Una declaración casual de uno de nuestros misioneros del sur del Pacífico que nos visitó hace poco, pone de relieve un principio vital en el evangelismo. Estaba relatando algunos de los incidentes que les ocurren a los que trabajan entre los pueblos primitivos, donde la luz del Evangelio recién comienza a esparcir sus rayos y el canibalismo todavía prevalece.
“¿Cómo consiguen Vds. que esa gente primitiva abandone sus hábitos salvajes? —le preguntamos.— ¿Cómo, por ejemplo, les enseñan a dejar de comer carne humana?” Su respuesta fué significativa: “Una de las cosas que tenemos que tener en cuenta al predicar a esa gente es no hablarle nunca nada al respecto. Nunca trazamos una serie de reglamentos relativos al asunto. El Espíritu de Dios llega a ser su maestro y despierta en sus corazones un aborrecimiento por las cosas que antes amaron.
“En efecto, hemos visto que los hermanos empiezan a discutir estos asuntos entre ellos y a veces hemos notado que prácticamente no permiten que los que han estado entregados a esas degradadas prácticas paganas entren en el lugar de culto. Nos hemos sorprendido al ver hombres apostados junto a la puerta de los recientemente edificados salones de culto, para preguntarles a los que entraban si habían comido carne humana o si habían participado en las orgías de carne de cerdo. Si así había ocurrido, se les decía que no podían entrar. Por supuesto, les dijimos que dejaran entrar a esa gente a los cultos, para que también pudieran oír el Evangelio. Pero lo dicho ilustra lo que estamos tratando. El Espíritu de Dios llega a ser el maestro de esas personas, y no tenemos que decir mucho con relación a esas cosas. Cuando el corazón es tocado, la mente se ilumina y se eleva una barrera contra los hábitos degradantes.”
Un gran principio se asienta en estas pocas frases. Los pecados más viles y execrables pueden ser vencidos cuando el corazón responde al Espíritu de Dios. El Espíritu Santo puede enseñar a los hombres en pocos minutos más de lo que podrían aprender, en muchos años, de los grandes de la tierra.
Se le dijo a Isaías que hablara “al corazón de Jerusalén.” (Isa. 40:2.) Cuando tocamos el corazón de la gente podemos amoldar su vida, y los hábitos que la han mantenido en sujeción durante toda la existencia se quebrantan. Eso no se debe al razonamiento humano sino al poder del Espíritu, que mora en el alma. Cuando los apóstoles predicaban, los hombres eran “compungidos de corazón.” Si queremos ser más eficientes en la predicación de la verdad, apelemos al corazón de la gente en lugar de hacerlo a la mente. Allí yace el poder de un ministerio de verdadero éxito. El Evangelio es “potencia [dunamis, raíz de la palabra dinamita] de Dios para salud a todo aquel que cree.”