La tarea del pastor adventista con relación a la feligresía tiene básicamente dos grandes zonas definidas: la predicación y la visitación. Si una de ellas falla, la obra resulta incompleta y se asemeja a un corredor pedestre al que le falta una pierna.
Con relación a la primera, la predicación, hay mucho material, y su práctica es más bien fácil. Pero la segunda presenta más dificultades, tanto porque requiere una mayor laboriosidad (ir de casa en casa), como porque significa un mayor conflicto psicológico. Cuando se los visita los miembros manifiestan sus inquietudes en forma abierta, objetan ciertas cosas de manera frontal, y el pastor tiene que descender de la montaña del púlpito al valle de- la conversación directa para librar la buena batalla de la fe.
Al hacer hincapié en la visitación como parte de la actividad evangelizadora, las Sagradas Escrituras mencionan la tarea de la iglesia primitiva cuando dicen: “Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón”.[1] Y al hablar del ministerio de los apóstoles en forma especial, el registro sagrado afirma: “Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo”.[2]
En relación con esto, dice la inspiración: “No gaste innecesariamente su fuerza dando largos discursos. Esto consume la vitalidad de manera que no queda fuerza suficiente para dedicar a la parte más importante de la obra: El ministerio de casa en casa”.[3]
“Un ministro puede gozarse en sermonear, porque es la parte placentera del trabajo y es comparativamente fácil hacerla; pero ningún ministro debe ser aquilatado por su habilidad como predicador. La parte más dura viene después que deja el púlpito, al regar la semilla sembrada. El interés despertado debe ser cultivado por un esfuerzo personal: visitas, estudios bíblicos, enseñando como investigar las Escrituras, orando con las familias y personas interesadas, tratando de profundizar la impresión hecha en los corazones y las conciencias”.[4]
Un gigante de la predicación como Raymond Calkins, al hablar de las visitas a los miembros, la tarea personal de casa en casa, dice: “Cuando en su inmortal despedida de los ancianos de la iglesia de Éfeso se refirió a sus enseñanzas en público, no se detuvo allí, sino que continuó diciendo: Y por las casas’. Su predicación, en una palabra, no estaba confinada al púlpito. Llevaba su mensaje de casa en casa. No creía haber terminado su trabajo una vez predicado un sermón a una congregación. Debía llevar su tesoro espiritual a la intimidad de los hogares, y aplicarlo a las necesidades de los hombres y mujeres tales cuales eran descubiertas por ellos mismos. Y eso también era predicación, por el método de la conversación. El apóstol parece indicar claramente que si se hubiera limitado a predicar públicamente, algo hubiese faltado. Por eso agrega: ‘Y por las casas’ ”.[5]
El pastor evangélico, James D. Crane, dice del ministro: “A semejanza de Moisés, tiene que salir a sus hermanos y ver sus cargas, y a la manera de Ezequiel debe poder decir que en donde estaban sentados ellos, allí me senté yo. En la visitación de su grey y en la meditación sobre lo que observa, el pastor que ama a sus ovejas puede descubrir la necesidad que en su próximo mensaje debe esforzarse por satisfacer”.[6]
Citamos de nuevo a Raymond Calkins: “Nadie tiene oportunidades para la influencia personal comparables con la del pastor. El recorre la escala humana desde el principio hasta el fin. No hay situación humana en que no pueda sentirse su influencia. Está detrás del muchacho o la niña descuidados o vacilantes y trata de afirmarlos y guiarlos por caminos rectos. Aconseja y ayuda a los jóvenes que están perplejos en cuanto a su futuro. Ayuda a más de una familia en días de dificultades financieras y en épocas de desaliento y fracaso. Puede mantener unido a más de un hogar cuando su armonía y estabilidad se ven amenazadas por la desinteligencia o la infidelidad. Levanta a jóvenes y viejos por encima de los obstáculos que se le presentan en el camino, y les ayuda a llevar cargas sobre las cuales sólo él sabe algo”.[7]
Ante la vital importancia que adquiere entonces la visitación, el ministerio de casa en casa, consideraremos tres aspectos básicos de esta tarea:
1. Conocerse a sí mismo
El conocerse a sí mismo es una de las cosas más difíciles, pero indispensable para un buen ministerio. Nuestros sentidos físicos más agudos son los ojos y los oídos, y ambos están dirigidos hacia afuera, lo que hace difícil “mirarse hacia adentro” o “escucharse a sí mismo”; de ahí que se requiere disciplina propia y fuerza de voluntad para autoanalizarse, y mucha sinceridad para autocriticarse. Además, cuando nos dedicamos a esta tarea, encontramos que los mecanismos de defensa presentan razones para justificarnos a nosotros mismos, levantando una niebla psíquica interior que nos hace ver distorsionada la realidad de nuestro ser; solo el brillante sol del Espíritu Santo puede disiparla. ¡He ahí la mayor y más urgente necesidad del ministerio!
