¿Qué significa ser cristiano? ¿Qué objetivo tiene seguir a Jesús? ¿De qué me sirve saber que Cristo murió por mí hace casi dos mil años? ¿Qué beneficios me produce saber que Jesús murió por mí en la cruz y que ahora tengo la opción de ser salvo y vivir feliz al lado de Dios por la eternidad? ¿Soy más feliz ahora que conozco a Cristo?
Bien podríamos parafrasear una de las más famosas declaraciones de Salomón registrada en su libro de Eclesiastés: “El fin de todo hombre, a través de la historia de la humanidad, desde el mismo principio hasta hoy, es buscar la felicidad.” El hombre, por naturaleza, busca ser feliz; la ciencia y la tecnología se han consagrado a la búsqueda de la comodidad del ser humano para hacerlo más feliz. ¿Y la búsqueda del dinero y la fama no tiene el mismo propósito?
Dios también desea que sus hijos sean felices. Nos ha mostrado el único camino seguro a través del cual podemos llegar a la verdadera y completa felicidad. ¿Por qué, entonces, algunos prefieren envenenar sus corazones con las fallas de otros? ¿Dónde está la felicidad que Dios quiere para sus “fieles seguidores”?
Estas y otras preguntas tienen el propósito de destacar algunos aspectos de lo que llamo absurda felicidad cristiana.
Pecador
Sabemos que antes de su encuentro con Cristo, Leví Mateo era un cobrador de impuestos, un publicano. Esta ocupación lo convertía en un paria de la sociedad; considerado como un perro por sus compatriotas, no era digno siquiera de una sonrisa de parte de Dios. Un pecador condenado, sin esperanza, irremisiblemente perdido.
No repetimos, por conocido, todo lo que implicaba ser publicano. Mateo estaba comprometido a entregar cada año cierta cantidad de dinero a Roma. Esta suma se calculaba mediante un estudio que definía cuánto podía dar cada habitante a Roma sin morirse de hambre. Lo malo de este método era que el gobierno romano se daba cuenta que los publicanos cobraban más de lo que debían, así que cada año elevaba la cantidad que les exigía a los colectores quienes a su vez añadían el porcentaje que, según ellos, les correspondía.
No es de extrañar que la nación judía odiara tanto a los publicanos. Eran enemigos de Dios y de su patria. Si usted hubiese vivido en ese tiempo, probablemente habría odiado también con todas sus fuerzas a Mateo.
Jesús lo vio
“Jesús salió y se fijó en uno de los que cobraban impuestos para Roma” (Luc. 5:27, DHH). A pesar de la vergonzosa condición de Mateo, aceptada por sí mismo y por todos, Jesús se fijó en él.
¡Qué lección para nosotros! Mientras los hombres miraban por fuerana Mateo, Jesús vio su corazón, dispuesto a escuchar la verdad.
Así es Dios con todos nosotros. Jesús se fija en todos. El peor y el mejor de los hombres son iguales para él. No se fija en la conducta sino en la necesidad. Si al mirarlo ve un corazón honesto que busca la verdad, que anhela algo mejor, hará con él lo mismo que hizo con Mateo.
Sígueme
“Le dijo: Sígueme” (Luc. 5:27). ¡Qué sorpresa para los discípulos escuchar a Jesús invitando a Mateo a seguirle! Sin duda pensaron que el Maestro desconocía la identidad de aquel hombre, pues de otra manera, ¿cómo podría invitarlo a ser partícipe de su ministerio? ¿Mateo, el publicano, el enemigo de Dios y de su patria, convertido en compañero, colaborador, colega y coadjutor de Jesús Mesías? ¿Sería esto posible?
No podemos lisonjeamos pensando que somos mejores que Mateo. “Por la gracia de Dios soy lo que soy”, dijo Pablo. Y lo mismo debemos decir nosotros. La misma dosis de amor y misericordia que Dios utilizó para poder llamar a Mateo la necesitó para llamamos a nosotros. En realidad, no se trata de ser mejores o peores que Mateo, sino de la capacidad de respuesta que permitimos que el Espíritu Santo ponga en nuestros corazones.
