La diferencia entre los líderes mediocres y los grandes líderes no está en la apariencia ni en la experiencia. Lo que marca la diferencia entre ellos es la relación con el Espíritu Santo.
Conocemos la historia de Saúl y David. Al contrario de David, Saúl impresionaba por la apariencia. Saúl se escondió en su tienda mientras Goliat desafiaba a los israelitas. David tomó una posición decidida por su pueblo y por su Dios. La diferencia entre líderes mediocres y grandes líderes no está en la apariencia ni en la experiencia, pues Dios puede usar al inexperto y poco agraciado para hacer cosas extraordinarias. Lo que marca la diferencia entre ellos es la relación con el Espíritu Santo.
La Biblia revela cuál fue la base de la diferencia entre esos dos líderes: “… el Espíritu de Jehová vino sobre David. […] El Espíritu de Jehová se apartó de Saúl” (1 Sam. 16:13, 14). Uno estaba lleno del Espíritu Santo y era confiable. Sin el Espíritu Santo, el otro era blanco de gran desconfianza por parte de sus liderados. A partir de esa fundamental diferencia, cada uno desarrolló distintos estilos de liderazgo.
Mientras los filisteos se burlaban del pueblo de Israel, percibimos a David lleno de celo y preocupación por la misión, el nombre y el pueblo de Dios; por el contrario, Saúl y sus soldados se escondían, al oír las amenazas de Goliat. La preocupación de David no tenía como base la búsqueda de prestigio personal, sino la gloria de Dios y el éxito de su causa. Dotado de madurez y equilibrio, el joven pastor solamente exaltaba la reputación de Dios y de su pueblo.
Frente a este ejemplo, debemos preguntamos a nosotros mismos: ¿a quién o a qué estamos promoviendo? Frente a las dificultades, ¿nos escondemos en nuestra “carpa”, nuestra oficina y nuestra iglesia, o avanzamos en la promoción de la causa de Dios? ¿Estamos preocupados y empeñados en impulsar la causa de Dios, o -solamente- nuestros proyectos personales?
Saúl desarrollaba un estilo de administración controlador de todos los que lo rodeaban. Acobardaba a los jóvenes para que no lucharan, porque se sentía amenazado por ellos. Temía que David creciera y llegara a ser más popular y mejor que él mismo. Eligió administrar, y no discipular, a sus liderados. Por su parte, David siempre estuvo rodeado de grandes líderes, que lo admiraban por su honestidad para con Dios, con el grupo y consigo mismo.
De un modo semejante, como pastores, debemos dirigir a la iglesia, a nuestros auxiliares y liderados a través del proceso del discipulado, el entrenamiento y la delegación. En vez de insistir en el control manipulador, dejemos que otros crezcan y se desarrollen al máximo. Ese es el papel del verdadero líder que discípula. Es más, fue el ejemplo dejado por Jesús.
David no era impulsado solamente por el celo y la fe. El celo que él demostró poseer era maduro y equilibrado. No podía ser de otra forma porque, al celo y a la fe, él le agregaba sabiduría celestial y autocontrol. Cuando sus hermanos se burlaban, él no se ocupaba en responder ni en defender su propia capacidad. En cambio, encauzaba su energía hacia los problemas y a sus enemigos (1 Sam. 17:28, 29). Los líderes guiados y movidos por el Espíritu Santo son humildes, equilibrados, sabios y tienen discernimiento.
En vez de preocuparnos en marcar el paso con cosas pequeñas y sin relevancia, necesitamos seguir el ejemplo de David, así como del apóstol Pablo, que dice: “…olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta…” (Fil. 3:13, 14). Nuestra influencia positiva y nuestra relevancia en el mundo vendrán solamente a través de la adquisición de sabiduría e inteligencia espirituales; jamás resultarán de nuestras caprichosas y egoístas ambiciones personales.
Sometámonos a Dios, a fin de que él nos transforme en líderes con un blanco correcto, que buscan a todo costo capacitar sabiamente a la iglesia para que ella continúe siendo luz, iluminando y señalando el camino a personas que necesitan desesperadamente ver a Cristo en nosotros. Eso solamente será posible si, como David, clamamos diariamente al Señor: “No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu santo Espíritu” (Sal. 51:11).
Sobre el autor: Es secretario ministerial asociado de la División Sudamericana de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.