Además, como dice el Dr. León: “Las motivaciones inconscientes son muy tercas y recurrentes y se expresan en el nivel de le consciente con toda honestidad y autenticidad, aunque en profundidad no lo sean”,[8] De ahí la profunda oración del rey David. “¿Quién podrá entender sus propios errores9 ¡Líbrame de los que me son ocultos!”[9]
¿Por qué es de tanta importancia nuestra propia situación interior? Porque determina la atmósfera que nos rodea, y será el ambiente que respirarán las personas que vamos a visitar. Es inevitable que transmitamos nuestra atmosfera a las otras personas. Por eso dicen las Sagradas Escrituras: “Como en el agua el rostro corresponde al rostro, así el corazón del hombre al del hombre”.[10]
“Por supuesto, inevitablemente estamos sembrando, lo advirtamos o no. Inconscientemente producimos impresión sobre los demás, simplemente por lo que somos o no somos… con nuestras reservas y reticencias… Las deducciones que la gente está sacando diariamente de nuestras palabras casuales, nuestra apariencia, nuestro comportamiento… Una de las más intrigantes cuestiones de la vida, si nos detenemos a considerarla, es la del efecto que ésa nuestra siembra inconsciente de nosotros mismos produce sobre otros. La verdadera influencia es imposible de calcular”.[11]
Sólo cuando el ambiente del cielo sea nuestro propio ambiente podremos realizar eficazmente la tarea de la visitación; y esto será posible únicamente mediante una profunda vida devocional. “Nada hay más necesario en la obra que los resultados prácticos de la comunión con Dios… Cuando su paz está en el corazón, resplandecerá en el rostro: dará a la voz un poder persuasivo. La comunión con Dios impartirá elevación moral al carácter y a toda la conducta… Esto impartirá a las labores del ministro un poder aún mayor que el que proviene de la influencia de su predicación”.[12]
2. Conocer a la persona que vamos a visitar
Hay en este aspecto una mayor o menor posibilidad, de acuerdo con la relación que se tenga con la persona a entrevistar. “La inspiración señala la necesidad de estudiar el carácter al decir: ‘A fin de conducir a las almas a Cristo, debe conocerse la naturaleza humana y estudiarse la mente humana’.
“Luego menciona dos razones por las cuales debemos estudiar la psicología humana: ‘Necesitamos estudiar el carácter y los modales para saber tratar juiciosamente con los diferentes intelectos, para poder emplear nuestros mejores esfuerzos en ayudarles a comprender correctamente la Palabra de Dios’ ”.[13]
Y aunque las personas sean diferentes en algunos aspectos, debemos recordar que en otros son semejantes, pues están acosados por iguales complejos, necesidades similares, anhelos, frustraciones, etc. Y en este punto debemos recordar en forma especial que en la obra pastoral debemos tener siempre presente que sea cual fuere la persona a la que visitamos, hay en el fondo de su alma el deseo de trascendencia, deseo impuesto por Dios en el corazón humano que impulsa al individuo a buscar las cosas superiores. En toda persona hay un anhelo por las cosas eternas, a veces muy disminuido, pero siempre latente. Llegar hasta ese punto es el mayor propósito de la visitación evangélica para liberar las energías allí enclaustradas y producir el desarrollo espiritual que lleva a la persona a la presencia de Dios.
