Quizá nos extrañe, pero es cierto: la tintura de cabellos, la pintura facial, la vestimenta indecorosa y el uso de joyas son tan antiguos como el cristianismo.

Antes de la visitación final de los juicios de Dios sobre esta tierra, según El Conflicto de los Siglos, “habrá entre el pueblo del Señor un avivamiento de la piedad primitiva, cual no se ha visto nunca desde los tiempos apostólicos” (pág. 517). ¿Qué entendemos por “piedad primitiva”? El diccionario dice del adjetivo primitivo: “que pertenece al primer estado de las cosas”. Si esta declaración se refiere a la piedad del cristianismo primitivo, lo cual puede deducirse de la referencia a los “tiempos apostólicos”, podemos entonces inferir que la fe y las prácticas puras de la iglesia primitiva formaban parte de la piedad primitiva.

Un estudio cuidadoso de la historia de la iglesia primitiva revela que los padres de la iglesia del primer y segundo siglos preconizaban la más firme adhesión a las elevadas normas de conducta, vestimenta, moral, recreación y temperancia. Algunos de ellos fueron bastante explícitos en definir cómo debían aplicarse esas normas en la vida de sus seguidores. Al considerar con atención los escritos de esos hombres tendremos una visión más clara de lo que significa la piedad primitiva. En aras de la brevedad nos limitaremos a comentar los aspectos de la vestimenta y el “adorno exterior”.

DESAPROBACIÓN SUAVE O ABIERTA HOSTILIDAD

El cristianismo en los tiempos apostólicos no era más popular de lo que lo había sido su Fundador, tanto para los dirigentes religiosos judíos como para las masas paganas. La iglesia en los dos primeros siglos fue recibida con actitudes que iban desde una moderada desaprobación hasta la abierta hostilidad, a menudo en forma de persecución.

No leas nada que no desees recordar, porque al hacerlo estás acostumbrando tu mente a olvidar. Luego, cuando leas algo que quieras recordar, no podrás hacerlo.

El martirio llegó a ser algo más bien codiciado que temido por muchos cristianos. El concepto de separación del mundo era un reflejo de las enseñanzas de los apóstoles. Pedro había llamado a los cristianos “pueblo adquirido por Dios”, “extranjeros y peregrinos” (1 Ped. 2:9, 11). Pablo, escribiendo a los corintios, los instaba a salir y apartarse (2 Cor. 6:17). Juan recordaba a su rebaño que el amor al Padre y el amor al mundo no pueden coexistir, que “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida [provienen] del mundo” (1 Juan 2:15, 16).

LO ÍNTIMO DEL CORAZÓN

Los apóstoles aplicaban específicamente estos principios básicos a la vida diaria. Por ejemplo Pedro, dirigiéndose a las mujeres cuyos maridos eran incrédulos, las advertía que sus esposos podían ser ganados “por el comportamiento de sus esposas, sin necesidad de palabras, al ver su conducta pura y respetuosa. Que su adorno no consista en cosas de afuera, como peinados exagerados, joyas de oro o vestidos lujosos, sino en lo íntimo del corazón, la belleza que no se pierde y que consiste en un espíritu dulce y tranquilo, pues esto vale mucho delante de Dios” (1 Ped. 3:1-4, Versión Popular). Pablo escribe: “Que las mujeres se vistan decentemente, con modestia y sencillez; que se adornen, no con peinados exagerados ni con oro, perlas o vestidos costosos, sino con buenas obras, como deben hacerlo las mujeres que se han consagrado a Dios” (1 Tim. 2:9, 10, Versión Popular).

En la enseñanza apostólica emergen al respecto dos temas principales: el primero es el que la verdadera belleza que Dios más aprecia procede de “lo íntimo del corazón” y “consiste en un espíritu dulce y tranquilo”,siendo “la belleza que no se pierde” (1 Ped. 3:4, Versión Popular). La otra es que en la apariencia del cristiano habrá una significativa ausencia de lo artificial y superfino, lo que apele al orgullo y la vanidad: oro, joyas, peinados muy elaborados y vestimenta lujosa.

