El evangelio es tan completo que nada puede ser añadido a su provisión para nuestra salvación.
Thomas Oden, profesor de Teología y Ética durante muchos años en la Universidad Drew, durante años escribió volumen tras volumen, elaborando y combinando lo último en teoría y práctica (exitoso, actualizado, moderno). Pero, de alguna manera, permanecía insatisfecho. Así que, recientemente, cambió radicalmente y produjo un volumen titulado Agenda for Theology [Agenda teológica]. Al comienzo del libro, narra un sueño que tuvo, del que pudo recordar solo una escena que sucedió en el cementerio de New Heaven. Mientras caminaba entre las tumbas, tropezó accidentalmente con su propia lápida. Naturalmente, se detuvo a leer el epitafio, que decía: “No hizo ninguna contribución nueva a la Teología”. Eso no sonaba demasiado halagador, especialmente para él, a quien colegas y mentores miran inconscientemente como alguien que promete hacer nuevas contribuciones en esta área. Lo más sorprendente es que, luego, Oden informó no sentirse consternado por esta evaluación final de su obra sino, más bien, tremendamente tranquilizado. ¿Por qué? Porque había llegado a creer que lo último que necesitamos son supuestas “mejoras”, hermosamientos o adiciones a la enseñanza apostólica fundamental. Lo que necesitamos es el evangelio liso y llano de Jesucristo, intacto y correctamente expuesto en nuestra era y en cada era.
Apartar el otro evangelio
La preservación del evangelio en su integridad nunca ha sido fácil, ni siquiera en el primer siglo. “Estoy maravillado”, escribió Pablo a los gálatas, con desaliento y sin cualquiera de los elogios para los lectores que caracterizan sus otras cartas:
“Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo. Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gál. 1:6-9).
¿Anatema? ¿Entregado de manera definitiva a la ira de Dios? Palabras fuertes, repetidas dos veces para enfatizar, y claramente apropiadas solamente para una situación caracterizada por el más serio peligro. El lenguaje que expresa una perversión del evangelio es fuerte, también; lo que sugiere que los “ajustes” desacertados no son una mera afinación, sino una reconversión total del evangelio. Algo estaba atrayendo a los conversos de Pablo a apartarse de sus primeras convicciones, de manera tal que ponía en riesgo su salvación.
Pablo no menciona el contenido del evangelio otra vez, sino que solo alude, como al pasar, a la resurrección de Jesús (vers. 1). Luego, menciona particularmente su entrega por nuestros pecados, a fin de liberarnos de este presente siglo malo (vers. 4); probablemente la declaración más temprana acerca del significado de la muerte de Jesús en el Nuevo Testamento. Jesús murió por nuestros pecados; Jesús nos libera de esos poderes que tan fácilmente nos superan y nos esclavizan en esta vida. Estas son declaraciones tremendas, que incluyen enormes, pero no agradables, suposiciones acerca de nosotros y del mundo. Pero Pablo no lo elabora: obviamente, asume que los gálatas conocían perfectamente bien de qué estaba hablando. Después de todo, Pablo nunca medía sus palabras. Presumiblemente, él ya había predicado clara y poderosamente, a los gálatas, acerca del asombroso hecho de que Jesús hizo por nosotros lo que no podríamos haber hecho por nosotros mismos, ocupándose de la manera más inverosímil, en la cruz, tanto de nuestros pecados como de los poderes espirituales que nos atrapan; victoria que se hizo visible en la resurrección. (Es muy interesante que el capítulo 1, versículo 1, es el único lugar en Gálatas donde Pablo menciona la resurrección; su énfasis está en la cruz.)
En la cruz, Dios ha invadido definitivamente nuestro mundo; en la cruz, Dios arregló las cosas y libertó a la humanidad cautiva. Pablo no explica cómo pudo llegar a suceder tal cosa, sino que, simplemente, lo asevera. Luego, dedica gran parte del resto de la Epístola a contrastar la ineficacia de lo que buscamos hacer por nosotros mismos –especialmente, nuestros esfuerzos por establecer nuestra propia justicia, al obedecer la Ley– con la total suficiencia de lo que Jesús ha hecho por nosotros, y que nos ofrece por medio de su pura gracia.
