La iglesia, como congregación, no siempre se acuerda de que el pastor es un ser humano como cualquier otro. Cada año, en el ceremonial del santuario, el sumo sacerdote ofrecía primeramente un cordero como expiación por sí mismo y por su familia. También estaba “sujeto a las mismas debilidades”[1] como cualquiera de los grandes profetas.
Otro detalle lamentablemente también olvidado –y que recordado evitaría muchos males– es que sobre el pastor descansa la unción divina, la separación sagrada, la consagración a un servicio divino. Si cada laico recordara permanentemente esta importante verdad referente al ministerio, entonces examinaría sus exigencias, no siempre razonables, mediante esta importante realidad espiritual.
El Nuevo Testamento enseña el aprecio que el laico debe tener por el pastor. El espíritu de profecía confirma y comenta esta enseñanza. Tratar siempre al ministro respetuosa, deferente y atentamente debería ser el comportamiento natural de cuantos tienen la alegría de saber que sus nombres están inscriptos en la lista de miembros de la iglesia. Pero no siempre sucede así. Por lo tanto, es necesario que el pastor esté prevenido, preparado para la situación, recordando que la iglesia no es un museo de santos, sino un gran hospital para pecadores peregrinos que avanzan difícilmente hacia la Canaán celestial y que todos, sin excepción, están tan sujetos a errar como lo está el mismo pastor. Sin embargo, debe tener en cuenta que es dirigente de un grupo y que la conducción requiere ciertas cualidades indispensables. Como pastor, debe ser el representante de la misión o la asociación ante la congregación, sea ella cual fuere. Por eso, y en vista de esta importante vinculación, de él naturalmente se espera mucho. Su obra no puede ser totalmente humana. Sin los recursos y el apoyo divinos esta sagrada labor se malograría.
Lo que vamos a enumerar, basados en la experiencia, es apenas una mención de algunas de esas cualidades del dirigente, quizá las más necesarias para el buen éxito del pastorado en estos días difíciles en los que hay que tener en cuenta la urgencia del mensaje que debe darse al mundo en esta generación.
Ejemplo
El laico espera que su pastor sea ejemplo de los fieles.[2] Los romanos decían sabiamente que “la palabra mueve, el ejemplo arrastra”. Los sermones, las predicaciones, las conferencias, los estudios, los consejos deben mover a la iglesia, ¡pero el ejemplo es el que posee fuerza poderosa para ponerla en movimiento y hacerla avanzar! “Desde lo más alto hasta lo más bajo de la escala social, el ejemplo es la forma más bella de autoridad”.
A pesar de la humildad que le era peculiar el apóstol Pablo declaró, y tuvo valor para hacerlo: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo”.[3] El laico espera que su pastor se esfuerce para poder decir lo mismo. Si es humilde como para disculparse francamente cuando se equivoca –lo que no siempre ocurre– ejercerá una decidida influencia sobre la congregación. Esa virtud unida a la ternura y al afecto por el rebaño, puede dirigir a éste por las sendas del Evangelio.
La familia del pastor, por el poder de Dios, también tiene que ser ejemplar para que estimule la emulación y no eche sombras sobre la obra del ministro. Tómese tiempo el pastor para dirigir cariñosamente a su familia a fin de que se la considere con respeto y aprecio. Esto no puede lograrse sin esfuerzo diario, sin el altar de familia, sin oración cotidiana. Si el hogar del pastor es fiel, mayormente en lo que a vestimenta se refiere, el efecto sobre la congregación será amplio en esta época de modas eróticas, tan insolentes y descaradas que se atreven a penetrar en el mismo santuario en tanto que la iglesia, como congregación y como movimiento, ¡todavía lo sigue permitiendo! Y en materia de la reforma pro salud, la familia del pastor es igualmente una bendición para los hermanos al dar ejemplo de aquello que la iglesia sugiere como espiritual y científico.
Fiel a los principios
El laico espera que su pastor sea ciento por ciento adventista, sea expresión viva del mensaje, consecuente con su fe. Descubre que esa actitud es uno de los mejores sermones que el pastor puede predicarle a él, al laico en particular, y a la congregación en general. No cree que el ministro deba ser duro, pero tampoco cree que deba ser blando. Debe ser firme y seguro en materia de principios bíblicos y denominacionales. De lo contrario, estaría traicionando su elevada misión. Espera, además, que no confunda dureza con firmeza. Un pastor firme, seguro, eleva e infunde valor a la iglesia.
