“A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Luc. 18:9-14).
Dos hombres fueron al templo a orar. Uno oraba para sí, el otro oraba a Dios. Uno se adoraba a sí mismo, el otro adoraba a Dios. Uno confiaba en sus propios méritos, el otro, en la misericordia de Dios.
El fariseo sentía que sus propias obras, su devolución del diezmo, sus ayunos, su conducta intachable, eran suficientes para ganar la salvación. La dependencia de las obras para lograr la salvación es la marca distintiva del fariseo legalista. Pero Jesús dijo: “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mat. 5:20). “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mat. 9:13). La justificación es la humanidad y hecha justa ante Dios por los méritos de Cristo (véase Rom. 3:24). Es una provisión del cielo para la redención de toda la raza humana, y se basa en la justicia inmaculada de Jesús. No es algo que podamos asegurar por nuestros propios esfuerzos. Es un don. El fariseo no tiene ventajas sobre el publicano.
Cuando Jesús limpió el templo, reprendió a los dirigentes religiosos de su época por transformar la casa de Dios en un mercado. Considere por un momento qué es un mercado. Se trata de un lugar donde se compran y venden cosas. Es un lugar donde cada uno presenta los frutos de sus propias labores para comprar lo que desea. Es un lugar de intercambio. Pero la casa de Dios no es un mercado, pues la salvación jamás puede permutarse. Debe ser otorgada gratuitamente, y recibida de la misma forma. La salvación es enteramente un don. Jesús lo dijo con estas palabras: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado” (Luc. 22:19, la cursiva es nuestra). Los invitados a la fiesta del Evangelio son los que no pueden pagar (véase Luc. 14:14).
También notamos en el estudio de la vida de Jesús que la persona que trata de salvarse a sí misma, llega a un resultado inevitable: se olvida de Jesús. Ese resultado es evidente en la historia de Pedro, quien tomó su espada y trató de salvarse a sí mismo y al resto de los discípulos (Mat. 26:51-56). Lo que sucedió a continuación fue que Pedro y los demás discípulos lo olvidaron y huyeron. Jesús quedó solo frente a la turba. Ese es el resultado inevitable de todo el que intenta salvarse por sí mismo. Finalmente, abandona a Jesús.
El publicano reconoció que no había nada que pudiera hacer para obtener o merecer la misericordia de Dios. No trató de aportar nada a la salvación provista. Comprendió su condición de impotencia total. Se mantuvo aparte, enteramente convencido, sin atreverse a levantar los ojos al cielo. Sin embargo, debe haber captado algo del amor de Dios, además de la enormidad de su propio pecado, o jamás se hubiera atrevido a presentarse en el templo. Y por causa de su esperanza de perdón, acudió en busca de la reconciliación con Dios.
El publicano admitió que era pecador. Algunas traducciones rinden sus palabras así: “¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” Sentía que era el peor hombre del mundo. Pero, ¿cree usted que en verdad lo era? ¿Es necesario igualar el récord de asesinatos de Hitler, o ser más traidor que Judas, para elevar la oración del publicano? Pablo oró de esa manera -él, que había sido fariseo de fariseos. Anhelaba decir: Soy el principal de los pecadores. Es quizá posible que en círculos cristianos se compita en las demandas de desdicha. Hay quienes no se sienten justos a menos que se sientan pecadores. Es posible que haya una forma de legalismo que halle consuelo y seguridad en la penitencia, en vez de Jesucristo. Hay quienes, al descubrir que el ser un “gusano” de alguna manera es digno de atención, no descansan hasta que han tratado de probar que de todos los gusanos, ellos son el mayor. Pero nótese que el publicano no dijo: “Dios, sé propicio a mí, por mi penitencia”, sino “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Era un penitente, sin lugar a dudas. Pero no hizo que su salvación dependiera dé su penitencia.
Y el publicano fue aceptado. Descendió a su casa justificado. La aceptación es el término clave en todo el hermoso tema de la justificación. Jesús siempre aceptó a quienes llegaron a El- Somos aceptados tal como somos de hecho, ésa es la única manera de acudir. No podemos transformarnos a nosotros mismos para acudir. Esto es válido diariamente, y no sólo en el comienzo de la vida cristiana. Jesús siempre nos acepta tal como somos. Lo dijo en Juan 6:37: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Lo dijo en Juan 12:47: “No he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo”. Lo dijo a la mujer que llevaron ante su presencia: “Ni yo te condeno” (Juan 8:11). Incluso los dirigentes judíos reconocían esa verdad, aunque no la apreciaron cuando dijeron: “Este a los pecadores recibe” (Luc. 15:2). Jesús lo dijo en Juan 5:24: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida”.
¿No son buenas nuevas el saber que no debemos temer al juicio? La aceptación de Jesús es plena y gratuita, basada en su sacrificio en nuestro favor. Es bueno para todos los que lo aceptan, y es bueno cada día. El pobre publicano, que no se anima a levantar su vista al cielo, que se mantiene aparte, pero que clama a Dios por misericordia, es capaz de regresar a su casa con la cabeza en alto porque comprende su valor ante los ojos del universo. Puede mantener la cabeza en alto, porque comprende lo que Dios ha hecho por él por medio de Jesucristo; pues cuando Dios nos perdona, comparecemos ante El como si nunca hubiésemos pecado. “[Jesús] murió por nosotros y ahora ofrece quitarnos nuestros pecados y vestirnos de su justicia. Si os entregáis a él y lo aceptáis como vuestro Salvador, por pecaminosa que haya sido vuestra vida, seréis contados entre los justos por consideración a él. El carácter de Cristo toma el lugar del vuestro, y vosotros sois aceptados por Dios como si no hubierais pecado” (El camino a Cristo, pág. 62).
