Un buen general jamás peleará una batalla innecesaria en el momento equivocado y en el lugar inadecuado. Nosotros tenemos un problema relacionado con la forma en que comunicamos nuestro mensaje. Es un problema de semántica.

En el otoño de 1970 llegué al campus de la Universidad Andrews como ministro luterano con diez años de experiencia pastoral. Llegué con un espíritu crítico agudamente desarrollado por crisis personales y malestares profesionales. Llegué para descubrir las herejías del adventismo, particularmente la herejía del legalismo que, según me habían informado, prevalecía entre los adventistas. Leí ampliamente, y con extrema precaución, diligencia y escepticismo. La pregunta más acuciante e inmediata que enfrenté fue: ¿Existe en la Iglesia Adventista del Séptimo Día el Evangelio, las Buenas Nuevas de salvación en Cristo, expresada en la fórmula teológica de la justificación por gracia por medio de la fe? Si existe, ¿ha dado como resultado ese mensaje la experiencia del nuevo nacimiento y un testimonio viviente en favor de Cristo en la vida de los creyentes adventistas?” Descubrí que la respuesta era un sí claro y resonante para ambas preguntas.

La verdad bíblica de la salvación por gracia por medio de la fe en Cristo era central en la enseñanza del aula y en el contenido de los cursos del seminario teológico. Era evidente en las vidas personales de los profesores, muchos de los cuales eran excelentes ejemplos de cristianismo. Lo escuché vez tras vez desde el púlpito de la capilla del seminario. Se manifestaba en las vidas de los alumnos y en sus conversaciones. Descubrí que era el tema central de los escritos de Elena G. de White. Recorría las páginas del himnario tan querido y ampliamente utilizado por los adventistas del mundo entero. Por el hecho de que Cristo vivía en la Iglesia Adventista, y porque su Evangelio era el mensaje fundamental predicado y creído por los adventistas, me fue posible considerar seriamente las doctrinas del sábado, el ministerio celestial de Cristo, y su segundo advenimiento. También fue posible mi eventual decisión de llegar a ser un creyente y ministro adventista.

Eso sucedió en 1971. Ahora, más de diez años después, escucho rumores extraños. Escucho que el Evangelio ha sido descubierto tan sólo recientemente en la iglesia, que recién ahora se lo enseña y proclama, y que recién ahora comienza una reforma entre nosotros como resultado de ese “descubrimiento” y proclamación. Me pregunto: “¿Qué fue lo que encontré en el adventismo más de diez años atrás si el Evangelio no fue conocido por los adventistas antes de 1981?”

La iglesia cristiana siempre ha tenido problemas para encontrar y mantener el equilibrio adecuado y la relación entre la Ley de Dios y el Evangelio, la gracia y las obras, la justificación y la santificación. Hay legalistas en toda denominación cristiana, y la iglesia adventista tiene su cuota. Hubo legalistas en las congregaciones que atendí como ministro luterano, a pesar de que la doctrina de la justificación por gracia por medio de la fe ha sido el énfasis mayor del luteranismo. Ello indica que el énfasis en la justificación no elimina el legalismo de la vida de la iglesia. La ausencia de énfasis en la santificación también produce legalistas, para quienes la fe ha llegado a ser obra de mérito. El correcto equilibrio, entre la justificación y la santificación, la fe y las obras, el Evangelio y la ley, es lo que produce creyentes llenos del Espíritu cuyas vidas revelan los frutos del Espíritu.

     El punto clave de la teología adventista es Apocalipsis 14:12, donde el pueblo de Dios es identificado como los que mantienen una equilibrada comprensión entre la fe en Cristo y la obediencia a la Ley de Dios. El mantenimiento de ese equilibrio requiere vigilancia, cuidadosa atención, y paciencia. Mantener ese equilibrio es parte del ejercicio de la santidad del pueblo de Dios. Ese equilibrio no sólo es esencial para la espiritualidad del creyente y la autenticidad de la experiencia cristiana, es también vitalmente importante para el éxito final de la misión cristiana y por sobre todo para el éxito de la misión de la Iglesia Adventista.

Siempre existen personas, en toda denominación cristiana, que malinterpretan o tergiversan el Evangelio. Muchos insisten en transformar al Evangelio en Ley y a la Ley en Evangelio, a la gracia en obras y a las obras en gracia. Pero eso sucede así no porque el Evangelio no sea enseñado. Es por causa de que al hombre caído, aun al hombre religioso, le resulta difícil aceptar la salvación proveniente únicamente de Dios. Por lo tanto, el problema no es nuestro mensaje, nuestra teología, sino de quienes escuchan. ¿Cómo escuchas? ¿Cómo lees? Si alguien está determinado a no creer, o a cambiar al Evangelio en Ley, no hay cúmulo de evidencias ni argumento que los convenza de lo contrario. Si alguien lee los escritos de Elena G. de White y no puede encontrar el Evangelio no es porque el Evangelio no se encuentre allí. Como ella misma escribió: “Los que realmente desean conocer la verdad encontrarán suficiente evidencia para creer’’ (Testimonies, t. 5, pág. 672). También evidencia para su falta de fe.