Cortés
El laico espera que su pastor se esmere en ser cortés. La cortesía –dice Amado Nervo– es el perfume más singular de la vida. Es por sí sola una fuerza poderosa. Macaulay la definió como la benevolencia en las cosas pequeñas. Fuera de la Biblia, ningún libro da importancia a las así llamadas niñerías. En ella, por ejemplo, la majestuosa figura del patriarca Abrahán aparece como modelo de la verdadera cortesía. Ella es característica del verdadero caballero y cierto historiador dice: “Fue en aquellos días cuando apareció en Judea el perfecto caballero, Jesucristo”.
Efectivamente, el ministro cortés es caballero, afable, sereno, tolerante. La cortesía le sirve de escudo, pues detiene contiendas, evita roces y soluciona problemas. Es, por lo tanto, uno de los elementos decisivos del triunfo.
He aquí el motivo por el cual el laico espera que su pastor sea o haga lo mejor que esté de su parte para ser así: “Si… los ministros, los profesores y laicos cultivasen el espíritu cristiano de la cortesía hallarían más pronto acceso al corazón de la gente”.[4]
Entusiasta y alegre
El laico espera que su pastor sea entusiasta y alegre, pues la congregación es sensible a su entusiasmo y a su alegría. Alguien dijo que ninguna persona hallará mejor modo de hacer algo si no se entusiasma por su realización. Para Emerson “jamás se realizó alguna cosa importante sin entusiasmo”. Según su raíz etimológica, la palabra entusiasmo en la antigüedad clásica significaba poseído por la divinidad y definía un estado carismático resultante de la actitud optimista.
En lo que respecta a la virtud de la alegría, “todo sale a las mil maravillas para los que poseen una disposición alegre”. En el Pentateuco se nos dice: “Estarás verdaderamente alegre”.[5] El apóstol Pablo nos da un consejo semejante: “Estad siempre gozosos”.[6]
El entusiasmo y la alegría son dos virtudes gemelas en el ministerio que el laico espera ver realmente en su pastor. Sin embargo, el buen juicio excluye naturalmente el empleo de chistes en el púlpito y de expresiones impropias en particular, pues no son de estímulo espiritual.
Discreto
El laico espera que su pastor sea discreto. El rebaño generalmente retiene todo lo que habla el ministro. “El pastor dice… el pastor afirmó… el pastor aseguró…” es la última palabra para el laico. Uno de los elogios que la Biblia hace de David en su juventud es que era prudente en sus palabras,[7] es decir, sensato, circunspecto en su conversación. Mentiras, rumores falsos, calumnias y conceptos distorsionados sobre hechos y personas circulan por todas partes, y también entre el pueblo de Dios aunque en forma atenuada. Entretanto, parece que en cada congregación hay acusadores de hermanos. Por eso mismo el laico espera que el pastor sepa examinar con discernimiento los dos lados de toda cuestión y proceder como lo habría hecho Jesús. Si el pastor tuviera en su oficina un “libro de acusaciones” y lo usara para que los hermanos registraran en él los cargos que tuvieran contra alguien, con la condición previa de firmar lo escrito, ese libro nunca se abriría. La verdad es que la gente llega a afirmar hechos que no ha visto, después de aceptar como verídicos falsos testimonios, asegurando lo que alguien dice haber visto u oído. Además de ser el padre de la mentira, Satanás debe ser el abuelo del rumor. Quien así procede, le presta servicio al enemigo. El Salmo 15 nos enseña que no debemos aceptar la difamación de alguien, si es que realmente deseamos ser ciudadanos del cielo. El ministro que acepta fácilmente versiones negativas contra sus ovejas, se coloca en la más lamentable posición como pastor de almas. Esto perjudica a las iglesias y extiende el descontento. “Por boca de dos o tres testigos se decidirá todo asunto”,[8] es la instrucción de la Biblia para solucionar problemas de la clase a la cual nos venimos refiriendo, instrucción que libra al pastor de penetrar en densas tinieblas.
El laico espera que su pastor tampoco sea político, como no lo fue Jesús, y se guarde de la pretensión de agradar al mismo tiempo a dos corrientes opuestas, a tirios y a troyanos.
