“He aquí he puesto mis palabras en tu boca” (Jer. 1:9).
¿Cuál es la historia que cuentas cuando te preguntan por qué entraste en el ministerio pastoral? Cada uno de nosotros tiene una historia relacionada con la decisión de ser pastor; y con la misma certeza de que existe, Dios debió haber estado presente en ella. Si este no fuere el caso, no existió un llamado divino, debido a que la iniciativa del llamado es de Dios. “Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios” (Heb. 5:4). Judas es un triste ejemplo de alguien que intentó usurparla. “Mientras Jesús estaba preparando a los discípulos para su ordenación, un hombre que no había sido llamado se presentó con insistencia entre ellos. Era Judas Iscariote, hombre que profesaba seguir a Cristo y que se adelantó ahora para solicitar un lugar en el círculo íntimo de los discípulos” (El Deseado de todas las gentes, p. 260). La historia muestra que la gran motivación de ese discípulo era la ganancia financiera y política; lo que lo condujo a un final trágico.
Posiblemente, sin tener una convicción inamovible proveniente del llamado de Dios, después de colaborar con el apóstol Pablo, “Demas fue fiel por un tiempo, pero luego abandonó la causa de Cristo. […] Demas sacrificó toda alta y noble consideración para conseguir la ganancia mundanal” (Los hechos de los apóstoles, p. 363). Divido entre la obra y los intereses personales, finalmente, “desanimado por las crecientes nubes de dificultades y peligros, abandonó al apóstol perseguido” (Ibíd., pp. 390, 391)
Elección y promesas
Al contrario de estos dos ejemplos, Jeremías es uno de los notables ejemplos de hombres que, aunque reconocieron su incapacidad frente a la tarea que les era propuesta, se dejaron tocar por el Señor, aceptaron el llamado y se entregaron al cumplimiento de los propósitos divinos.
Jeremías nació en Anatot, en el hogar del sacerdote Hilcías, y fue llamado al ministerio profético a sus veinte años de edad.
La condición que prevalecía entre el pueblo de Dios era desafiante: “Durante cuarenta años iba a destacarse Jeremías delante de la nación como testigo por la verdad y la justicia. En un tiempo de apostasía sin igual, iba a representar en su vida y carácter el culto del único Dios verdadero. […] Despreciado, odiado, rechazado por los hombres, iba a presenciar finalmente el cumplimiento literal de sus propias profecías de ruina inminente, y compartir el pesar y la desgracia que seguirían a la destrucción de la ciudad condenada” (Profetas y reyes, p. 300).
A pesar de todo, el profeta sustentó la reforma con entusiasmo, hasta que percibió que esta vara no estaba cambiando el corazón del pueblo. Esto lo afligía, aunque no se volvió un pesimista. Él podía “mirar más allá de las escenas angustiadoras del presente y contemplar las gloriosas perspectivas que ofrecía el futuro, cuando el pueblo de Dios sería redimido de la tierra del enemigo y trasplantado de nuevo a Sión” (ibíd.).
Por su educación en la infancia, no se imaginaba participando del ministerio profético; mucho menos en medio de circunstancias tan difíciles. Pero, la Palabra de Dios lo tocó de manera muy clara: “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones” (Jer. 1:5). Le generó un sentido de indignidad: “¡Ah! ¡Ah, Señor Jehová! He aquí, no sé hablar, porque soy niño” (vers. 6).
Sin embargo, Dios se rehusó a aceptar las disculpas del profeta: “No digas: Soy un niño; porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová” (vers. 7,8). Aunque podemos rechazar la invitación, solo existe una opción que nos hará felices y completos: escuchar y obedecer. Eso fue lo que hizo Jeremías.
Dios le prometió su compañía (vers. 8), lo que permitió que el profeta superara su timidez, colocándolo por encima de los enemigos y de sus amenazas, jeremías describe esta experiencia: “Y extendió Jehová su mano y tocó mi boca, y me dijo Jehová: He aquí he puesto mis palabras en tu boca. Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar” (vers. 9, 10).
Al recibir ese toque divino, Jeremías fue consagrado. El profeta estaba seguro de que no habría ningún grado de incertidumbre en el mensaje que transmitiría; estaba preparado para comunicar las palabras que el Espíritu de Dios colocara en su corazón.
