivo de un pastor.

Como lo dijo con mucho acierto Henry Nowen: “El ministro no ha sido llamado sencillamente para consolar a la gente, sino para que en medio de los dolores y las tribulaciones se pueda encontrar la primera señal de nuestra vida, o sea una alegría que está cubierta por la tristeza” (The Living Reminder [El recordatorio de la vida], p. 45).

Aprendí que la familia del pastor merece su amor más intenso y su grado más elevado de preocupación. Si un pastor joven es casado, el hecho de servir como pastor no disminuye su deber de ser sensible y cuidadoso con su esposa, y de ayudarla tanto cuanto pueda. Aprendí que la intimidad del matrimonio se logra al compartir y nutrir intereses comunes, y al participar en el sencillo arte de alegrarse juntos. También aprendí que una caminata con mi esposa contribuía a afianzar mi intimidad con ella.

Si el matrimonio ha sido bendecido con la llegada de los hijos, éstos deben ser la primera prioridad de la agenda de todos los días. Ellos constituyen el primer campo misionero del pastor. Jamás lamenté el tiempo dedicado a jugar básquet con mi hijo o al ludo con mi hija.

Aprendí que la gente que ocupa los bancos de la iglesia está interesada en la predicación. Casi sin excepción, siempre que los hermanos preguntan acerca de las cualidades del pastor, su capacidad de predicar encabeza la lista. El predicador de la Palabra de Dios puede mover y cambiar corazones con la ayuda del Espíritu Santo. I. H. Evans dice que “la predicación no es una profesión, una confortable vocación material por medio de la cual alguien puede ganar fácilmente su sustento; es una vocación, es trabajo y servicio, cuyas herramientas son el sacrificio, el estudio y la más alta calificación jamás exigida para cualquier otro trabajo” (The Preacher and His Preaching [El predicador y su predicación], p. 21).

Aprendí que el pastor debe considerar que él mismo y su cuerpo son el templo del Espíritu Santo. Debe practicar los principios relativos a la salud, hacer ejercicios físicos, descansar y tener una alimentación equilibrada. Muchos pastores fallan en este sentido, y se convierten en un ejemplo muy deficiente para los santos. Un pastor obeso me dijo una vez: “El Señor viene pronto; cuando venga me transformará”.

Aprendí que…

Ningún pastor puede descuidar su vida devocional diaria y su íntima comunión con el Cielo sin pagar un alto precio. Esa búsqueda diaria del maná no sucede por sí sola sino que se debe convertir en una prioridad intencional si un pastor realmente desea disponer del poder de Dios en su trabajo. En la puerta de una iglesia en la cual yo había hablado, una persona que invirtió años en el ministerio y sufrió una caída moral me dijo llorando: “Lloyd, ¡sea fiel! Los años más felices de mi vida fueron los que dediqué al ministerio. Daría todo lo que tengo para empezar de nuevo”.

Aprendí que el pastor debe vivir por encima de cualquier reprensión, por causa de Aquél a quien representa. Necesita decidir en su corazón convertirse en una persona de elevada integridad y honestidad impecable en el hogar, la iglesia, la comunidad y en el campo de deportes. Honestidad al hacer su declaración de impuestos, honestidad al enviar a la Asociación su informe de gastos, etc., etc.

Aprendí que un pastor puede estar contento no importa qué función cumpla, en qué lugar y en que país, con tal que esté sirviendo en la causa de Dios. Claro que habrá mudanzas. Bendito el pastor que puede dedicar su corazón y su espíritu al trabajo que lleva a cabo ahora, como si fuera a quedarse allí para siempre.

Aprendí que…

Un buen pastor se puede convertir en un líder siervo en su congregación, al servir con humildad y amor, y conduciendo con su ejemplo y su visión. Jamás vacilará al considerar otros puntos de vista contrarios al suyo. No dirige al pueblo con mano de hierro ni toma decisiones arbitrarias sin el beneficio de los sabios consejos de otros líderes locales. Sabe muy bien que la iglesia ya estaba allí antes de su llegada, y que seguirá allí después de su partida. Trabajar con esa actitud produce ilimitados beneficios tanto para el pastor como para la congregación.

Aprendí que una de las tareas más satisfactorias para el pastor es predicar la Palabra de Dios con la ayuda del Espíritu Santo, como autoridad final en el corazón de los miembros de la iglesia, y enseñarles a tener confianza en la Providencia. Es esencial que ellos comprendan el origen celestial de esos instrumentos.

Aprendí que no existe un momento cuando la cortesía y el tacto, y una actitud bondadosa, estén fuera de lugar. Conocemos muy bien la siguiente declaración: “Si quisiéramos humillarnos ante Dios, ser amables, corteses y compasivos, se producirían cien conversiones a la verdad allí donde se produce una ahora” (El ministerio de la bondad, p. 91). Cada una de esas gracias cristianas debería formar parte de la vida de todo pastor de éxito.

Aprendí que la crítica destructiva actúa como un cáncer en la vida de quien la alimenta. No hay lugar en la vida y en la obra de un pastor para el sarcasmo, la condenación o el desprecio. Esa actitud no lleva a nadie al reino celestial.

Aprendí que formo parte de la familia humana, con sus carencias y fragilidades. He cometido errores y he fallado en casi todos los puntos mencionados anteriormente. Pero aprendí, por sobre todo, que hay plenitud de gracia disponible, y abundancia de perdón ofrecido, no sólo para los hombres y las mujeres sentados en los bancos del templo sino también para el pastor.

Éstas son las preciosas lecciones que aprendí después de cincuenta años de ministerio. Son cosas que, como lo afirmé antes, dos generaciones de predicadores y todos los libros escolares no son capaces de enseñar. Tienen un valor incalculable.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Secretario de la Asociación Ministerial de la Unión del Pacífico, California, Estados Unidos.