Bien informado
El laico aprecia que su pastor esté al día en cuanto a los acontecimientos para poder transmitirlos a la congregación cuando sea oportuno. Por eso cree que el pastor debe leer las noticias en las mejores fuentes, sobre todo para aplicarlas debidamente a las señales de los tiempos. Descubre también que un ministro bien informado lee las publicaciones adventistas, estimulando así a su rebaño a hacer lo mismo. Además, podría incluir libros y ciertas publicaciones adicionales, quedando el rebaño, como resultado, al nivel de los acontecimientos que le fueran transmitidos. Esto es muy animador para los creyentes fieles.
Se nos ha dicho que Juan el Bautista, heraldo del primer advenimiento y símbolo elocuente del segundo, salía periódicamente de su retiro del desierto para mezclarse con la gente e informarse de lo que estaba ocurriendo. Hoy los modernos medios de comunicación nos dan rápidamente todas las informaciones que necesitamos sin que debamos salir de nuestra casa. Sólo basta con captarlas y seleccionarlas para su posterior aplicación.
Predicador hábil
El laico espera que su pastor no se preocupe por ser buen orador y que tampoco se sienta inferior por no serlo. El orador, salvo raras excepciones, generalmente corre el riesgo de atraer a los oyentes más hacia su persona que hacia su mensaje. Al mismo tiempo existe en cada buen orador el peligro de caer en la presunción.
En cambio, el laico espera que su pastor se esfuerce para ser un predicador hábil y practique, como le fue recomendado, la buena dicción y el ejercicio de la voz además de estudiar cuidadosamente sus sermones, a fin de revestirlos del calor espiritual necesario y de la máxima solemnidad. Espera también que no se preocupe por predicar cada sábado un sermón largo. Prefiere un mensaje breve, directo y eficaz que generalmente no abarque más de media hora. Aprecia oír un versículo selecto leído de la Biblia, y si se mencionan otros textos, le agrada que sean repetidos de memoria. Descubre que un versículo bien elegido como tema central, bien trabajado e ilustrado, produce mayores resultados que todo lo contrario. La familiaridad que el tiempo promueve entre la congregación y su pastor, tiende a disminuir psicológicamente el efecto de sus sermones. Sin embargo, si fueran concisos, bien preparados y atrayentes, surtirán efecto y alcanzarán objetivos aunque el pastor permanezca durante años frente a la misma feligresía.
Cuando en Nueva York fuimos a oír al famoso predicador Dr. Norman Vincent Peale al Marble Colegiate Church, ya habíamos leído decenas de sus sermones. En esa ocasión notamos que no es precisamente un buen orador, pero sin duda es un hábil predicador. Además, advertimos que Peale atrae por la vitalidad de los temas atrayentes que aborda, por la sencillez, así como por la brevedad. Tiene su sermón tan bien estudiado que no depende de bosquejos ni de mucha lectura.
El laico espera que su pastor proceda de este modo y pueda llegar a ser hábil predicador y que estudie sus temas con mucha anticipación para presentarlos con entusiasmo. De esa manera queda más libre y el Espíritu Santo puede obrar mejor.
Organizado y evangelista
El laico espera que su pastor sea organizado, pues “el orden es la primera ley del cielo”. Cada departamento de la iglesia necesita y desea la asistencia del pastor, de manera que él, como el director de una orquesta, debe orientar a cada integrante del conjunto. También espera que sea un evangelista en toda el área del rebaño. Esto podría realizarse más fácilmente si se pudiera alistar a cada laico por lo menos en una actividad práctica y específica. Puriton, en una de sus famosas obras,[9] relata que cierto ministro permaneció durante 25 años como pastor de una congregación. Aunque el ejemplo no se aplique a nuestra filosofía particular en cuanto a la permanencia prolongada del pastor en determinada iglesia, nos deja igualmente una lección, pues el éxito de aquel hombre como ministro se debió a que ponía en práctica el sabio consejo de Jesús: “A cada uno su obra”.[10] Cada miembro de iglesia desempeñaba una actividad específica. La congregación no dejó de crecer y de subdividirse en otras. Además de la beneficiosa multiplicación evangélica, las ovejas ocupadas no tienen tiempo para notar los defectos de sus compañeras de rebaño.