Es grande la tentación de imaginar lo que Mateo sentía, pensaba y hacía en aquel momento. Pero ciertamente carece de importancia, no sólo porque es imposible saberlo, sino porque lo que realmente importa es lo que Jesús sentía y pensaba de él. A Pablo lo llamó cuando respiraba “amenazas y muerte contra los discípulos del Señor” (Hech. 9:1). Es maravilloso pensar que nos invita a seguirle, a participar de las bendiciones que trae colaborar con él. No importa lo que seamos cuando escuchamos su llamamiento, sino lo que hagamos con él.
Le siguió
Mateo siguió a Jesús. Seguramente reflexionó en lo que significaba hacer tal decisión. Una lucha en su mente, en su alma, en su hogar, en su trabajo, en su estilo de vida. Un estallido de luz en su mente y en su corazón, y el cofre donde estaba el dinero que había recolectado ese día, el libro donde tenía registrado lo que había ganado y esperaba ganar, su casa, sus comodidades, siervos, ropa, comida, todo perdió instantáneamente su valor relativo.
Mateo decidió seguir a Jesús. Es decir, eligió la pobreza, el escaso alimento, la piedra como almohada. Comprendió que el futuro con Cristo supera al futuro del hombre más rico del mundo.
Mateo puso su vida en las manos de Dios porque comprendió que cuando llama, ya ha hecho provisión para las necesidades. En el llamado de Mateo te llama a ti. Lo ideal es responder como lo hizo él.
Lo dejó todo
Mateo no sólo siguió a Jesús en ese instante, sino que lo dejó todo. Palabra absoluta y final. Todo. ¿Qué significa eso? Aquí hay materia para las más hondas reflexiones. los que son dados a esto y tienen la capacidad de hacerlo nos sorprenderían con exquisitas indagaciones sobre el contenido de esta expresión. Pero nosotros nos detenemos en el límite de nuestras modestas capacidades. Para mí dejarlo todo significa revisar mi lista de prioridades a fin de poner en primer lugar a Jesús. Dejarlo todo es quitar todo aquello que se interpone entre mí y Dios, entre mí y la misión, es decir, la obra del discipulado que él me propone.
Pensemos en dos ejemplos que nos pueden ilustrar lo que significa dejarlo todo para seguir a Jesús: el ejemplo de Abrahán y el del joven rico. Dios le dijo a Abrahán: ‘‘Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Gen. 12:1). Y Abrahán aceptó el llamado. Obedeció a Dios y “salió sin saber a dónde iba” (Heb. 11:8). Es posible que haya quienes estén ansiosos de irse de la casa de sus padres. Pero lo que hizo Abrahán fue cortar sus raíces, quemar sus puentes y abandonar para siempre la tierra de su nacimiento. Si alguien duda de la gravedad de esta decisión, no consulte al joven aventurero que huye de su hogar “para volver cuando quiera”, sino al discurso de Chateaubriand donde analiza la poderosa fuerza que ejerce el solar paterno, la tierra natal, en la vida del hombre.
Ahora consideremos al joven rico. Jesús le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mat. 19:21). El joven rico, como Abrahán, pensó en su decisión, revisó su lista de prioridades, y decidió que su dinero era más importante que el discipulado de Jesús. Y “se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (Mat. 19:22) ¿Qué hizo la diferencia? La posición que ocupaba Dios en sus vidas.
Es bueno pensar que Dios siempre nos llama. Cada día se repite su invitación que, al mismo tiempo, es un mandato: “Sígueme”. Y cada día se debe hacer una nueva decisión: “Dejarlo todo para seguirle”. Abrahán pudo haber regresado uno, diez, veinte, cien años después, según dice el autor de la epístola a los Hebreos: “Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver” (Heb. 11:14,15). Pero cada día de su larga peregrinación repitió la decisión de dejarlo todo y escuchar el llamado cotidiano de Jesús. Lo mismo hizo Leví. Y lo mismo debemos hacer nosotros.
Hizo gran banquete
“Leví le hizo gran banquete” (Luc. 5:29). Leví estaba feliz a pesar de haberlo dejado todo. Estaba tan feliz que hizo fiesta. ¿Es esto posible? Por eso es que subtitulamos este artículo “Absurda felicidad cristiana”. Absurda para los demás. Plena de sentido para los cristianos. El llamado de Cristo implica cargar una cruz, transitar por un camino angosto y ascendente, negarse a sí mismo y abandonar todo lo que en la mentalidad popular constituye el objeto de la vida. Pero el cristiano, a pesar de dejarlo todo, está tan feliz, que su vida es una fiesta constante. ¿Absurdo? Para el mundo sí; para los cristianos, “sabiduría de Dios”.