Pablo parece desconcertado con respecto a por qué alguien querría apartarse de buenas noticias como esas. Tal y como lo afirma Gálatas 1:6, ¿por qué razón alguien abandonaría al Dios que lo llamó en la gracia de Cristo, para volverse a un evangelio diferente, como si realmente existiera otro? ¡Ciertamente!, ¿por qué? Considere al menos cuatro razones posibles:
1. Es demasiado fácil.
2. Es demasiado difícil (para no mencionar su inverosimilitud).
3. No es suficiente.
4. Debe existir una mejor manera, más actualizada, más científica o, quizá, más culturalmente apropiada que algo tan primitivo y violento como una cruz.
Primera razón: Es demasiado fácil
Los que estaban metiendo en problemas a los gálatas, como muchos otros en el antiguo mundo y algunos hoy, estaban particularmente preocupados por la primera respuesta: el evangelio es demasiado fácil. Esto hacía que las antiguas leyes ceremoniales fueran innecesarias; peor que innecesarias, fatalmente inadecuadas. Los oponentes de Pablo, que presumiblemente eran fervientes judíos comprometidos con su herencia, sentían que la gracia reemplazaría a la Ley como una forma de justificarnos ante Dios; más o menos, de la misma manera en que nos sentiríamos nosotros si algún desquiciado reformador propusiera establecer la justicia en nuestra sociedad al deshacerse de todas las leyes y abrir las puertas de todas las prisiones. Está loco. Si no se requiere que las personas mantengan ciertas normas religiosas, todo se trastornará, pensaban. Sospechaban que Pablo estaba predicando una doctrina indulgente solo para ganarse el favor y hacerse popular entre las personas (vers. 10).
No solo los judíos argumentaban contra la gracia basados sobre esta idea. Paganos virtuosos, tales como Celsus en el segundo siglo, estaban desconcertados por causa de una religión que no demandara pureza, sino que diera la bienvenida y perdonara a los corruptos. Celsus manifestó: “‘Cualquiera que sea un pecador’, dicen, ‘cualquiera que sea insensato, cualquiera que sea un niño y, en una palabra, cualquiera que sea desdichado, será recibido en el reino de Dios’. Y [el historiador Martin Marty comenta irónicamente] allí va todo el vecindario”.[1] O considera esta estrofa del poeta W. H. Auden: “Me encanta cometer delitos. A Dios le encanta perdonarlos. En verdad, el mundo está admirablemente establecido”.[2] Es demasiado fácil.
Segunda razón: Es demasiado difícil
Pero el mismo hecho de que seamos salvos solo por gracia hace que el evangelio parezca demasiado difícil, demasiado pesimista, para otro grupo de gente. Estos son a quienes se les ha enseñado muy bien que los seres humanos son esencialmente buenos, y que gran parte de sus dificultades resultan de que no pueden pensar lo suficientemente bien de sí mismos, ya sea por una mala herencia genética o por un ambiente tóxico en su niñez, o por una cantidad de dificultades que, después de todo, no son culpa suya. Estas personas quedan ofendidas por el simple pensamiento de que sus pecados son tan suficientemente malos que solo la muerte de Jesús pudo proveer de un remedio para ellos. Después de todo, ¿qué tendrá que ver con ello una sangrienta e injusta muerte? Quizá, también ellos necesiten desesperadamente sentirse al mando de sus propias vidas, y se indignan o quedan aterrados por la falta de confianza en las normas mundanas, que la fe requiere. Vea Gálatas 1:4: Jesús se dio a sí mismo por nuestros pecados, para liberarnos, dice, “del presente siglo malo”. Esto significa que hay algo en nuestro mundo que puede llevarnos en la dirección incorrecta.
