A veces una palabra de un versículo parece erguirse separándose de las demás de manera tan destacada que hace concentrar la atención, desafía el intelecto y desencadena una serie de pensamientos tanto estimulantes como instructivos. Una palabra tal se encuentra en el Salmo 78, vers. 41, que dice: “Así volviéronse atrás, y tentaron a Dios, y limitaron al Santo de Israel” (VM).

La palabra es “limitaron”. Traducida de la palabra hebrea tavah, que en su significado primario implica una delimitación, o la colocación de una señal, ella sugiere la imposición de limitaciones. Desde su acepción primaria, los alcances de la palabra se han extendido hasta significar “provocar” [como reza en la versión de Valera, revisión de 1960] o “apesadumbrar”. Tenemos pues, en Sal. 78:41 registrada la acusación contra Israel de haber provocado o entristecido al Ser Santo poniendo límites a su poder y sabiduría.

El lenguaje de la Escritura describe al Santo de Israel como todopoderoso e infinito, más allá de la comprensión humana, y más allá de todo cálculo. ¿Cómo, pues, pueden las criaturas de su propia mano limitar a un Ser tal?

EL LÍMITE DE LA REALIZACIÓN PERSONAL

El primer intento en orden cronológico de limitar al Infinito ocurrió mientras se planeaba la creación de un nuevo mundo, este mundo en que vivimos. En Isa. 14:13, 14 está registrado el intento de Lucifer con estas palabras: “En lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono… y seré semejante al Altísimo”. Toda la tumultuosa marea de pecado y desafío comenzó cuando un ser limitó al Dios infinito en un intento de realización personal, y habiendo así reducido a Dios a un tamaño manejable en su propia estima, procedió a la abierta rebelión.

Sembró en la mente de Eva en el Edén una semilla de duda que rápidamente creció y dio fruto, como se ve en Gén. 3:6. Porque allí dice que cuando “vio la mujer que el árbol era bueno para comer… y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría… tomó de su fruto y comió”. De manera que el Ser Omnisciente estaba limitado a la esfera del deseo y la sabiduría humanos. Este proceder no sólo produjo vergüenza y dolor a la primera pareja, sino un asesino en su descendencia inmediata y una sucesión de maldad que llenó la tierra de violencia hasta que no hubo remedio, y los hombres, que habían tratado de limitar al Infinito, tuvieron un símbolo de omnipotencia en las irresistibles aguas de un gran diluvio.

Con el pasar del tiempo una vez más los hombres se multiplicaron sobre la faz de la tierra, y en su orgullo y miopía trazaron en las cambiantes arenas del tiempo las limitaciones dentro de las cuales permitirían que se moviera el Dios del cielo.

EL LÍMITE DEL ENGAÑO

Entonces desde los confines de Ur de los Caldeos, Dios llamó a un hombre a salir a la infinitud de los espacios abiertos en los cuales podría alzar sus ojos, oscurecidos por el clamor del comercio y el conformismo de la sociedad y contemplar en todas sus maravillas la inconmensurable obra de Dios. Abrahán obedeció, y por fe salió y trató de demostrar al mundo la infinitud de Dios. Pero aun él, el padre de los fieles, puso limites a lo que Dios representaba. Lo limitó mediante su fraude, su engaño, cuando temió que le fuera sustraída su atractiva mujer, y luego, frente al aparente incumplimiento de la promesa, de nuevo limitó a Dios a los procesos de la ley natural, esperando que Ismael fuera aceptado como hijo de la promesa.

EL LÍMITE DE LA NACIONALIDAD

¿Y qué diremos de Israel como nación escogida, librada por una mano poderosa, preservada por milagros y colocada en la encrucijada de las naciones para ser un argumento incontestable del poder y fortaleza de su Dios? La gloria del templo, el significado de sus ceremonias religiosas y la maravilla de su administración civil, todas cosas establecidas por la sabiduría infinita, fueron reducidas a la nada por las limitaciones que pusieron sobre Dios, hasta que de un gran corazón cargado de angustia salió el amargo lamento: “Pero mi pueblo no oyó mi voz, e Israel no me quiso a mí” (Sal. 81:11).

Ellos clamaron: “Daños un rey que nos juzgue”, y limitaron al Santo a un estado de nacionalidad. Ellos danzaron alrededor de un becerro de oro proclamando: “Estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto”, y así redujeron a Dios al tamaño y la forma de un objeto inanimado hecho por sus propias manos. Ellos llevaron el arca del pacto a la batalla, indicando que Dios estaba limitado a los confines de una caja de oro que podía ser llevada sobre sus propios hombros.