Paradójicamente, si no somos felices, es porque no lo hemos dejado todo. El cristiano que ama supremamente a Dios, y que ha dejado todo para entrar en su servicio, ha encontrado el secreto de la verdadera felicidad. Todo adquiere su verdadero tamaño y proporción. Cesa la división de intereses, que es lo que desgarra al ser. Como dijo Pablo: “Porque raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Tim. 6:10).
Invitó a otros publicanos
Cuando el corazón rebosa de alegría, comparte con otros la razón de su felicidad. ¿Podemos imaginar la fiesta en casa de Leví Mateo? Mucha comida, gente riendo, plática amigable; y Jesús, el invitado de honor, es el centro de la fiesta. Alegre sin duda. Buen conversador. Atento con los demás publicanos. ¡Qué felicidad se respira en esta casa! Tal vez Mateo se pone de pie y pronuncia un discurso: “Queridos amigos, esta fiesta es en honor de Jesús, quien me ha dado la oportunidad de aspirar a una vida mejor…” Todos le escuchan atentamente y cuando termina su breve alocución, aplauden, al participar de la felicidad que ahora reina en el corazón de su anfitrión.
Mateo ha planeado la fiesta e invitado a su antiguo círculo social para que sus amigos conozcan a Jesús. Ellos también tienen derecho a ser felices, piensa. No se inquieta por la mala reputación de sus invitados, porque es evidente que su invitado de honor tampoco se preocupa. Jesús es feliz entre aquellos que sienten su necesidad de él, sean buenos o malos. Es feliz cuando puede derramar su bálsamo sanador sobre las heridas de los que sufren o aumentar, en alguna medida, la felicidad de los que se gozan.
…Y los escribas y los fariseos murmuraban…
Porque había felicidad en el ambiente. Por la reputación de los invitados. Por la escandalosa conducta de un maestro de la reputación de Jesús que comía con gente de baja condición. ¡Qué diferencia en la forma en que Mateo y los fariseos veían las cosas! Lo que para Leví Mateo es motivo de gran felicidad, para los fariseos es causa de irritación y amargura.
Es que los fariseos no conocen nada de la absurda felicidad cristiana. Ignoran el gozo del amor genuino y el servicio abnegado. Ignoran el gozo del perdón que hace que haya más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento. Por eso critican a Leví Mateo que celebra con sumo gozo la salvación recibida, y a Jesús, porque participa del gozo de su discípulo.
Es evidente que estos hombres no comprenden la absurda felicidad cristiana. Ellos también, como Leví Mateo, han dejado muchas cosas, pero no han encontrado la felicidad. Si hay espíritu de crítica en el corazón, no hay felicidad.
Por qué estar de fiesta
“Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos”, dijo Jesús. Puesto que no hay justo ni aun uno, podríamos parafrasear este texto así: “Los que se creen sanos, piensan que no necesitan médico, por lo tanto, nunca son sanados, pero los que saben que están enfermos aprovechan al máximo al gran médico Jesús, y, por lo tanto, reciben sanidad”.
Los fariseos estaban enfermos, pero se consideraban sanos; Mateo sabía que estaba enfermo, y aceptó la invitación del gran médico para ser sano. Por eso hizo un gran banquete.
La enfermedad que padece todo ser humano es terminal…; sin embargo, Dios ha provisto un remedio para erradicarla y reemplazarla por una vida eterna, donde no habrá dolor ni sufrimiento. ¿Por qué le resulta tan difícil a la humanidad aceptar una oferta tan grande?
Conclusión
Dios se ha fijado en nosotros a pesar de que somos pecadores. Es necesario aceptar el llamado de Jesús, dejándolo todo, para seguirle. Si lo hacemos, entregando sin reserva lo que somos y tenemos, seremos las personas más felices del mundo. Es posible que el mundo no comprenda nuestra felicidad, porque no se mide con el mismo criterio conque ellos miden la suya. Es preciso aceptar cada día el llamado de Jesús para tener una fiesta continua con él.
Sobre el autor: Cuando escribió este artículo, Ismael Castillo Harper era aspirante al ministerio en la Misión de Occidente, Unión Mexicana del Norte.