Cierta vez, al brindar un discurso a dirigentes del partido comunista, Karl Marx expresó: “El propósito de la filosofía es interpretar el mundo. El propósito del comunismo es transformar el mundo”. El comunismo fracasó en su misión, pero compete al cristianismo cambiar radicalmente el mundo, por el poder divino. Dios utiliza su iglesia para cumplir esa tarea; es la arena de la gracia divina. Está formada por un grupo de cristianos transformados, que debe dedicarse a la misión confiada por Cristo. Sin embargo, ¿de qué manera desea Jesús que la realicemos?
Después de haber aprendido con Jesús durante algún tiempo, los doce apóstoles fueron enviados para evangelizar ciudades y poblados. Debían cuidar de los perdidos así como el pastor cuida de su rebaño. Mateo menciona que Jesús tuvo compasión de las personas, “porque estaban desamparadas y dispersas cómo ovejas que no tienen pastor” (Mat. 19:36). Los exégetas prefieren traducir la palabra griega eskilmenoi como “confundidas” o “desamparadas”, en lugar de “angustiadas” o “afligidas”, tal como aparece en el texto. La idea que se sugiere es la de una oveja cuya lana está lacerada por las espinas (A. B. Bruce, Treinamento dos Doze, p. 99).
Después del aprendizaje, los discípulos fueron enviados con la misión de poner en práctica las instrucciones del Maestro (Luc. 10:1-11). La Biblia menciona que ellos volvieron alegres, y dijeron a Jesús: “Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre” (Luc. 10:17).
El amor por los perdidos debe motivarnos a cumplir con el cometido. Como predicadores, miramos a los pecadores de dos maneras: como escoria de la Tierra o como objetos del amor de Dios. Eso tiene una gran influencia sobre el resultado de nuestra evangelización.
Dos niñas gemelas nacieron prematuramente. Los médicos creían que no sobrevivirían; aun cuando una de ellas tenía mayores chances que la otra. La noche en que imaginaron que la niña con peor pronóstico moriría, una de las enfermeras la colocó en la incubadora junto con su hermana. Al sentir la proximidad de aquella que estaba en situación crítica, esa hermana la envolvió con sus bracitos, y así permaneció durante toda la noche, a pesar de estar rodeada del cableado de varios aparatos. Los médicos se quedaron admirados al comprobar cuán despierta y alerta se había vuelto la pequeña. Desde entonces, creció y ganó peso. Ambas sobrevivieron. Un “abrazo fraternal” fue lo decisivo. Así, el mundo espera que nosotros, apóstoles modernos, demostremos pasión y compasión por los desilusionados y los perdidos. Fuimos llamados para ver el mundo así como Dios lo ve –con sus necesitados–, y a vernos desafiados en nuestro discipulado. Nuestra eficiencia como pastores dependerá de esto. La tarea de evangelizar al mundo es iniciativa divina, no humana. La muerte redentora de Jesús y la certeza de que la salvación solo es posible por medio de él fundamentan la misión de la iglesia. Necesitamos recordar que cada persona tiene un valor incalculable ante el Padre celestial.
El mensaje adventista, como ningún otro, puede llenar el vacío existencial de la generación contemporánea, pues creemos en un Dios amoroso que controla la historia humana, actúa en esa historia y está cerca de cada uno de nosotros.
Finalmente, necesitamos estar convencidos de que el éxito de la misión de transformar el mundo depende exclusivamente del Espíritu Santo. “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8). Revestidos por ese poder, los primeros seguidores de Jesús serán conocidos como los que “han trastornado el mundo” (Hech. 17:6). En verdad, ¡ellos lo transformarán!
Sobre el autor: Editor asociado de la revista Ministerio en portugués.