Por encima de cualquier especulación acerca de los ataques terroristas a los Estados Unidos, debemos reflexionar, especialmente porque también estamos en guerra contra las fuerzas espirituales del mal.
El sol del 11 de septiembre de 1991 despertó a la población de los Estados Unidos para llevar a cabo la rutina de siempre. De repente, el estupor envolvió al mundo, sorprendió a millones e intimidó a muchos que participaron directamente de esa situación, no sólo alterando el desarrollo normal de las actividades habituales sino también produciendo una eclosión generalizada de ciertas realidades sociopolíticas.
Ciertamente es siniestra la inteligencia que se puso al servicio de un execrable genocidio, cuyas imprevisibles consecuencias las está experimentando toda la sociedad humana. Esto se realizó en virtud del hecho de que las torres gemelas de Nueva York eran un símbolo del poder financiero que hacía de esa ciudad la capital económica del mundo. Y en cuanto al Pentágono de Washington, es la capital del aparato militar y la inteligencia estratégica supuestamente más poderosos del planeta.
Con el ataque a esos objetivos, los analistas concuerdan en que, después de lo que sucedió el 11 de septiembre, los Estados Unidos y por consiguiente el mundo entero jamás volverán a ser lo que eran a las 8:45 de aquel día. Esa noción y lo que percibió el apóstol Juan en sus visiones del Apocalipsis, nos permiten deducir que se está aproximando la hora cuando ese otro poder que aparece en el escenario profético de Apocalipsis 13, con cuernos semejantes a los de un cordero, comenzara a rugir como dragón. Esta declaración se basa en las afirmaciones del presidente George W. Bush y de su secretario de Estado Colín Powell, que son sumamente conocidas.
Pero, de todo lo que sucedió en Nueva York y en Washington, ¿habría alguna lección que necesitamos aprender como pastores de la Iglesia Adventista? La respuesta es sí. En especial si recordamos que también estamos en conflicto constante con las fuerzas espirituales del mal.
EL PELIGRO DE LA CONFIANZA PROPIA
El gobierno de los Estados Unidos, con su sumamente sofisticado sistema de defensa y su invisible escudo para proteger a la nación de los ataques externos, creó en la población y en los militares elevados niveles de confianza. Esa idea les impidió pensar en la posibilidad de un golpe certero dado a partir de su propio territorio. Algunos aspectos de la vigilancia no funcionaron como deberían haberlo hecho. Eso nos hace pensar.
Cristo nos advirtió en cuanto a la vigilancia. Después de todo, en nuestra propia casa, en la iglesia, en nuestro corazón, en nuestra mente, podemos estar abrigando y adiestrando inconscientemente enemigos espirituales infiltrados. La Palabra del Señor, al hablar de la oposición que encuentran los que se deciden por la verdad, dice lo siguiente: “Y los enemigos del hombre serán los de su casa ‘ (Mat. 10:36). Y además: “Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Mar. 13:37).
Los acontecimientos del 11 de septiembre también nos abren los ojos a otra realidad que ocurre cuando el jefe de los enemigos invade el territorio de nuestra vida a través de las avenidas del corazón. Entonces mina nuestro ser con la mundanalidad, el secularismo, la frivolidad y tantas otras tendencias que anulan nuestra relación con Dios. Por un tiempo nada malo ocurre. Pero un día, si aflojamos la vigilancia, seremos abatidos como las otrora “ indestructibles” torres del Centro Mundial de Comercio.
LA VOZ DE LA PROFECÍA
Las profecías bíblicas merecen que creamos en ellas. Los profetas de Dios se caracterizan por escribir la Historia antes de que acontezca. En la transmisión de las advertencias que necesitamos conocer, el Creador le anticipó ciertas realidades al apóstol Juan, y otras muy específicas a Elena de White. En una de sus predicciones, ella vio abatidas las manifestaciones del orgullo, la ambición y la glorificación propia del hombre, y mencionó sucesos sumamente similares a los de Nueva York. Estas son sus palabras:
“Estando en Nueva York en cierta ocasión, se me hizo contemplar una noche los edificios que, piso tras piso, se elevaban hacia el cielo. Esos inmuebles, que eran la gloria de sus propietarios y constructores, eran garantizados incombustibles. Se elevaban siempre más alto… Los propietarios no se preguntaban cómo podían glorificar mejor a Dios. El Señor estaba ausente de sus pensamientos.
