Solamente la gracia de Dios puede reparar las consecuencias de la infidelidad matrimonial

Cuando lo inimaginable se incorpora en la imaginación, cuando comenzamos a pensar en lo impensable, entonces lo imposible se vuelve posible. Esto vale tanto para el bien como para el mal. Es muy raro que un adulterio sea un evento sin historia. Algún tipo de imaginación, de devaneo, prepara previamente el camino. Lo que somos en secreto aparece en momentos de tensión o de prueba. Y, cuando sucede, deja marcas indelebles.

Tratar este asunto siempre es doloroso, porque el resultado de la investigación de los casos de adulterios de pastores es devastador. Pero, sin una evaluación imparcial, objetiva y, por sobre todo, amorosa, seremos incapaces de reaccionar ante esas situaciones de manera compasiva y redentora. No se trata de hacer como el avestruz; mucho menos como si fuéramos jueces precipitados e implacables. Después de todo, Dios todavía está en su trono, es nuestro Creador y Padre, y es el único capaz de tranquilizar nuestra alma arrepentida y restaurar las relaciones quebrantadas. Creo que, en este asunto tan complejo, la Biblia considera que el cónyuge ofendido y los hijos son las principales víctimas (Mal. 2:13-16; 1 Tes. 4:6; Heb. 13:4).

Sabemos que cada caso es único y que la atribución de responsabilidades es una tarea que infunde temor. Pero la iglesia ha sido llamada para rescatar, y Dios desea que seamos llenos de gracia y sabios al tratar el problema, para que no subestimemos las heridas ni aniquilemos a las víctimas, no importa dónde estén o quiénes sean.

Las consecuencias sobre la esposa

Sorpresa desagradable. El día puede comenzar como de costumbre. Los chicos están en la escuela y el esposo está trabajando. Alguien telefonea o llega para dar la noticia. Por más discreta que sea la comunicación, no hay una manera agradable de decir: “Su marido la está engañando”. Eso es tan doloroso como un anuncio de muerte, especialmente cuando el esposo ha sido totalmente digno de confianza; aunque él mismo sea quien confiese la falta. Estoy tomando a la esposa como víctima y al esposo como culpable, pero a veces sucede al revés, y eso es tan doloroso como en el caso anterior.

La pérdida de la inocencia. El matrimonio es un pacto muy solemne. Su poder de unir es inmenso. La vida compartida es, en cierto modo, un nuevo comienzo. Implica liberación del pasado, una nueva confianza, una nueva oportunidad de averiguar qué es la pureza y de libertad para desarrollarse como persona; es una manera de darle una nueva oportunidad a la inocencia. Y, cuando todo eso se tira por la ventana, muere la inocencia conyugal. Y esa muerte se puede ver de muchas maneras, una de las cuales es la culpa. Con frecuencia, la esposa traicionada se siente culpable del fracaso matrimonial. Cree que no ha sido lo suficientemente buena para impedir la tragedia. La carga de la culpa compartida se puede volver insoportable, y ella llega a dudar de su propia inocencia en el adulterio de su esposo.[1]

Después de pasar años identificándose con su esposo y sus fallas, la esposa no puede evitar sentir vergüenza. Y, si es esposa de pastor, ese sentimiento se acrecienta porque se trata de una pareja de perfil público.

Soledad. Muchas esposas se sienten solas; pero pocas situaciones se pueden comparar con la sensación de soledad que produce un adulterio. Hasta los amigos íntimos a veces desaparecen, y no porque no se interesen. “No siempre sabemos qué decir”, dijo, en confianza, una esposa sobreviviente de un caso de infidelidad conyugal.

La pérdida de la identidad. La pregunta básica que se hace la angustiada esposa es: “¿Quién soy yo?”

Durante mucho tiempo, fue esposa de pastor. Su estima propia, su ropa y su apariencia, su lugar en la sociedad y su propia vida giraban en torno de la tarea pastoral. Al perder a su marido, siente que ya no es nadie y que no tiene nada. No quiere participar en los ministerios con los que colaboraba antes, y mucha gente que dependía de su apoyo queda abandonada. No ha perdido sólo a su familia; también está perdiendo al padre de sus hijos, a su amante, a su alma gemela.

Sensación de fracaso. Cuando todo se descubre, la esposa recién se da cuenta de cuán grande fue el engaño al que se la sometió, de cuánta duplicidad y astucia hubo en la relación conyugal, y se siente ridícula; ella, que siempre le quiso dar a su esposo el espacio que necesitaba, que siempre quiso respetar su secreto profesional. Pero, ¿cómo pudo ser tan ciega, que no reconoció la tragedia ni la pudo evitar?