Recuerda esto cada vez que te veas tentado a gobernar tu conducta por lo que otros están haciendo o por lo que la cultura (cualquier cultura) aprueba. Aun cuando el librarnos de nosotros mismos y “del presente siglo malo” suene deseable, se necesita de una clara consciencia de la profundidad de nuestra propia corrupción –en tiempos en que la “autoestima” es la panacea popular para nuestras enfermedades–. Las personas necesitan hacer una evaluación más que acertada de las recompensas pasajeras del mundo –en una cultura que presenta los placeres mundanales como la máxima satisfacción: “el que muere con la mayor cantidad de juguetes gana”, y esa clase de cosas–. “Perder la propia vida para salvarla” nunca sonó exactamente atractivo; vivir no una vida de siervos sino de señores suena muy interesante. Que una vida arrogante y autosuficiente pueda materializarse a través de este plan de inversión, este programa de salud mental, esta carrera educativa o alguna disciplina física o espiritual es uno de los grandes “evangelios alternativos” proclamados en nuestros días. Tal y como apareció en una radio: “Hazte cargo de tu futuro: ¡conviértete en el jefe de tu propia vida!” Este también es un falso evangelio. Pero el verdadero evangelio es demasiado difícil.
Además, todo parece demasiado inverosímil. ¿Un Dios que muere de manera humillante por nosotros y que resucita, y que por ese medio posibilita nuestra salvación? ¿En verdad? No se necesita que los así llamados nuevos ateos lancen dudas sobre este escenario: sus argumentos, tal y como se ha señalado a menudo, no difieren en mucho de los de los antiguos ateos. En realidad, Pablo mismo dejó bien en claro que el evangelio era una ofensa para los judíos, y locura para los gentiles; tales objeciones difícilmente sean recientes e inesperadas. Lo único inesperado es lo que nuestro Señor ha hecho por nosotros y lo que luego pide de nosotros. Difícil, inverosímil…
Tercera razón: No es suficiente
Además, también están aquellos a quienes no les interesa demasiado si el evangelio es demasiado fácil o difícil, sino que están preocupados porque no sea suficiente. Suficiente, para satisfacer su curiosidad o para responder a sus diversas preguntas apremiantes, o para satisfacer ciertas preocupaciones personales. Recientemente, se ha vuelto común entre algunos eruditos, incluso entre algunos escritores populares, aseverar que dado que la historia, incluyendo algunos textos tales como la Biblia, fue escrita por los ganadores de las guerras culturales relevantes, necesitamos los evangelios apócrifos y toda otra clase de textos antiguos, para hacernos una idea de lo que realmente estaba sucediendo (considere la salvaje popularidad de una obra de ficción pura como El código Da Vinci). En su opinión, las Escrituras son solo un libro más, sin ninguna autoridad. Bien, tantas cosas son poco claras para nosotros, y la Biblia es un libro relativamente pequeño, que algunos de estos argumentos nos parecen profundamente razonables: ¿Nos estamos perdiendo de algo esencial, algo que ni siquiera se nos ha ocurrido a nosotros, todavía? ¿No es algo precipitado establecer un compromiso final con Cristo, cuando seguimos sin conocer tantas cosas?
¿O qué, con respecto a las cosas que nos han ocurrido? ¿Qué, con respecto a todas las cuestiones éticas con las cuales nos enfrentamos por causa de los avances de la ciencia contemporánea, que la Biblia no aborda para nada; dilemas tales como clonación, ingeniería genética, nanotecnología y desechos nucleares? ¿Dónde encontraremos pautas para ir más allá de la mera retórica política? ¿Y con respecto a las preocupaciones particulares de mujeres y personas de una variedad de trasfondos étnicos, para que sean tratados con justicia, y sus dones e historia sean tomados seriamente? El evangelio, sencillamente, no aborda estos temas. ¿Cómo, entonces, podría ser suficiente?
Cuarta razón: Debe existir una mejor manera
Pero otra razón para ser atraídos por otro evangelio es la convicción de que, dada la cantidad de veces que hemos cambiado y cuánto progreso científico tecnológico hemos hecho, seguramente debemos de haber descubierto una forma de salvación más adecuada –o, al menos, nos habremos liberado de esperanzas antiguas y primitivas–. Seamos honestos: muchos de nosotros hemos transferido gran parte de nuestras esperanzas diarias de ayuda práctica de Dios a la ciencia, motivados por los genuinos logros del conocimiento humano. Acudimos más a los médicos que a la oración, por sanación; más a la irrigación que a la Providencia, cuando queremos tener éxito en la agricultura; más a la tecnología militar que a un ejército de ángeles, cuando buscamos protección de nuestros enemigos. De la misma manera, ¿no deberíamos trasladar nuestras ideas de salvación a una nueva “clave”? Hemos llegado a una nueva era en muchos sentidos; ¿no es tiempo de crecer, con respecto a nuestras ideas religiosas?
