Es necesario que exista crecimiento espiritual en la vida de cada miembro.

De la misma manera que la iglesia apostólica creció en medio de luchas y de esfuerzo, como Iglesia Adventista queremos y necesitamos crecer. Aunque la iglesia no puede ser considerada como el Reino de Dios en sí, es innegable que con la expansión de la iglesia el Reino de Dios crece.

Para que la iglesia crezca en número de miembros y en su influencia sobre el mundo que la rodea, es necesario que exista crecimiento espiritual en la vida de cada miembro. Como lo dijo Elena de White: Tero, a menos que los miembros de la iglesia de Dios hoy tengan una relación viva con la Fuente de todo crecimiento espiritual, no estarán listos para el tiempo de la siega. A menos que mantengan sus lámparas aparejadas y ardiendo, no recibirán la gracia adicional en tiempo de necesidad especial” (Los hechos de los apóstoles, p. 45).

Cinco percepciones distorsionadas

Colectividad. Existe una noción un tanto romana que impregna el tema del crecimiento: el individuo solamente crece en la colectividad. En otras palabras, el individuo no emprende el crecimiento, a la espera de alguna orden o de la acción colectiva. El miembro individual se frustraría como si nada sucediera en su iglesia y un espiral descendiente marcado por el legalismo o la decepción signaría la vida y la experiencia del individuo.

La expectativa de acciones experimentadas por la colectividad fuerza a la iglesia a que se mire a sí misma, esperando que algo suceda. La iglesia tiende a concentrarse en un espiral egoísta, pierde el foco, se estanca y, finalmente, muere, pues “cuando una iglesia se vuelve hacia sí misma, ella muere”.[1]

Transferencia de responsabilidad. Dos elementos se conjugan en este fenómeno de transferencia: (1) La vida demasiado exigente oprime a las personas con las actividades y las responsabilidades básicas para mantenerse, sumado a (2) la “expectativa de cliente” que el mercado consumista estimula. El primer aspecto produce un cansancio en la iniciativa, una fatiga de la voluntad; el segundo fomenta la esperanza de que la iglesia existe para ofrecer un servicio. Muchos consideran que la iglesia les debe dar el impulso espiritual que necesitan para sentirse mejor. La frustración aumenta si sienten que la iglesia no puede ofrecer ese “servicio”. Sin embargo, cada miembro es responsable por su propia vida espiritual. Nadie va a hacer por él lo que debe hacer por sí mismo.

Resultados instantáneos. Este es otro pensamiento que entorpece el crecimiento espiritual. La idea de tener todo de forma instantánea estanca al cristianismo. Si alguien cree que existe una especie de predestinación que determina la conversión, que excluye el esfuerzo de cada persona por conocer mejor a Jesús, esa persona se estanca espiritualmente. Gente con esta percepción considera que otros cristianos con una vida espiritual ferviente se lo deben a algún tipo de “elección” que sobrepasa la dedicación de buscar a Dios cada día.

El espectador. Solo mirar y no participar en los eventos también empantana el desarrollo espiritual. Somos espectadores de tantas cosas que nos acostumbramos a la idea. Es cómodo, pero también nocivo. ¡Debemos salir de la banca y entrar en el partido!

Envidia espiritual. El deseo de tener lo que otros poseen en el plano espiritual puede ser considerado estimulante, pues somos transformados por medio de la contemplación, pero también puede ser una piedra de tropiezo. La codicia mina la base de la experiencia personal con Dios.

Para cada cristiano, Dios tiene una trayectoria planificada Descubrirla requiere perseverancia, y una fidelidad inquebrantable. Un cristianismo vigoroso siempre está apoyado en dos columnas: (1) la búsqueda intensa del Salvador y Señor, y (2) una acción dedicada a la obra que el Señor nos confió (ver Sant. 2:14-26). Quien actúe en estos dos frentes experimentará vigor, crecimiento espiritual y la abundancia que Jesús prometió (Juan 10:10).

Una vida así está al alcance de cada creyente que esté dispuesto a pagar el precio. Ese vigor y abundancia se manifestará en forma distinta para cada persona, y la vida espiritual pasa por etapas, al igual que el desarrollo de la fe. Revisemos cómo se puede alcanzar una vida espiritual más madura y una fe victoriosa.