BELLEZA O DEFORMIDAD

Clemente de Alejandría, al escribir cerca del fin del segundo siglo, recalcó el primer principio cuando afirmó que las mujeres habían de estar bien vestidas “por fuera por la ropa, por dentro por la modestia” (Ante Nicene Fathers, tomo 2, pág. 252). Señaló que “sólo en el alma se muestran tanto la belleza como la deformidad” (Id., pág. 268). Amonestaba a las mujeres a usar de sencillez, vistiendo collares y alhajas de modestia y castidad como cadenas forjadas por Dios (Id., pág. 270).

ADORNO ESPIRITUAL

Tertuliano, al escribir hacia el año 202, recordaba a los cristianos, que posiblemente habrían de pasar sus días en el hierro antes que en el oro, que siendo que la “estola del martirio” estaba reservada para ellos, debían buscar los cosméticos y adornos de los apóstoles y profetas: la blancura que proviene de la sencillez, los tintes sonrojados de la castidad, pintura de modestia para los ojos, de silencio para los labios; para los oídos la Palabra de Dios, y para el cuello el yugo de Cristo. Su vestidura había de ser la seda de la honestidad y el lino fino de la justicia. (Véase de Ann Fremantle, Treasury of Christianity, pág. 65.)

NO HAY NADA NUEVO EN CUANTO A LA FALTA DE MODESTIA

Aunque por lo menos un escritor del segundo siglo observó que “todas nuestras mujeres [cristianas] eran castas”, nuestras hermanas cristianas primitivas deben haberse visto frente a las mismas tentaciones al orgullo y la vanidad que asaltan a las mujeres cristianas de nuestros días. Cubrir el cuerpo de joyas, pintar el rostro, teñir el cabello, llevar vestidos indecentes, no son prácticas de nuestra edad moderna, y contra estos males los padres de la iglesia hicieron resonar sus amonestaciones.

Clemente, al hablar de las mujeres que llevan oro, se ocupan en rizar sus cabellos pintarse los ojos, teñirse el pelo, y que en general practican las “artes del lujo”, dijo que en verdad estaban imitando a las egipcias. Además citó poetas paganos para mostrar que hasta algunos de ellos estaban disgustados de tales modas; ¡cuánto más esas cosas debían ser rechazadas por aquellos que conocían la verdad! (Id., tomo 2, pág. 272). También habló acerca de sandalias ornamentadas a las cuales se habían aplicado “clavos en las suelas en hileras retorcidas”. A estos “artificios dañinos” el cristiano debía decirles “adiós” (Id., pág. 267). Después de citar la declaración de Jesús acerca del vestido que aparece en Lucas 12:22-28, “considerad los lirios”, y “si así viste Dios la hierba”, Clemente enumera algunos de los engaños que según él podían compararse con la hierba que hoy es y mañana es echada al horno: el amor al adorno, joyas, oro, cabello artificial, entrelazar los bucles, teñir los ojos, depilar, pintarse con colorete y albayalde, y teñido de cabello (Id., pág. 264).

Como sugerencia positiva, recomendaba que en lugar de llevar piedras preciosas y perlas, cosas que atraen a las “personas simples” que aman exhibirlas, los cristianos debieran adornarse con la “Palabra de Dios”, Jesús, la Perla de gran precio (Id., pág. 267). Es interesante notar que él aconsejaba que en lugar de embadurnarse el rostro con artificiosos afeites, usasen el adorno de la salud, a saber la temperancia en las bebidas, la moderación en la alimentación, cosas que “son eficaces en proporcionar la belleza según la naturaleza” (Id., pág. 287).

LOS SUSPIROS POR LA JUVENTUD

Tertuliano también parecía preocupado por el aspecto de la salud cuando hablaba del peligro de atormentar la piel con lociones, mancharla con colorete y alargar la línea de los ojos con tintura negra. Parecía que pensaba que las personas que seguían tales prácticas debían estar insatisfechas de las habilidades plásticas de Dios. Se explayaba en explicar los efectos perjudiciales de la tintura de azafrán para el cabello, pero lo que era aún peor en su opinión era el hecho que los que cambiaban el color de su cabello estaban desmintiendo al Señor, que había dicho: “No puedes hacer blanco o negro un solo cabello”. Además, los que querían ocultar su edad o suspirar por la juventud cambiando el color de su cabello, debían avergonzarse. “Cuando más trate de esconderse la edad avanzada, más fácilmente se echará de ver” (Treasury of Christianity, págs. 61, 62).