Un buen general jamás peleará una batalla innecesaria en el momento equivocado y en el lugar inadecuado. Esa sería la fórmula de la derrota. Pero es lo que estamos haciendo en nuestra denominación. Estamos peleando una batalla innecesaria. Nuestro problema no es tanto teológico como metodológico. Sí, tenemos un problema. Pero no con la base teológica de nuestro mensaje. Nuestro problema está relacionado con la forma en la cual se comunica a menudo nuestro mensaje. Es un problema de semántica, de utilización de palabras, y de percepción personal del mensaje de ese maestro, profesor o pastor. Para ilustrarlo, permítanme narrarles el sermón que escuché un sábado por la mañana.

El predicador anunció que su tema sería “Crecer en la gracia”. El texto bíblico fue 2 Pedro 3:18: “Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”. “Voy a hablar acerca del crecimiento en la gracia – comenzó porque creemos en la justificación por la fe y no por las obras”.

Pensé que sería maravilloso y me mantuve expectante. Pero mis expectativas se hicieron trizas por causa de un énfasis fuera de lugar. El predicador continuó diciendo cuatro cosas que debemos hacer para crecer en gracia, como si la gracia fuera el fin en vez del medio en el que ocurre el crecimiento. Debemos leer la Biblia diariamente, orar regularmente, adorar fielmente, y testificar fervientemente.

Esos cuatro ejercicios espirituales son importantes en la vida del creyente, sin lugar a dudas. De hecho, no es posible mantener la fe del creyente sin ellos. La necesidad y el deseo de ejercitarlos son también dones de la gracia divina. Pero la forma en la que fueron usados por el predicador transformó eficazmente a la gracia en obras, y el Evangelio en Ley. No había relación alguna entre lo que el predicador había dicho al comienzo y su método de comunicar lo que creía. No dijo lo que había dicho que diría. Como resultado de este tipo de comunicación, sólo habrá distorsiones y malentendidos.

La frase bíblica: “Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor”, nos da la clave de la dirección que debería haber tomado el sermón para ser honesto con el texto y una expresión veraz de la creencia manifestada por el predicador. También sugiere la analogía perfecta para lo que el texto realmente dice. El predicador debería haber hablado primero acerca de la necesidad de crecimiento espiritual con ilustraciones de la vida y la naturaleza. Entonces debería haber dedicado la mayor parte del sermón a considerar que si ha de existir crecimiento espiritual debe ocurrir en el “suelo” de la gracia de Dios. El crecimiento sólo es posible en gracia. El crecimiento ocurre en gracia. Eso es lo que dice el texto. Y eso es todo lo que dice el texto. La gracia es el terreno en el que la vida cristiana germina y crece para fructificar y producir. La gracia no es la meta a la que llegamos luego de ciertos ejercicios, sino el medio necesario para el crecimiento espiritual. Cuando estamos en esa clase de medio, el crecimiento es un proceso natural y no algo forzado. El énfasis del sermón debería haber sido en lo que Dios ha hecho, y está haciendo, para que ese crecimiento sea posible, y no lo que el creyente debe hacer para crecer. Un énfasis tal hubiera proporcionado buenas nuevas. Pero en vez del pan de vida, los creyentes recibieron una piedra.

Sin embargo, aunque el predicador no interpretó, ni comprendió, ni aplicó el texto correctamente, no culpé a toda la iglesia y su historia teológica. No cuestioné la confiabilidad de Elena G. de White o la autenticidad de su don espiritual. No comencé a pensar que los pioneros estaban equivocados. No me sentí tentado a pensarlo porque mi estudio previo y mis investigaciones me habían convencido de que nuestro mensaje es confiable y teológicamente sano. Lo que sí creí fue que la percepción del predicador y su método homilético eran incorrectos.

Hasta la fórmula teológica de “justificación por la fe” es comprendida y comunicada de diferentes maneras. Cuando se le pide que interprete y desarrolle el significado de la fórmula, una persona puede decir: “Acepto por fe la justicia de Cristo que me es imputada”. Y otra persona puede decir: “Creo que si actúo correctamente seré considerado justo”. La diferencia no tiene su base en la verdad de la justificación por la fe, sino en la manera en la que se la comprende, expresa y comunica. Por el hecho de que una persona la explique de la segunda manera mencionada no debemos dudar de la verdad o de la exactitud de la “justificación por la fe”.