Fases del crecimiento espiritual

M. Scott Peck descubrió que las personas pasan por cuatro fases en su trayectoria espiritual. Él afirma: “Así como existen fases específicas en el desarrollo físico y psicológico, de la misma forma existen fases en el crecimiento espiritual”.[2] Estas son anomia, legalismo, decepción y madurez.[3]

  1. Anomia. Etapa en la que la persona no desea conocer a Dios, o tiene una noción vaga de él y de la religión. El “yo” sigue siendo el centro de su vida. Busca cosas que puedan satisfacerla pero no transformarla. El cristiano que considera a Dios como un elemento de consumo para su satisfacción personal también está en esta categoría. Al andar sin la luz en su vida (Sal. 119:105), tropieza y se hiere a sí mismo y a los demás. La culpa y el pecado se van acumulando, y lo perjudican. Comienza a percibir un grado de cansancio debido a las heridas que la vida le ha dejado. En este estado, se puede operar una transición.

El pecador percibe que algo no está bien, pero no sabe identificarlo. Finalmente, comienza a percibir la obra que Dios ha querido realizar en su corazón hace bastante tiempo. Ahora, Dios puede revelarse al individuo en aquellas cosas que antes no tenían sentido para él. El terreno de su vida se vuelve fértil, y ya está preparado para recibir la buena semilla.

  • Legalismo. La persona se rinde a Dios, e inicia su experiencia con él y con su iglesia. Es capaz de reconocer, por medio del estudio de la Biblia, que fue creada por Dios y que todo saldrá bien si sigue las leyes conforme a las cuales fue creada. En contraste con su vida pasada, el descanso en Dios lo percibe como un anticipo de la eternidad y del cielo. Las leyes y los mandamientos de Dios son inscritos en su corazón, y pasan a constituir su placer. Un deseo intenso de hacer las paces, y de quitar la culpa y el pecado de su vida, sumado a una perspectiva de pureza y la esperanza de una nueva vida, marcan esta fase. Este contraste tiende a conducir al converso hacia expectativas irreales en cuanto a la naturaleza de la iglesia y del poder del pecado sobre el ser humano. Logra entender la lucha entre la naturaleza espiritual y la carnal en su corazón, pero aun así esta comprensión queda en un nivel teórico. La percepción de la realidad cristiana se da por medio de la experiencia guiada y calibrada por medio de la Palabra. Aquí se inicia una nueva transición.

Esta es una fase tremendamente emotiva, y el converso tiende a ver las cosas con un absolutismo desequilibrado, pues carece de una experiencia más extensa. Mientras que quiere cumplir las leyes de Dios, puede tomar un camino que no es saludable, en el cual el creyente se ve envuelto en la crítica y la discriminación de aquellos que no evidencian “su” mismo fervor.

  • Decepción. Con el paso del tiempo, se adquieren nuevos puntos de vista. Surgen las preguntas: ¿Cómo es la vida de los cristianos que viven hace mucho tiempo con Dios? ¿Se notan los resultados de una vida cristiana a medida que pasa el tiempo? ¿Deseo realmente esto para mi vida?

La decepción ha estado esperando. La distancia entre las altas expectativas y la dura realidad de la fragilidad humana es inevitable. No son pocas las veces en que esta realidad hace naufragar la fe de los nuevos creyentes. Paulatinamente, perciben los defectos de los hermanos, de los líderes, de la iglesia, e incluso de la organización como un todo. Como si esto no bastara, si es honesto, ve sus propias luchas y derrotas, y su castillo en las nubes se desmorona. La ilusión cede su lugar a lo real; y las expectativas, a los hechos.

En esta etapa, el creyente puede tornarse ácido. Sus ojos están atentos a los defectos. Algunos no consiguen ver más que solo las falencias. La actitud de impotencia no tarda en cambiar el sistema, al igual que la crítica que se instala, debilitando las fuerzas espirituales que sustentaban su vida. Las disciplinas espirituales son descuidadas.

Algunos quieren asumir el control de todo, para velar que todo esté bien encaminado; otros, sencillamente, desisten debido a las constantes derrotas que han experimentado. Existe la tendencia a quedarse en esta etapa. Muchos de los que atraviesan esta fase pierden el vigor espiritual y, si permanecen en la iglesia, permanecen como miembros, pero no avanzan como discípulos.

