El Padrenuestro contiene preciosas lecciones para los creyentes de todos los tiempos.
Como parte del Sermón del Monte, Cristo dio instrucciones a sus discípulos en cuanto a la forma de orar (Mat. 6:5-8), y culminó sus enseñanzas con la oración modelo: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en tentación, más líbranos del mal, porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén” (vers. 9-13).
Aunque corta, es la oración más completa y profunda de la Biblia. Tan conocida, repetida millares de veces por millones de personas en todo el mundo, jamás perdió su belleza y su relevancia trascendente, ni se agotaron sus enseñanzas. Podemos aprender muchas lecciones de esta oración, tan amplia en sus objetivos y al mismo tiempo tan breve en su expresión.
Para empezar, notamos que esta oración tiene una estructura semejante a la del Decálogo, y comienza con Dios. Sus tres primeras declaraciones tienen que ver con el Señor y su gloria; las demás se relacionan con nuestras necesidades y nuestra relación con los demás. Quiere decir que al Altísimo le debemos dar el primer lugar. Solo cuando lo hacemos, podemos esperar que él satisfaga nuestras necesidades.
“Padre nuestro que estás en los cielos”
Cuando denominamos Padre a Dios, expresamos nuestro amor, fe y confianza, y lo reconocemos como Amigo: alguien que es cercano y que es accesible. Es el Creador, el Rey de reyes y Señor de señores, Sustentador del universo; pero también es nuestro Padre. Y eso lo dice todo acerca de la clase de relación que desea mantener con nosotros y que podemos establecer con él; es decir, de cercanía e intimidad.
La expresión “que estás en los cielos” no lo limita a un lugar en el tiempo y en el espacio. Se la debe considerar, ciertamente, como una referencia a la gloria que lo circunda; lo que nos invita a asumir una actitud reverente, respetuosa, de santo temor delante de él. Es nuestro Padre celestial, “que habita la eternidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados (Isa. 57:15).
“Santificado sea tu nombre”
La primera petición de la oración del Señor se refiere a que santifiquemos su nombre. Quiere decir que 1° debemos reverenciar, tratarlo con respeto, honrarlo. Como cristianos, debemos santificar su nombre por el hecho de ser quien es; a saber, Dios.
“Para santificar el nombre del Señor se requiere que las palabras que empleamos al hablar del Ser Supremo sean pronunciadas con reverencia ‘Santo y temible es su nombre’ (Sal- 114:9). Nunca debemos mencionar con liviandad los títulos ni los apelativos de la Deidad. Por la oración entramos en la sala de audiencia del Altísimo, y debemos comparecer ante él con pavor sagrado. Los ángeles velan sus rostros en su presencia. Los querubines y los esplendorosos y santos serafines se acercan a su trono con reverencia solemne. ¡Cuánto más debemos nosotros, seres finitos y pecadores, presentarnos en forma reverente delante del Señor, nuestro Creador! (El discurso maestro de Jesucristo, p. 91).
Pero la santificación del nombre de Dios no es algo que se limita a su mención o a la oración; incluye todo lo que somos y hacemos. La santificación del nombre de Dios tiene que ver con toda nuestra obra de cada día, porque somos sus representantes. En nuestro trabajo y en nuestra manera de vivir debemos revelar su carácter; después de todo, llevamos su nombre. No santifican el nombre de Dios los que hacen bromas a costa de la Deidad, o los que mencionan irreverentemente su nombre en conversaciones intrascendentes, o hasta incluso cuando lo repiten innecesariamente en las oraciones. Tampoco lo santifican los que, llamándose cristianos, traen oprobio a la familia de Dios y niegan, en la práctica, las virtudes de su propia predicación.
“Venga tu reino”
Cuando oramos: “Venga tu reino”, debemos estar dispuestos a entregar el gobierno de nuestras vidas a Dios, sometiéndonos enteramente a su voluntad. Muchos formulan ese pedido sin el menor propósito de entregar el corazón y la mente al gran Rey; lo que les vacía el espíritu y los deja insatisfechos. No están dispuestos a entregarse o a negarse a sí mismos. Luchan por un reino externo, visible, material, donde creen que disfrutarán de fama, riqueza y popularidad. Y así crean su teología personal llena de conceptos que bloquean la necesidad de renunciar a sí mismos, y alimentan la supremacía del egoísmo.
En el Sermón del Monte, Jesús nos animó a que oráramos por la venida del Reino. Pero, en otras ocasiones, dijo que deberíamos hacer más que orar: debemos trabajar activamente, con el poder del Espíritu Santo, a los fines de diseminar por todo el mundo el Reino de la gracia, preparando así el camino para la futura venida del Señor Y la plenitud del Reino de la gloria. “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, por testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mat. 24:14).