Se volvieron y tentaron a Dios y limitaron al Santo de Israel hasta que las naciones vecinas creyeron que el Dios de Israel estaba de veras contenido en una caja de oro, y que no era mejor que los dioses de madera y de piedra que ellos mismos habían hecho y adorado.

EL LÍMITE DE LA LEY HUMANA

Y así ocurrió que “cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley” (Gál. 4:4, 5). Pero los hijos de su pueblo, consentidos y cómodos dentro de la celda aislada de su visión estrecha y torcida, limitaron a este Hijo Santo que era el Unigénito del Padre, diciendo que era el hijo del carpintero.

Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron porque él rehusó conformarse al programa limitado que ellos habían trazado de antemano para él. Cuántas veces él hubiera querido juntarlos como una gallina junta a sus polluelos bajo sus alas, pero no quisieron, sino que lo entregaron a un gobernador civil para ser juzgado, condenado y crucificado. Dijeron: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir” (Juan 19:7). La ley del Eterno había llegado a ser su ley, para ser aplicada dentro de los límites de la interpretación humana.

EL LÍMITE GEOGRÁFICO

El Ser omnipresente estaba limitado geográficamente al área ocupada por el sitial de una cruz, y mantenido allí por clavos fabricados y traídos por las manos de hombres. Fue encerrado por las frías paredes de piedras de una tumba prestada, sellada con el sello de Roma, y circundado por una oscuridad igual a las tinieblas de los intelectos de las personas que consideraban que el Santo de Israel podía ser mantenido prisionero por las rocas que él mismo había creado, y restringido por la fuerza militar de un poder terrenal.

Por propia decisión, los custodios de los oráculos del Omnipotente habían confinado a Dios dentro de los límites de una mente humana, y le habían asignado la función de un sello de goma, esperando que endosaría servilmente lo que ellos habían planeado y propuesto.

Evidentemente un estado de cosas así no podía seguir, y no es raro que Dios hubiera finalmente quitado los privilegios y las responsabilidades del testimonio a aquellos que lo habían provocado y entristecido con tanta persistencia poniendo limitaciones a su poder.

Pero, ¿qué ocurrió con el pueblo elegido, el real sacerdocio, que fue después el encargado de producir los frutos de los infinitos recursos de la Omnipotencia? Y, más particularmente, ¿en qué situación nos encontramos nosotros con respecto a la acusación hecha en Sal. 78:41 contra el pueblo elegido de la antigua dispensación?

SE NECESITA UNA FE ILIMITADA

La majestad y grandeza de Dios, incomprensible en su plenitud, está sin embargo revelada en parte en muchos pasajes sublimes e inspirados de la Escritura que juntos constituyen un poderoso desafío para todos los que profesan ser seguidores de la fe cristiana, porque Dios dice en Isa. 43:12: “Vosotros sois mis testigos… que yo soy Dios”.

La realización de este acto de testimonio exige una fe ilimitada, una fe que va más allá del alcance de la realización y la sabiduría personales, que no está restringida por el deseo natural y las limitaciones de la ley natural. Tampoco se satisface con la mera celebración de una religión formal o la observancia exterior de un código de ley.

Exige una fe y una devoción que no están regidas por el impulso, la comodidad o la conveniencia, ni que puedan ser restringidas o intimidadas por la autoridad secular o el poder militar. No depende de la seguridad económica o de una astuta administración, y no puede tasarse en términos de magníficos edificios y de una eficiente organización.

Es una fe vital, viviente, que transforma a un ordinario vaso de barro (2 Cor. 4:7) en el depositario del fabuloso tesoro del reino eterno, y despliega este tesoro de tal forma que la excelencia del poder del Infinito llega a ser maravillosa y deseable para el viajero, y hace que los pecadores exclamen en sinceridad y humildad: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”

Si tan sólo pudiéramos en nuestra era esclarecida poner a un lado las herramientas imperfectas de nuestra invención con las cuales hemos marcado las limitaciones del Santo de Israel y le permitiéramos demostrar a través de nosotros el alcance ilimitado de su poder, la obra sería terminada en una llamarada de gloria y pronto estaríamos en el hogar, en el reino preparado desde la fundación del mundo para los que aman a su Dios.

Sobre el autor: Obrero laico de Brisbane, Australia.