Anulación. Ahora que el mal ya está causado, Heather Bryce recuerda: “Las ‘otras mujeres’ -amigas cristianas- parece que no necesitan decir que lo sienten mucho ni aconsejar el perdón, y eso deja una sensación de pérdida y de vacío. Los consejeros me dicen que no los busque, y que el perdón tiene que partir de mí. El apoyo recibido ha sido principalmente para mi esposo. Muchas cartas me animan a perdonarlo, y reafirman lo bueno que fue su ministerio anterior. Muchas veces, la ayuda que recibo viene en la forma de esta pregunta: “Perdió a su esposo, ¿cómo lo está tratando ahora?”[2]

Cuando el esposo ha sido traicionado

Es sorprendentemente escasa la información que existe acerca de la esposa de un pastor infiel. Pero el marido de la “otra mujer” queda virtualmente olvidado; y eso a pesar de que la vergüenza, la culpa, la pérdida de la identidad y la estima propia, el rechazo y la traición también alcanzan a los hombres. En el caso de David, Dios no sólo quiso convencerlo de la lascivia y la impureza que había compartido con Betsabé, sino también del daño inhumano al que sometió al otro hombre, el dueño de la “corderita” (2 Sam. 12:1-4).[3]

En primer lugar, el adulterio, visto desde la perspectiva del hombre traicionado en la historia de David, es además transgresión del mandamiento que dice: “No matarás”. Aunque David no le hubiera quitado de hecho la vida a Lirias, mató la unidad de su matrimonio –“Una sola carne” (Gén. 2:24)- divinamente establecida, y a la que se entregan marido y mujer. También se trata del robo del cónyuge, del padre o de la madre de otras personas; se trata del robo de la más íntima felicidad ajena, de la destrucción del hogar del otro. Y, al parecer, Dios tiene gran interés en las víctimas de la infidelidad. Le preocupan los derechos de los que resultan defraudados en estos casos.

Pablo dice lo siguiente: “Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación, que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor; no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios; que ninguno agravie ni engañe en nada a su hermano; porque el Señor es vengador de todo esto, como ya os hemos dicho y testificado” (1 Tes. 4:3-6).

“Cuando alguien cumple su deseo, o lo que parece ser una nueva felicidad en un segundo casamiento, es fácil olvidar el precio que pagó la otra persona: perdió al compañero o la compañera de la vida, derramó lágrimas en el silencio de la noche. A alguien se le robó la felicidad, se le destruyó el hogar, se lo dejó solo luchando consigo mismo. Los niños quedaron sin padre o sin madre. Es fácil olvidar el terrible sufrimiento de los demás, mientras se disfruta de un nuevo amor. Pero Dios no se olvida”.[4]

Los hijos

Aquí están presentes los hijos inocentes. Amontonados detrás del padre o de la madre, que en este caso es su fortaleza, su modelo, la misma primera imagen de Dios, su ejemplo acerca de cómo se debe vivir la vida. Uno de los dos les dio la noticia, y enfrentó sus reacciones complejas y confusas, de una intensidad inimaginable.

El padre los abandonó. Sienten que no valen nada. La humillación pública les invade la vida. Los gestos, las miradas, la lástima, les hacen desear desaparecer de allí. Les preocupa si heredaron o no la tendencia a la infidelidad. El desarrollo de la sexualidad del niño puede quedar afectado, ya que depende en gran parte de lo que observa en el hogar. Su experiencia religiosa también sufre daño; se puede desarrollar en ellos un profundo resentimiento hacia la iglesia, la religión y hacia Dios mismo, pues, al parecer, no fueron capaces de proteger al papá para que no cayera.[5]

No importa cuál sea su edad, los niños siempre resultan afectados por la infidelidad matrimonial de los padres. Cuando tenía 3 años, mi hijo oyó a una vecina que contaba que su marido se había ido con otra mujer. Días después, luego de encontrarnos con esa vecina y su hijo en una tienda, mi muchacho peguntó: “Papá, ¿dónde está el padre de Marcos?” Cuando le contesté: “Él dejó la familia”, noté una expresión de miedo en su rostro. “Papá, ¿nos vas a dejar algún día?”, me preguntó. Lo miré fijamente y le dije: “No, hijo, nunca”. Y sentí profundamente su prolongado abrazo.