El problema no es que no hayamos tenido la verdad. Sino que no siempre dijimos la verdad acerca de la verdad. Una cosa es conocer la verdad, tener la verdad, y otra cosa es decir la verdad acerca de la verdad. La proclamación pública del Evangelio es un asunto serio en el que cada persona está potencialmente dotada para producir graves daños o grandes bendiciones. Porque lo que sucede no depende sólo de lo que dice el predicador, sino también de lo que sucede en el interior del que escucha. Nuestras palabras influyen sobre las personas. Si el predicador no dice lo que tiene la intención de decir, su método homilético necesita un escrutinio cuidadoso y una adaptación.

En el proceso de preparación deben formularse dos preguntas muy importantes: ¿Qué quiero que conozcan mis oyentes? ¿Qué quiero que suceda con ellos mientras escuchan? Se puede tener éxito con la primera y fracasar miserablemente con la última. Es decir, se puede presentar la información correcta pero obtener una respuesta indeseada por presentar la información debida en la forma indebida, una respuesta que conduzca al oyente a cuestionar la validez de la información que se le ha entregado, o llegar a una conclusión errónea.

Como predicadores y maestros, no solo debemos examinar lo que decimos sino cómo lo decimos, la elección del lenguaje, la estructura de las frases, los matices de significación implicados por la voz, los gestos y la expresión. Otro incidente nos servirá de ilustración.

Hace algunos años fui invitado a pasar a la plataforma para elevar la última oración del culto y pude observar a la congregación desde un excelente lugar. El predicador invitado era un hombre de gran estatura en la fe. Su tema fue de mucha importancia para el creyente adventista. Habló de la necesidad de ser llenados por el Espíritu Santo para completar la obra que el Señor ha asignado a la Iglesia Adventista. La información que presentó era sólida y veraz teológicamente. El problema no fue el material sino cómo lo presentó. En vez de que el sermón diera esperanza y seguridad y apelara a la fe, produjo depresión, incertidumbre y desesperanza. El tema de su sermón podría haberse reducido a la proposición: Por causa de que la iglesia no está llena del Espíritu Santo, la obra nunca será terminada. No había ninguna fuerza en favor del bien en ese sermón. No había buenas nuevas. Contemplé a una dama en el segundo banco literalmente aplastada en su asiento por la pesada carga impuesta por el predicador; su rostro denotaba desesperación y derrota. El predicador finalizó con gran fervor, creyendo en lo que hacía y decía, pero sin tener idea de las consecuencias que sus palabras tenían. En vez de esperanza y victoria había entregado a la congregación desesperación y derrota. Se encontraban peor al terminar que antes del comienzo. Y lo había logrado con palabras, con la verdad. Pero había fracasado al no decir la verdad acerca de la verdad.

La sugerencia tan común de que la validez teológica de nuestro mensaje debe ser puesta en duda porque tenemos algunos legalistas entre nosotros, es como pelear una batalla equivocada. La lucha no es acerca de la validez teológica, sino con respecto de la comprensión y la comunicación. La justificación por gracia por medio de la fe han sido mi “pan” espiritual por más de treinta años, como luterano y como adventista. Es el mensaje fundamental del cristianismo protestante. Y, establecido en el contexto de una perspectiva escatológica de la historia y la teología, es el mensaje fundamental de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Jamás me hubiera unido con esta iglesia si no fuera así.

El Evangelio debe ser siempre algo nuevo. Es maravilloso cuando el converso lo descubre personalmente, cuando el joven ministro y el joven teólogo también lo descubren. El reavivamiento espiritual periódico debería llegar a todos nosotros. Pero juntamente con el renacimiento debería venir el aprecio por la historia y las tradiciones que formaron el contexto en el cual el Evangelio se mantuvo vivo y fue transmitido de una generación a la siguiente. La emoción que genera el Evangelio debe ser acompañada por la estabilidad de una perspectiva histórica apreciativa.

Cuando las Buenas Nuevas llegan a ser exponenciales y vitales son motivo de regocijo. Son motivo de tristeza cuando la iglesia padece bajas en las filas de laicos y ministros en una batalla que jamás debería librarse.

En vez de discutir sobre la justificación por la fe, prediquémosla y enseñémosla. Digamos la verdad acerca de la verdad. Pero al hacerlo no sólo seamos fieles a la verdad, sino también a nuestra historia denominacional que también es un don de la gracia de Dios. Debemos pelear por la verdad y lo correcto. Pero libremos la batalla verdadera. ¡Juntos!

Sobre el autor: C. Raymond Holmes es doctor en Teología y fue durante tres años coordinador del Departamento de Iglesia y Ministerio del Seminario Teológico Adventista del Lejano Oriente, Filipinas.