El publicano fue justificado cuando aceptó la misericordia de Dios. La justificación no es válida para cualquier pecador a menos que él mismo la acepte (véase Juan 1:12). La Biblia no enseña que la justificación sea por gracia solamente. Siempre es por gracia a través de la fe (véase Efe. 2:8). La fe es esencial por parte del pecador (véase Heb. 11:6). La fe involucra directamente dos partes, una que confía en la otra. Cuando el pecador confía en Jesús por la salvación, llega a existir una relación salvadora, que es una experiencia subjetiva basada en un hecho objetivo. El perdón de Dios debe ser aceptado para beneficiarnos personalmente. Y debemos continuar aceptando su perdón si hemos de continuar conociendo su gracia justificadora.
Nótese en los siguientes cuatro textos lo que Jesús dijo acerca del perdón, y cómo está en conexión con nuestra relación con Dios. El primero se encuentra en Mateo 18:21, 22. “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete”. Por supuesto, Jesús no estaba estableciendo el límite del perdón en cuatrocientas noventa veces, sino enseñando que debemos perdonar a nuestro hermano siempre que él lo pida -perdón ilimitado.
En el segundo texto, Lucas 17:3-5, leemos una aplicación más profunda: “Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviera a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale. Dijeron los apóstoles al Señor: Auméntenos la fe”.
¿Está este consejo limitado a las relaciones humanas? ¡Por supuesto que no! Dios no nos pediría que hiciéramos más de lo que Él haría. Ese es el perdón de Dios. Esa es la clase de perdón que Dios nos otorga. Su perdón es ilimitado. Tan pronto como acudimos a Él, incluso siete veces en un sólo día, admitiendo nuestra necesidad de su misericordia y perdón, nos los entrega gratuitamente.
Aquí es donde algunos se inquietan con respecto del tema de la justificación. Piensan que un perdón tal hará que la gente tome livianamente la gracia divina. Piensan que esa clase de perdón conduce al libertinaje. Pero consideremos el tercer texto, Lucas 7:40-43: “Entonces respondiendo Jesús, le dijo: Simón, una cosa tengo que decirte. Y él le dijo: Di, Maestro. Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado”.
Jesús dijo en Lucas 17:3-5 que el perdón no tiene fin. Dijo que su Padre perdona a todo el que se allega a Él, y que continúa acudiendo. ¿Conduce ello al libertinaje? No, porque en Lucas 7:40-43 el Salvador dice que a quien más se le perdona es quien más ama.
El último de los cuatro textos es Juan 14:15. “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. Por ello, cuando comprendemos el perdón divino correctamente somos conducidos a una respuesta de amor. Y el amor conduce a la obediencia. Es así de simple.
¿Por cuánto tiempo necesitamos del perdón de Dios? No caigamos en la trampa de pensar que la justificación es sólo para el comienzo de la vida cristiana. Necesitamos la gracia justificadora de Dios cada día. Necesitamos su gracia justificadora por causa de los registros de nuestra senda pasada. Aunque no volvamos a pecar, aun necesitamos la sangre de Cristo para cubrir nuestros pecados pasados. Necesitamos su gracia justificadora porque somos pecadores por naturaleza, y lo seremos hasta que Jesús regrese. Y necesitamos su gracia justificadora cada vez que caemos o fallamos. Fue el pecado el que causó la separación entre el hombre y Dios en el principio. Y sólo el sacrificio de Jesús, aceptado día a día, es suficiente para restaurar la relación interrumpida entre Dios y el hombre, tornando posible la comunión entre ambos.
Al aceptar su justificación, al aceptarlo a Él, tenemos la certeza y la seguridad con respecto de nuestro destino eterno. La vida eterna no es algo que tengamos más adelante: Ya la tenemos. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). “El que oye mi Palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna” (Juan 5:24). “De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47). “Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31). “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Luc. 10:20).
Para muchos ésta parece ser una verdad demasiado buena como para aceptarla. Pero es verdad -¡Jesús lo afirmó! “Alejad la sospecha de que las promesas de Dios no son para vosotros. Son para todo pecador arrepentido. Cristo ha provisto fuerza y gracia para que los ángeles ministradores las lleven a toda alma creyente. Ninguno hay tan malvado que no encuentre fuerza, pureza y justicia en Jesús, quien murió por los pecadores. Él está esperándolos para cambiarles los vestidos sucios y corrompidos del pecado por las vestiduras blancas de la justicia; les da vida y no perecerán” (El camino a Cristo, pág. 53).
El perdón de Dios fue bueno para el publicano y también lo es para toda persona hoy. “No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17).
Sobre el autor: Morris L. Venden es pastor de la Iglesia del Pacific Union College, California.