Y el laico espera que su pastor no le predique en día domingo de asuntos variados que no estén relacionados entre sí y basados en un plan. Prefiere, en cambio, que como evangelista que debe ser en su propia iglesia, presente una serie permanente de temas, como conferencias, que pueden ser ilustradas y anunciadas en volantes, diarios y en la radio. Sería, en último término, la verdad presente, predicada domingo tras domingo.
Amigo de pecadores arrepentidos
El laico espera que su pastor sepa comunicarse con los que yerran, diferenciando al pecado del pecador. Entre ambos hay diferencia, y se corre el peligro de confundirlos como semejantes. Dios ama al pecador arrepentido y siempre desea regenerarlo, al mismo tiempo que siente aversión por el pecado, por ser éste transgresión de la ley. Se nos anima a ser imitadores de Dios como hijos amados.[11] Hay muchas lecciones bíblicas para esa conducta pastoral. Citemos solamente dos, una del Antiguo y otra del Nuevo Testamentos: 1) El patriarca Jacob no maldijo a sus violentos hijos Simeón y Leví, sino a “su furor”;[12] 2) la iglesia apostólica en Éfeso, no aborreció a los nicolaítas, sino a “las obras” de ellos.[13] Los descarriados, los desinteresados, los desanimados, los inexpertos, los que cedieron a la transgresión y están abatidos y humillados, reciban, si están arrepentidos, la palabra y la visita del pastor como bálsamo venido del cielo. Muchos se verán impulsados a llorar arrepentidos si el pastor los busca amorosamente y ora con ellos.
Sin acepción de personas
El laico espera que su pastor sepa tratar a su congregación sin la menor acepción de personas, de manera que no vaya a ser atento con algunos e indiferente con otros. ¡La discriminación sería fatal! Por las circunstancias del trabajo, el pastor naturalmente está más relacionado con los oficiales de la iglesia, como sucedía entre Jesús y los apóstoles. Sin embargo, la actitud justa que la congregación aprecia es una consideración pareja, amistosa y cordial hacia todos indistintamente. El pastor puede verse tentado a tratar mejor a los más cultos, a los más bien vestidos, a los más inteligentes, etc., ignorando que los más humildes y menospreciados lo notan. Todos, sin distinción alguna, son almas muy preciosas por las cuales Jesús dio su sangre. Si Dios, como lo sabemos, no hace acepción de personas, entonces debemos imitarlo plenamente.
Ausente por excepción
El laico espera que su pastor esté generalmente presente en las reuniones de su rebaño. Sabe que el ministro a veces debe ausentarse, pero tanto como sea posible, le agrada verlo siempre presente, inclusive en las clases de maestros de la escuela sabática, en tiempos pasados frecuentada por todos los pastores.
Su presencia, tanto en las reuniones MV como en todas las comisiones de los departamentos de la iglesia, fortalece todo y previene malentendidos innecesarios. Su presencia estimula a los oficiales y los anima. Cuanto más se ausente el pastor tanto más es probable que haga falta. Y cuando el pastor se ausenta tanto que deja de guiar y animar a su rebaño, entonces podrá estar dispersando sus esfuerzos en lugar de concentrarlos.
Por lo tanto, el laico espera que su pastor esté ausente lo menos posible de la congregación y que, al mismo tiempo, se esfuerce en ser puntual.
Idealista
Finalmente, el laico espera que su pastor sea idealista, en el sentido más amplio de la palabra.
A medida que se aproxima el fin, aumenta la crisis y se expande notablemente entre los valores y las fuerzas morales. Hay también una seria crisis de ideales, a la cual no escapa ni el mismo ministerio a pesar de su vocación idealista.
Rui Barbosa, refiriéndose al ideal, afirma: “Jesús dice que el hombre no vive sólo de pan. Sí, porque vive de pan y de ideal. El pan es el vientre, centro de la vida orgánica; el ideal es el espíritu, órgano de la vida eterna”.
Para William James, el mejor uso que podemos hacer de nuestra vida es consumirla en algo más duradero que ella misma. Según el famoso filósofo, éste es el ideal máximo y es tan elevado que está dispuesto al sacrificio total. Incluido en la gloriosa escuela de los patriarcas, los profetas, los apóstoles y del Señor de nuestras vidas, ¡el laico espera que su pastor también sepa consumir su vida de ese modo!