Ya que es una etapa en la que el miembro no colabora con la iglesia, tiende a ser desagradable, razón por la cual quienes llevan más tiempo en la iglesia tienden a marginarlo. El ambiente social de la iglesia no siempre está preparado para aceptar a este tipo de gente.

Debido al pragmatismo enfermizo que existe a veces en la iglesia, en donde “uno es o no es”, no queda mucho margen para los procesos Tanto para la iglesia como para el creyente que pasa por esta etapa, existen disconformidades. “La iglesia no cambia”, dice el creyente decepcionado. “Nadie cambia a nadie”, dice la iglesia. Por este motivo, la atención pastoral es imperativa en este período: intentar tranquilizar los ánimos de ambos lados, con el fin de introducir al nuevo miembro en las redes de afecto de la iglesia, al explicarle la etapa por la que está pasando, y que existen posibilidades y la necesidad de crecer. Es necesario ayudarlo para que entre en la próxima etapa de la transición.

  • Madurez. El creyente ya pasó las etapas más difíciles, y comienza a disfrutar del equilibrio y de la grandeza de Dios en su vida. Ya sabe que las cosas no serán perfectas y entendió que no es una herramienta para “arreglar” lo que está mal. Ya no critica, pues se dio cuenta de la fragilidad de todos y de él mismo; aprendió a enfocarse en las personas y en tener a Dios en su vida.

Esta es la etapa, del servicio maduro. Aprendió a servir y comprende que esto beneficia a todos: a Dios, al prójimo y a sí mismo. En esta etapa conoce sus dones y cómo usarlos. Ha llegado a una etapa en donde ve el panorama mayor. Coloca sus ojos en el gran conflicto entre el bien y el mal, y en el regreso de Jesús; estos constituyen su motivación para el servicio. No necesita el reconocimiento y el aplauso. Sin embargo, no es un “supercristiano”, pues todavía puede caer y fallar.

Fenómeno cíclico

Al parecer, en la experiencia cristiana no existe una línea de llegada; tal como lo dijo Pablo: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12). Más bien, el proceso de la santificación pareciera que nos guía de manera espiral por estas fases. Los que son más proactivos estarán menos sujetos a los vaivenes de estos ciclos.

Sin embargo, los altibajos no dejan escapar a nadie. Las recaídas en aquellos puntos que creímos haber vencido son nuestra debilidad. Sobre la base de esta experiencia, no nos queda más que recordar, (unto a Pablo: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Cor. 12:9); al igual que: “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará” (Fil. 1:6).

Por más que hayamos madurado debido a nuestro paso por las distintas etapas, cada nuevo desafío nos hace repetirlas nuevamente. Es un espiral, pero, en última instancia, tiene un sentido ascendente.

Progreso o estancamiento

Lo normal es que el creyente pase de una fase a otra con equilibro, mientras mejora su relación con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Al mismo tiempo, dejará de lado el egoísmo y servirá a Dios conforme a sus dones. Siempre existe el riesgo de estancarse en alguna de estas etapas.

Enfrentando la realidad

¿Cómo podemos cumplir con la predicación vigorosa del evangelio con esta realidad a cuestas? ¿Cómo lograr que la iglesia avance, si la mayoría de sus miembros puede estar estancada en algunas de sus primeras etapas (ya que somos una iglesia que crece, y tenemos muchos nuevos conversos)? ¿Cómo lograr que se alcance la madurez espiritual?

Se requiere un ministerio como el de Jesús. Él invirtió más tiempo en sanar que en predicar, y mucho más tiempo aún en capacitar a sus discípulos para la obra. Ellos, a su vez, repetirían esta obra de discipulado.

Necesitamos fortalecer los planes de discipulado en nuestras iglesias. Se requiere más enseñanza, entrenamiento y capacitación de nuestros miembros de iglesia. Un plan de discipulado fue lanzado por la División, y promete ayudarnos a conducir a nuestra congregación a la madurez en Cristo.

Sobre el autor: Profesor de Misiología, Universidad Adventista de San Pablo, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Lon Allisson y Mark Anderson, Going Public With the Gospel (Downers Grove, IL: InterVarsify Press, 2003), P 3o.

[2] M. Scott Peck, The Different Drum: Community Making and Peace (Nueva York: Touchstone Editions, 1987), p. 187.

[3] Ibid, pp. 187, 188.