Al depender de la autoridad divina, Jeremías actuó como representante de Dios, realizando una obra amplia que buscaba la restauración del pueblo; él contaba con la autoridad para arrancar, destruir, arruinar, derribar, edificar y plantar. Estas son metáforas que provienen de la arquitectura y la agricultura, que simbolizan la naturaleza destructora de los castigos, además de la disposición de Dios para restaurar y curar.
Jeremías y nosotros
Nos haremos un inmenso bien si recordamos constantemente las lecciones que podemos extraer de la experiencia de Jeremías. Nos darán fuerzas renovadas cada vez que el enemigo nos asalte con dudas en cuanto a nuestra vocación.
La primera lección es que Dios tomó lo iniciativa de nuestro llamado. “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué”, le dijo Dios al profeta. Es absolutamente necesario que entendamos esto. Significa que no pertenecemos a grupos humanos o instituciones terrenales. Pertenecemos a Dios; a él le corresponde castigarnos o recompensarnos. Los resultados de nuestra respuesta al llamado son descritos maravillosamente por Mario Veloso: “Cristo es nuestra promesa, nuestra realidad y nuestra vida. Con él nada nos falta, aunque parezca que nos falte todo. Con él somos victoriosos, aunque la victoria parezca distante. Con él somos hijos de Dios, aunque el demonio nos reclame como suyos. Con él vivimos seguros, aunque la inseguridad nos asalte a cada paso. Si angustiados, en él confiamos. Si afligidos, caminamos con él. Si perseguidos, a él huimos. Si calumniados, confiamos en él. Por Cristo vivimos y para él morimos. Nada nos intimida. Nada nos espanta. Nada nos detiene. […] Él es nuestra alegría y el gozo de nuestra vida. Nuestra vida es él, y él es todo lo que somos. Nada queremos que no sea suyo, nada que nos aparte de él. En él vivimos, y nos movemos y somos. Él es todo, para nosotros, en todo”.[1]
En segundo lugar, podemos sentirnos incapacitados para el cumplimiento de la misión, pero el Señor se encarga de habilitarnos. Ya que él conoce el fin desde el principio y conoce nuestros límites y posibilidades, podemos concluir que él sabe de qué forma podemos ser útiles en su obra. Tal como Jeremías, no debemos temer (Jer. 1:7, 8, 17-19).
En tercer lugar, está el toque divino, que nos confiere una autoridad santa (Jer. 1:9). El poder transformador y la autoridad de los mensajes de Jeremías no provenían de su capacidad argumentativa, ni de su retórica o erudición. La palabra era poderosa y capaz de transformar, porque era la Palabra de Dios. De forma similar, nuestro mensaje es el de Dios, sazonado con el amor, la gracia y la misericordia que son abundantes en él. Su Palabra es nuestra palabra. Sus sentimientos son los nuestros; nuestras motivaciones son las suyas.
Elena de White comenta: “Lo experimentado por Jeremías durante su juventud, y también durante los años ulteriores de su ministerio, le enseñaron la lección de que ‘el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es ordenar sus pasos’. Aprendió a orar así: ‘Castígame, oh Jehová, más con juicio; no con tu furor, porque no me aniquiles’ (Jer. 10:23, 24)”.
“Cuando fue llamado a beber la copa de la tribulación y la tristeza, y cuando en sus sufrimientos se sentía tentado a decir: ‘Pereció mi fortaleza, y mi esperanza de Jehová’, recordaba las providencias de Dios en su favor, y exclamaba triunfantemente: ‘Es por la misericordia de Jehová que no somos consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad. Mi parte es Jehová, dijo mi alma; por tanto en él esperaré. Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le buscare. Bueno es esperar callando en la salud de Jehová’ (Lam. 3:18, 22-26)” (Profetas y reyes, p. 310).
Debemos vivir reconociendo ese mismo grado de dependencia. El Dios que nos llamó nos conoce perfectamente y está deseoso y preparado para moldearnos conforme a sus planes. Estará con nosotros en todos los momentos y las situaciones que nos toquen vivir. Impulsados por el toque purificador y capacitador de su mano, tenemos un sagrado ministerio que desempeñar. Cumplámoslo con fidelidad, vislumbrando la victoria que se avecina.
Sobre el autor: Editor de la revista Ministerio, edición de la CPB.
Referencias
[1] Mario Veloso, Mateo: contando la historia de Jesús Rey (Buenos Aires: ACES, 2006), p. 19.