“Yo pensaba: ¡Ojalá que las personas que emplean así su riqueza pudiesen apreciar su proceder como Dios lo aprecia! Levantan edificios magníficos, pero el Soberano del universo sólo ve locura en sus planes e invenciones. No se esfuerzan por glorificar a Dios con todas las facultades de su corazón y de su espíritu. Se han olvidado de esto, que es el primer deber del hombre.
“Mientras que esas altas construcciones se levantaban, sus propietarios se regocijaban con orgullo, por tener suficiente dinero para satisfacer sus ambiciones y excitar la envidia de sus vecinos. Una gran parte del dinero así empleado había sido obtenido injustamente, explotando al pobre. Olvidaban que en el cielo se anota toda transacción comercial, que se registra todo acto injusto y todo negocio fraudulento. El tiempo vendrá cuando los hombres llegarán con el fraude y la insolencia a un punto que el Señor no les permitirá sobrepasar, y entonces aprenderán que la paciencia de Jehová tiene límite.
“La siguiente escena que pasó delante de mí fue una alarma de incendio. Los hombres miraban a esos altos edificios, reputados incombustibles, y decían: ‘Están perfectamente seguros’. Pero esos edificios fueron consumidos como la pez. Las bombas contra incendios no pudieron impedir su destrucción. Los bomberos no pudieron hacer funcionar sus máquinas…
“Se me dijo que cuando llegue el día del Señor, si no ocurre algún cambio en el corazón de ciertos hombres orgullosos y llenos de ambición, ellos comprobarán que la mano otrora poderosa para salvar lo será igualmente para destruir. Ninguna fuerza terrestre puede sujetar la mano de Dios. No hay materiales capaces de preservar de la ruina a un edificio cuando llegue el tiempo fijado por Dios para castigar el desconocimiento de sus leyes y el egoísmo de los ambiciosos.
Raros son, aun entre los educadores y los gobernantes, quienes perciben las causas reales de la actual situación de la sociedad… Si los hombres quisieran prestar más atención a las enseñanzas de la Palabra de Dios hallarían la solución de los problemas que los preocupan” (Joyas de los testimonios, t. 3, pp. 281, 282).
“El Señor está eliminado sus restricciones de la Tierra, y pronto habrá muerte y destrucción, aumento de la delincuencia, y crueles y malas acciones contra los ricos que se han ensalzado contra los pobres. Los que no tengan la protección de Dios no hallarán seguridad en ningún lugar o posición. Los agentes humanos se adiestran y usan su poder inventivo para poner en funcionamiento la maquinaria más poderosa para herir y matar…
“Pronto se producirán entre las naciones graves dificultades, que no cesarán hasta que venga Cristo. Como nunca antes necesitamos unirnos para servir a Aquel que ha preparado su trono en los cielos, y cuyo reino rige sobre todos. Dios no ha abandonado a su pueblo, y nuestra fuerza estriba en no abandonarlo a él…
“En un sentido muy especial, los adventistas del séptimo día han sido colocados en el mundo como centinelas y transmisores de luz. A ellos ha sido confiada la tarea de dirigir la última amonestación a un mundo que perece” (Ibíd., pp. 286, 288).
DELTA CINCO
Hace ya más de un año que traspusimos los límites de un nuevo siglo. En esa ocasión, a pesar de todos los presagios, nada especial sucedió. Nueve meses después, cuando nadie lo esperaba, ocurrió lo inimaginable. Del mismo modo que el presidente Bush declaró el alerta Delta 5, que implica una vigilancia máxima, debemos entrar en un estado de movilización personal. Primero, para que el enemigo no tenga ventajas instalándose dentro de nuestros corazones. En segundo lugar, comprometiéndonos mucho más con la misión de anunciar al mundo que nuestro General cumplirá su promesa: “¡Volveré!”
En lugar de vivir ansiosos y especulando acerca de las señales del fin, ocupémonos para que en cada uno de nosotros haya suficientes evidencias de la presencia transformadora de Cristo. Vivamos y trabajemos con confianza, pues él prometió: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat. 28:20).
Sobre el autor: Pastor Jubilado. Reside en Temuco, Chile. Cuando escribió este artículo era director editorial de la Asociación Casa Editora Sudamericana, Florida, Buenos Aires, Rep. Argentina.