La dificultad es que todas esas objeciones y logros, tan seductores como puedan parecer, al final, no abordan nuestros problemas más fundamentales. Anhelamos un universo en el cual nuestra vida tenga sentido; en el cual lo que hacemos y lo que somos tenga mayor importancia. Sin esto, estaremos insatisfechos e inquietos, sin importar cuán confortable y segura llegue a ser nuestra vida sobre esta Tierra. También sospechamos, allí, muy en lo profundo, que nuestra incomodidad interior tiene que ver con fallas que somos incapaces de corregir por nuestras propias fuerzas. Sin importar cuán a menudo digamos “Nunca más” después de esa maldad humana particularmente atroz, el horror continúa: la “guerra para poner fin a todas las guerras” llevó solo a una violencia creciente; el Holocausto no detuvo el genocidio, etc. Incluso cuando nuestros logros sean reales, el falso evangelio del progreso nunca responderá, por sí mismo, a la pregunta de para qué es el progreso. Nos atrae con su cántico de sirenas, sin siquiera decirnos dónde termina el camino: en ningún lado, hasta que nuestro sol finalmente se consuma y nuestro planeta se pierda en el olvido. Es más, el falso evangelio del progreso se ha mostrado incapaz de producir un progreso moral: estamos desamparados para llegar a ser verdaderamente mejores personas por nuestra propia fortaleza.
Aferrarse del verdadero evangelio de Cristo
Como puede ver, no importa realmente si el evangelio verdadero de Cristo sea fácil o difícil; si este fracasa en satisfacer nuestra curiosidad; si no responde a todas nuestras preguntas contemporáneas; si se rehúsa a someterse a nuestros esfuerzos por definirlo racionalmente o si se niega a vestirse con ropas modernas, sino solo si el evangelio es verdadero.
Es probable que muchos de nosotros hayamos luchado, en algún momento u otro, con algunas de las objeciones que he levantado; yo, ciertamente, sí. Pero, aun así, permanece el hecho de que nuestra ayuda definitiva proviene de un solo lugar: del Calvario. Las otras alternativas han demostrado fracasar una y otra vez, abandonándonos a nuestra impotencia moral y a la futilidad final.
No existe otro evangelio (no existen verdaderamente otras buenas nuevas), más que el hecho de que Jesucristo vivió, murió y resucitó por nuestra salvación, con la finalidad de salvamos de nuestros pecados, para que finalmente lleguemos a ser transformados a su semejanza. Y para darnos la segura esperanza de que estaremos con él para siempre. No existe otro evangelio más que la salvación que es por gracia, a través del regalo gratuito de Dios en Cristo Jesús.
El evangelio es lo suficientemente fácil como para estar disponible para el peor y más perdido pecador, que sabe que no tiene justicia para ofrecer a Dios, ninguna esperanza de hacerse mejor; es más, nada que pueda hacer por sí mismo. El evangelio es lo suficientemente difícil como para desafiar las ilusiones de las personas más exitosas de controlar su propia vida; difícil en sus demandas de que sirvamos, en lugar de ser servidos; difícil en su clara visión de nuestra más cruda pecaminosidad. El evangelio sigue actualizado al abordar la perenne necesidad humana de significado, en un universo que parece operar con indiferencia ciega para con las esperanzas y los temores de sus ocupantes humanos. El evangelio es completo con respecto a lo que más necesitamos; tan completo que no se le puede agregar nada fundamental en su provisión para nuestra salvación. Tal como lo dice el antiguo canto:
No necesito otro argumento,
no necesito otra súplica.
Es suficiente que Jesús murió,
y que lo hizo por mí.[3]
Sobre la autora: Profesora de Predicación y Teología en el Seminario Teológico Fuller, California, Estados Unidos.
Referencias
[1] Citado en Martin Marty, Context, 15 de mayo de 1988, p. 1.
[2] W. H. Auden, For the Time Being (New York: Random House, 1944).
[3] Eliza E. Hewitt, “My Faith Has Found a Resting Place”, 1891. Lidie H. Edmunds es un pseudónimo para Eliza E. Hewitt.