Al comentar este versículo, Elena de White dice: “Su reino no vendrá hasta que las buenas nuevas de su gracia se hayan proclamado a toda la tierra. De ahí que, al entregarnos a Dios y ganar otras almas para él, apresuramos la venida de su reino. Únicamente los que se dedican a servirlo diciendo: ‘Heme aquí, envíame a mí’ (Isa. 6:8), para abrir los ojos de los ciegos, para apartar a los hombres ‘de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban por la fe […] perdón de pecados y herencia entre los santificados’ (Hech. 26:18); solamente estos oran con sinceridad: ‘Venga tu reino’ ” (Ibíd., p. 93).
“Hágase tu voluntad”
Esta petición fluye directamente de la anterior, ya que si pedimos la venida del Reino manifestamos el deseo y la disposición de someternos a la voluntad del Rey. La principal preocupación de los ciudadanos del Reino es hacer la voluntad del Padre. Y, en el contexto del Sermón del Monte, eso significa poner en práctica las instrucciones dadas en el Sermón, para vivir bajo el señorío de Cristo. Como cristianos, estamos comprometidos a cumplir la voluntad de Dios en todos los aspectos de la vida: en lo personal, lo familiar y lo laboral, en nuestro trabajo, en nuestro tiempo libre; en todo.
El pedido es que se haga la voluntad de Dios “como en el cielo, así también en la tierra”; nos ayuda a comprender la naturaleza cósmica de esta oración. Los asuntos a los que refiere trascienden lo terreno. Representan principios de aplicación universal y eterna. La expresión “como en el cielo” nos enseña que Dios permanece activo, junto con los ángeles, en esa esfera espiritual, más allá de las fronteras de este planeta.
“El pan nuestro de cada día”
Jesús no pasa por alto nuestras necesidades físicas. Este pan se podría entender como todo aquello que sustenta las fuerzas de la vida. Él sabe que sin salud física no subsistiríamos. El ser humano es un todo indivisible: cuerpo, mente y espíritu; el bienestar integral comprende todos esos aspectos. La estrategia de Cristo con el fin de ganar a hombres y a mujeres es ejemplar: “Solo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien.
Les mostraba simpatía, atendía a sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les decía: ‘Seguidme’ (El ministerio de curación, p. 102).
Es interesante notar que esta petición contiene el posesivo “nuestro”. Implica que debemos orar por el pan de los demás, también. Millones mueren de hambre en el mundo en estos días. Esto también debe constituir el objeto de nuestro trabajo. En verdad, el pan de cada día puede significar también algo más que el alimento, y comprende muchos aspectos que permiten conseguirlo: dinero, un trabajo estable, un buen gobierno, una buena cosecha, buen tiempo, buenos caminos, igualdad socioeconómica, entre otros elementos.
Dios puede crear las condiciones favorables a fin de que podamos conseguir el pan de cada día, pero necesitamos hacer nuestra parte también. Las aves y otros animales no esperan que el alimento les caiga en la boca. Enfrentan valientemente la tarea de buscar y recoger el alimento puesto a su disposición. La Palabra de Dios enseña que “si alguien no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Tes. 3:10).
Pero, aunque el primer sentido de Mateo 6:11 sea el pan literal, material, no estaríamos forzando el texto si intentáramos extender su significado al ámbito espiritual, pensando en el pan que alimenta para vida eterna. Jesús dijo: “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece” (Juan 6:27). Y añade: “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre” (vers. 51). Nuestro Salvador es el Pan de vida. Necesitamos alimentarnos de ese Pan; necesitamos su fuerza para vivir su vida en la nuestra. Por eso, cuando decimos “el pan nuestro de cada día”, estamos reconociendo nuestra dependencia de Dios en todo lo que somos: ya sea en el aspecto físico o el espiritual.
“Y perdónanos nuestras deudas”
Necesitamos admitir francamente que somos pecadores. En el Evangelio de Lucas, la expresión “nuestras deudas” está sustituida por “nuestros pecados” El perdón de Dios es amplio; todo lo que implica una ofensa al Señor y al prójimo está incluido en este pedido de perdón. Pedimos al Altísimo que nos perdone, tal como nosotros perdonamos a nuestros semejantes. Debemos perdonar porque hemos sido perdonados; esto no es fácil para la mayoría. Muchos quieren que se los perdone, pero no toman las medidas necesarias para perdonar a los demás.