La otra mujer

Es difícil saber quién se siente más responsable por un adulterio; si la esposa traicionada, por creer que no fue la mujer que él necesitaba, o “la otra”, por ser la que él no debería haber necesitado. Pero, en este caso, el péndulo de la responsabilidad se inclina hacia el pastor.

Dejemos que hable Pamela Cooper-White: “Insisto en que esa relación tan íntima siempre es una violación de los límites éticos, y que es responsabilidad del pastor mantener los límites apropiados. Tal como pasa con la violación, la participación sexual del pastor con una feligresa no es, fundamentalmente, un asunto de sexo o de sexualidad, sino de poder y de control. Por eso, yo llamo a esto abuso sexual y no ‘relación sexual’, o actividad privada entre adultos (como casi siempre se la describe) […] es posible que no haya un verdadero consentimiento en una relación que implica poderes tan desiguales”.[6]

El pastor puede ser “el otro” empleador, profesor, mentor o consejero de la mujer. Aunque recordemos esos factores, y especialmente que la responsabilidad pastoral es mayor, hay un hecho que continúa siendo innegable: fuera de la violación o los abusos malintencionados, somos cómplices en la infidelidad sexual cada vez que trasponemos los límites ajenos, o permitimos que alguien viole nuestra propia intimidad. En cualquier caso, “la otra mujer” tendrá que contestar algunas preguntas.

Robo del marido. Las consecuencias de su acto la perseguirán. En el caso de que el adúltero prefiera quedarse con ella, él seguirá pensando en la esposa legítima y en su soledad, viviendo en una casa más chica, “yendo a trabajar para ganarse el sustento sin la compañía que le era tan preciosa; todo porque ella le robó el marido y le destruyó el hogar”.[7] Esa realidad la afectará negativamente.

Víctima y cómplice. Por más vulnerable que haya sido ella, por más fuerte que haya sido la presión ejercida sobre ella, por más defectuoso que haya sido su matrimonio o por más abusador que haya sido su esposo, la “solución” que encontró lo único que ha hecho es aumentar la cantidad de víctimas. Ahora bien, según Hession: “Se espera que ella se humille delante de Dios, que reconozca que el error cometido contra la esposa traicionada es un pecado contra Dios. Entonces es hora de confesarlo, pedir perdón y tratar de hacer algo para reparar el error”.[8]

Daño a la estima propia. La “otra” puede sentir vergüenza, culpa y considerarse una estúpida por haberse dejado usar como un objeto de placer. Su sentido de los valores, de la confianza y de la seguridad es objeto de una especial destrucción. El idealismo y la esperanza casi desaparecen.

Desórdenes físicos, emocionales y espirituales. Algunas mujeres enfrentan serias dificultades en el campo de lo físico y lo psicológico. Las intimidaciones y las amenazas para no revelar el adulterio causan ansiedad, estrés, insomnio y muchos otros problemas de salud.[9] Hay también un cierto enfriamiento de la confianza en Dios, en la iglesia y en los amigos que, en nombre de la reputación de alguien, no prestaron oídos a sus quejas antes de que se produjera la tragedia.[10]

Las consecuencias sobre el pastor

La inocencia es una cualidad del ser caracterizada por la pureza, la integridad y la total honestidad. Las vidas inocentes disfrutan de una profunda serenidad, incluso en medio de las circunstancias más adversas, las peores tentaciones y las más flagrantes injusticias. Aunque fue vendido como esclavo, aunque resistió las insinuaciones de su patrona, y a pesar de la injusta prisión a la que se lo sometió, José “disfrutaba de la paz que procede de una inocencia consciente”.[11] Los efectos de la pérdida de la inocencia ejercen una profunda influencia sobre el pastor que cae en adulterio. Esa pérdida afecta todos los aspectos de su vida y de su ser.

La pérdida de la inocencia personal. Antes de la consumación del hecho, nada parece indicar que habrá cambios en la vida. La idea que prevalece, producto de la cultura actual, es que el sexo libre puede ser seguro y que una intimidad casual es sólo un entretenimiento sin efectos negativos. La verdad, sin embargo, es que se producen profundos cambios en lo íntimo de las personas implicadas. La intimidad sexual nos introduce en la “cámara sagrada” del otro, donde convergen todas las dimensiones de dos personalidades distintas. Ninguna otra experiencia produce esto tan completamente.