Tertuliano fue muy cuidadoso en puntualizar que él no estaba aprobando la dejadez, el escualor o la falta de prolijidad en la apariencia personal. “Sólo exponemos el límite, los alcances y la justa medida del adorno corporal”, dijo. “No debéis ir más allá de la línea a la cual la simple y suficiente elegancia limita sus deseos, la línea que agrada a Dios” (Ibid.).

LOS EXTREMISMOS

Así quedaron expuestas las normas del cristianismo primitivo. Pero a medida que la iglesia crecía y se hacía más popular, se perdieron de vista muchos de los primitivos ideales y las elevadas normas fueron puestas a un lado para ser sustituidas por las más placenteras costumbres del paganismo que se estaban gradualmente infiltrando en la iglesia. En efecto, hubo un período en la historia de la iglesia cuando la degradación moral y la corrupción de las normas llegaron a ser tan grande que los cristianos más espirituales reaccionaron con demasiado vigor en llevar a cabo los ideales de sencillez y abnegación. Sabemos y creemos que Dios no exige y no se agrada en forma especial con meros actos de austeridad y mortificaciones de la carne. Sin embargo hacemos bien en admirar por lo menos el espíritu y la devoción que caracteriza a muchos de los santos de Dios a través de las edades, quienes con el mejor conocimiento de que disponían y en las circunstancias que los rodeaban, practicaron los principios de la piedad primitiva.

MARCELA, PAULA Y ELISABET

Una mujer con esas características fue Marcela (325-410), una acaudalada viuda romana que consagró su vida a la iglesia y estableció una de las primeras comunidades religiosas. Se dice de ella que fue extremadamente discreta en todo momento, y que como protesta contra el “inmenso despliegue de espléndidos vestidos que entonces estaban de moda y contra las horas dedicadas a pintarse la cara y a enrularse el pelo ante el espejo, se vestía con un rústico manto de color pardo. Su apariencia la señalaba como consagrada a una vida religiosa y abnegada” (Edith Deen, Great Women of the Christian Faith, pág. 19).

Paula (347-404) era contemporánea de Marreía y también vivía en Roma. Como otros fervientes cristianos de su tiempo, protestó contra el materialismo de sus días. Antes de su conversión había sido muy rica y se había vestido de ricas sedas y cubierto con las más finas joyas. “Como otras mujeres de su rango, se pintaba el rostro, se ponía sombra en los ojos y trenzaba su oscuro cabello con mechones dorados postizos… Cuando se convirtió al cristianismo comenzó a adoptar muchas prácticas austeras” (Id., págs. 30, 31).

Elizabeth de Hungría (1207-1231), aunque nacida en una familia reinante, se preocupaba más de su destino como hija de Dios que de su herencia terrenal. Vivió en un período oscuro de la historia de la iglesia, pero su vida de devoción y humildad brilló como una reluciente estrella, breve pero intensamente. Se dice de ella: “Era hija de un rey y esposa de un príncipe, pero llevaba con humildad sus honores regios. Cuando entraba a la iglesia para meditar en la pasión de Cristo, se quitaba su corona y sus joyas, porque había visto a Cristo coronado de espinas y no podía aparecer en un lugar sagrado vistiendo preciosas gemas” (Id., pág. 43).

Esas mujeres y una hueste de otras nobles cristianas, muchas de las cuales están desde largo tiempo olvidadas por la historia, son dignos ejemplos de los principios expuestos por los apóstoles y la iglesia primitiva. Para ellas la belleza de alma, que proviene de la morada interior de Cristo, era de mayor valor que cualquier adorno exterior.

Cristo todavía hoy nos ofrece su belleza. Si consentimos en ello, nos vestirá de su humildad, la belleza de la santidad. La auto glorificación, la vanidad y el orgullo, en forma de una apariencia exterior artificial y frívola, serán nuestra vergüenza, la piedad primitiva, la hermosura del alma escondida en Cristo será nuestra gloria.

Sobre la autora: Asistente pastoral, Battle Creek, Michigan