Aquí, Jesús está hablando a los que han experimentado la grandeza de la misericordia divina. Debemos estar tan agradecidos por ella, al punto de desear compartirla con los demás; es decir, con nuestros deudores.
Hay ciertas actitudes que se podrían llamar “claves del perdón”, que nos ayudan a ejercerlo. La primera de ellas es la comprensión. Nos será más fácil perdonar si tratamos de entender las razones por las cuales la otra persona actuó como lo hizo.
En segundo lugar, está el olvido. Tenemos que aprender a olvidar, en el sentido de no tratar al ofensor según haya sido su ofensa. Esto significa eliminar la ira y el resentimiento. Necesitamos el poder transformador de Cristo para actuar de esta manera. En realidad, debemos tomar una decisión: o nos mantenemos en el ámbito de lo negativo, o permitimos que el Señor colme nuestra mente con pensamientos puros y renovados.
La tercera clave del perdón es el amor, que implanta en nuestro corazón deseos positivos y de bienestar incluso hacia los que nos tratan mal. Finalmente, tenemos la visión de la Cruz. Los verdaderos perdonadores mantienen delante de sí una visión constante del sacrificio hecho en su lugar. Por eso, reconocen la necesidad de manifestar misericordia hacia los enemigos.
“Y no nos metas en tentación”
En otras versiones, expresa: “No nos dejes caer en la tentación”. La Biblia nos asegura que hay un enemigo que está trabajando intensamente a fin de crear situaciones que nos induzcan a caer espiritualmente. Estamos en medio del gran conflicto entre el bien y el mal; y Dios nos puede dar fuerzas para resistir y vencer las tentaciones. Debemos orar cada día para que el Señor no solo nos ayude a resistir y a vencer las tentaciones, y a identificar nuestras flaquezas, sino también nos conceda la determinación de vencerlas por el poder del Espíritu. Podemos hacer como el muchacho que pasaba por un campo de sandías y decía: “No puedo impedir que se me haga agua la boca, pero puedo correr”.
Elena de White escribió: “Cuando las tentaciones os asalten, cuando los cuidados, las perplejidades y las tinieblas parezcan envolver vuestra alma, mirad hacia el punto en que visteis la luz por última vez. Descansad en el amor de Cristo y bajo su cuidado protector. Cuando el pecado lucha por dominar en el corazón, cuando la culpa oprime al alma y carga la conciencia, cuando la incredulidad anubla el espíritu, acordaos de que la gracia de Cristo basta para vencer al pecado y desvanecer las tinieblas” (El ministerio de curación, p. 193).
“Mas líbranos del mal”
Mientras estemos en el mundo, nunca estaremos en algún lugar en el que no nos amenace el mal; pero podemos impedir que penetre en nuestro corazón y que nos domine, ocultándonos en Jesucristo. “Líbranos del mal” es lo mismo que pedir: “Líbranos de caer ante la tentación”; o “líbranos del pecado que sigue a la tentación que no ha sido resistida”. Jesús puede hacerlo, y desea hacerlo en nosotros. Él oró por sus seguidores: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15).
¿Qué recursos pone él a nuestra disposición con el propósito de que podamos resistir al mal? Santiago responde: “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros” (4:7). Y Pablo nos da la lista de un verdadero arsenal espiritual: “Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por lo tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia, y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, conque podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios; orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos’ (Efe. 6:11-18).
Una audiencia con Dios
La mayor tragedia de los seres humanos es haber perdido su relación original con el Creador. Al romper con las cosas de arriba, que lo sustentan, el hombre cae bajo la tiranía de los intereses terrenales que le roban la paz, le quitan la felicidad y lo destruyen. Por lo tanto, restablecer esa relación interrumpida por medio de la oración y la meditación debería ser la búsqueda suprema del hombre. Ponerla por encima de toda otra actividad es fundamental para el crecimiento espiritual individual, y para ser eficaces en la obra pastoral. No se puede hablar de Dios ni trabajar para Dios sin haber estado con él.
La relación primera, más importante y definitiva del universo es la del hombre con su Dios. Es maravilloso que el Maestro nos haya enseñado a restablecer la conexión vital con nuestro Dios y Padre. La oración del Señor encierra profundos y eternos conceptos. Nos introduce en la Sala de Audiencias de Dios; y podemos entrar en ella con la naturalidad de un niño que se acerca confiado a su padre. Le podemos abrir el corazón como si fuera a un amigo. ¡Qué privilegio!
Sobre el autor: Bibliotecario del Colegio Adventista de Santo Amaro, San Pablo, Rep. del Brasil.