La intimidad sexual implica que cada miembro de la pareja se entrega totalmente. Y, como somos un solo ser, esas múltiples entregas fragmentan el sentido de la propia integridad. Esa fragmentación se produce porque cada nuevo socio se une a nosotros de manera diferente, con demandas específicas, de modo que ya no nos pertenecemos como antes. Un profundo sentimiento de vergüenza surge del interior del individuo cuando se enfrenta a ese nuevo yo comprometido, que no sabe cómo relacionarse con los familiares, cuando ve que los amigos asumen actitudes extrañas; hasta (y especialmente) cuando hablar de Dios suena artificial y temerario.

La pérdida de la inocencia conyugal. La unión con la esposa, el apoyo que ella le daba, los sueños y los planes compartidos, ahora tienen límites. No nos sentimos dignos de esa experiencia; ya no la merecemos.

“Ni hay razón alguna para que seamos dignos de confianza”.[12] Antes, consolábamos a la familia, la protegíamos y la defendíamos en sus luchas, pero ahora no podemos proporcionar ayuda, ni sabemos cómo buscar la que necesitamos. Poco quedó de la condición de esposo y cabeza de familia. Perdimos el trabajo, el salario y la honrosa función que desempeñábamos. “Me siento sucio -me confesaba una vez un aconsejado mientras añadía-: Mi esposa me perdonó; muy bien. Siempre me sentiré perdonado; pero esto ya no es inocencia”.[13] Sólo Dios puede perdonar completamente.

La pérdida de la inocencia profesional. La derrota es completa. “Aunque el pastor sea humano (con todas las tentaciones y flaquezas de cualquier otra persona), por su vocación escogió vivir en un nivel más elevado. Eso incluye el bienestar de los miembros y el buen nombre de la iglesia en la comunidad. Por eso, los efectos de un desvío sexual de su parte son catastróficos para las personas implicadas, y devastadores para la iglesia y la comunidad. El tratamiento de los traumas que produce puede llevar toda una vida. Puede pasar una generación de desilusionados antes de que se recupere la fe de la comunidad”.[14]

Pero la parte más difícil de la historia consiste en enfrentar a Dios, la víctima más herida y la más inocente de todas. David estaba en lo cierto cuando dijo: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal. 51:4). David pecó contra la incalculable generosidad de Dios cuando le robó la esposa a Urías heteo. Obró contra el Mandamiento de Dios y rechazó la autoridad divina. Sabía que le había mentido directamente a Dios: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo” (vers. 6).

Sí, lo más difícil es enfrentar al Supremo Pastor, cuando nosotros, como subpastores, actuamos como si fuéramos lobos rapaces para el rebaño. Es tan difícil, que nuestro instinto, nuestra razón, nuestros sentimientos, experiencias, y muchos amigos nos dicen: “¡Escóndete detrás de esas hojas de higuera! Vete a otra parte”. Pero, ¿dónde nos podremos esconder? Las hojas de higuera no ocultarán nuestra desnudez delante de Dios. ¿Dónde podemos ir, si no es hacia él? Ahora es el momento de ofrecerle al Señor un sacrificio aceptable.

Al contrario de los sacrificios inútiles, “al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (vers. 17). Nada fuera de la intervención de Dios puede restaurar nuestra inocencia. “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. […] No quites de mí tu Santo Espíritu. Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente” (vers. 10-12).

Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor de Ético en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] Pamela Cooper-White, The Christian Century [El siglo cristiano] (20 de febrero de 1991), p. 199.

[2] Ibíd., p. 65.

[3] Roy Hession, Forgotten Factors [Factores olvidados] (Fort Washington: CLC, 2003), p. 21.

[4]  Ibíd., pp. 22, 23.

[5] Douglas Todd, Vancouver Sun (13 de enero de 1994), Al.

[6] Pamela Cooper-White, Ibíd., pp. 196, 197.

[7] Roy Hession, Ibíd., p. 25.

[8] Ibíd.

[9] Shirley Feldman-Summers y Gwendolyn Jones, Journal of Consulting and Clinical Psychology [Periódico de consultas y psicología clínica] (1984), pp. 105-161.

[10] Marie Fortune, Is Nothing Sacred? [¿No hay nada sagrado?] (San Francisco: Harper and Row, 1989), pp. 99-107.

[11] Elena G. de White, Patriarcas y profetas, p. 218.

[12] Heather Bryce, Ibíd., p. 64.

[13] Selma A. Chaij Mastrapa, Adventist Review, edición on-line, 2003/1509: www.adventistreview.org/2003-1509/stery 1 -2.html

[14]