Otra cosa que debe tenerse siempre presente es respetar profundamente la personalidad ajena. El ministro nunca se esforzará por obtener un secreto o hurgar cosas que la persona visitada desea mantener en reserva. Hay cosas secretas en cada corazón humano que sólo Dios tiene derecho a saber, y en las cuales los mortales jamás deben tratar de penetrar, a menos que quien acuda al pastor sienta la necesidad de decírselo por voluntad propia. Toda actividad, en este sentido, debe estar caracterizada por una confianza leal y una consideración respetuosa.
3. Conocer la doctrina
Aquí está el quid de este tema: Conocer la doctrina. Puede ser que quien realice la visitación tenga en algún punto una falsa apreciación de sí mismo, tal vez algún concepto equivocado con respecto a la persona que visita, pero en cuanto a la doctrina tiene que tener un correcto conocimiento; tiene que conocerla tan bien como el soldado al arma que porta, porque ella es “la espada de dos filos”. La doctrina es el nexo de unión entre el visitante y el visitado. Es el perfume que identifica las flores en el jardín cristiano.
Recordemos el consejo del apóstol: “Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”.[14] “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene dé qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad”.[15]
Se dice que el médico sepulta sus errores, el escritor los fija, el profesor los multiplica; pero el predicador los eterniza. Es de suprema importancia, entonces, que conozcamos la doctrina, tanto en forma teórica como vivencial. Conocer y transmitir la Palabra, más que simplemente enseñarla. No presentar filosofías humanas ni pensamientos propios, ambos alimentos desvitaminizados, sino la doctrina bíblica en su pureza original, con toda su autoridad, es decir, el Evangelio que es potencia de Dios para transformar a los pecadores en santos, a los extranjeros en conciudadanos de la Nueva Jerusalén, y a los mortales en inmortales.
La cura de almas es la más grande de todas las vocaciones y debe ser ejercida con todos los dones que la naturaleza pueda concedernos, con todo el conocimiento de los problemas morales y espirituales que el estudio pueda proporcionarnos, y con toda la autoridad de quien tiene en sus manos, por encargo divino, las llaves del Reino de los Cielos”.[16]
La visitación, noble y abnegada tarea, es parte de la responsabilidad ministerial y privilegio cristiano.
Como epílogo de lo dicho hasta aquí, recordemos el deseo encerrado en las divinas palabras paulinas: “Considera lo que te digo, y el Señor te dé entendimiento en todo”.[17]
Sobre el autor: El pastor Rubén Rivero es profesor de Ciencias de la Educación y Licenciado en Sociología. Actualmente ejerce en el Instituto Juan Bautista Alberdi, Misiones, Argentina.
Referencias:
[1] Hech. 2:46.
[2] Hech. 5: 42.
[3] Testimonios para los Ministros, pág. 318.
[4] El Evangelismo, pág. 321.
[5] Raymond Calkins, El Romance del Ministerio, La Aurora, Buenos Aires, pág. 148.
[6] James Crane, El Sermón Eficaz, Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, pág. 74.
[7] Raymond Calkins, op. cit., pág. 155.
[8] Dr. Jorge León, Psicología de la Experiencia Religiosa, Editorial Caribe, Buenos Aires.
[9] Sal. 19: 12.
[10] Prov. 27:19.
[11] Raymond Calkins, op. cit., pág. 75.
[12] Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 102.
[13] Nicolás Chaij, El Colportor de Éxito, ACES, Buenos Aires.
[14] 1 Ped. 3: 15.
[15] 2 Tim. 2: 15.
[16] Raymond Calkins, op. cit., págs. 202, 203.
[17] 2 Tim. 2: 7.