Un idealismo tal lo conduce a amar tiernamente a su congregación, a su trabajo, por arduo que sea, y a amar igualmente a sus colegas en el ministerio. Se despreocupará de las cosas seculares y, como sacerdote, depositará plena confianza en las providencias y el auxilio del Altísimo.
Un idealismo tal lo libra siempre de la tentación de trocar su santa ocupación –la más importante y solemne entre los hombres– por cualquier otra más lucrativa en un mundo tan preocupado consigo mismo y tan enfermo de la lepra del egoísmo. Dice Carlyle que en la vida la verdadera cuestión no es lo que ganamos sino lo que estamos haciendo. Así como el Señor preguntó al profeta: “¿Qué haces aquí, Elías?”[14] siempre debe estar preguntándonos: “¿Qué estás haciendo?” Esta pregunta evidentemente nos sugiere un examen de conciencia, para que veamos si estamos haciendo algo para su gloria o si sólo estamos atendiendo nuestros intereses seculares.
Un idealismo tal lo ayuda a perseverar hasta el fin, a despecho de todas las aflicciones de las cuales Jesús nos previno, para recibir, una vez terminada la batalla final, el premio de la corona de vida juntamente con la familia de todos aquellos a los que ayudó a salvar con su ministerio idealista y fiel.
Más que cualquier otro libro, la Biblia toda es un himno al genuino idealismo, aquél que realmente glorifica a Dios y sirve al prójimo, es decir, ¡completo amor en acción!
Por eso mismo, el laico espera que su pastor sea sincero en su idealismo divino, comprenda de todo corazón y crea con toda su alma que la más importante y la mayor obra de este mundo no es, por ejemplo, la gran muralla china construida 200 años AC, con sus casi increíbles 2.710 kilómetros de extensión y única obra humana que los astronautas divisaron cuando viajaron a gran distancia de la Tierra rumbo a la Luna. No es tampoco el enorme canal de Suez, obra genial de ingeniería, que abre un paso para unir dos mares. Tampoco es el famoso túnel de San Gotardo que une a Italia y Suiza y cuya extensión es de 15 kilómetros. Y tampoco es el imponente y colosal Empire State Building de Nueva York, con sus 102 pisos, que probablemente todavía sea el mayor edificio del mundo. Ni lo son tantas otras brillantes obras humanas fruto de la llamada tecnología moderna, rebosante de hazañas avasalladoras y de las más audaces conquistas del tiempo y del espacio, ayer, hoy y hasta el próximo y pretendido futuro de la era espacial.
La mayor obra del mundo no es ninguna de éstas.
El laico fiel a la verdad que le fuera transmitida por algún medio, sea personal, sea de la página impresa, sea el médico, el radial, el televisivo o cualquier otro vehículo divino, sí, ese laico espera y pide a Dios que su pastor sea un verdadero idealista y tenga conciencia, de todo corazón y crea con toda su alma, que la mayor obra de este mundo, “la más elevada de todas las ocupaciones es el ministerio”, según nos dice Elena G. de White.[15] Que esa verdad cual brújula, que ese pensamiento inspirado sea para el pastor una firme palanca con la cual pueda contener todos los pesos de la oposición, de las presiones internas y externas, de la tentación del adversario contra su sagrado ministerio al cual entregó su vida.
Sí, el ministerio y sus diversos ramos constituye la mayor obra del mundo.
El laico espera que su pastor esté profunda e irreversiblemente ligado hasta la muerte o hasta el cercano fin a la mayor obra que se realiza hoy sobre la faz de la tierra.
Referencias
[1] Sant. 5:17.
[2] 1 Tim. 4:12.
[3] 1 Cor. 11:1.
[4] Testimonies, tomo 5, pág. 31.
[5] Deut. 16:15, úp.
[6] 1 Tes. 5:16.
[7] 1 Sam. 16:18.
[8] Deut. 19:15; 2 Cor. 13:1.
[9] E. E. Puriton, “La victoria del hombre en acción”.
[10] Mar. 13:34, úp.
[11] Efe. 5:1.
[12] Gén. 49:5, 7.
[13] Apoc. 2:6.
[14] 1 Rey. 19:9, úp.
[15] Obreros Evangélicos, pág. 64.