Dios nos habla en su Palabra acerca de dos grandes cenas, a saber: “La cena de las bodas del Cordero” y “la cena del gran Dios”. Cada una es distinta y no se las puede comparar ni mucho menos confundir la una con la otra.

Ambas se llevan a cabo en el mismo tiempo, mas no en el mismo lugar. Una es ordenada, solemne, luminosa, alegre. La otra desordenada, fúnebre, lóbrega, desoladoramente macabra.

En ambas no necesitan los invitados pagar algo a fin de tener derecho al banquete. Estos no tienen más que aceptar la invitación, ya que todo lo demás será dispuesto generosa y abundantemente por el convidante.

El hijo de Zebedeo, refiriéndose a la cena de las bodas del Cordero, expresa: “Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero”.[1] Menciona además que el preludio de este acontecimiento, es pleno de regocijo tanto de parte de los convidados como de parte del Anfitrión, pues dice: “Y salió del trono una voz que decía: ‘Alabad a nuestro Dios todos sus siervos, y los que le teméis, así pequeños como grandes’. Y oí una voz como de gran muchedumbre, y como estruendo de muchas aguas, y como estampido de fuertes truenos, que decía: ‘¡Aleluya! porque el Señor nuestro Dios, el Todopoderoso, ha establecido el reinado. Regocijémonos y saltemos de júbilo, y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y su esposa se ha preparado. Y se le ha dado vestirse de finísimo lino, espléndido y limpio’…”.[2]

¿Quién no se llena de regocijo ante perspectiva tan gloriosa? Sólo la alegría bulle en los corazones de aquellos convidados que por siglos han tenido la “bienaventurada esperanza”[3] como su más caro anhelo. Qué espectáculo grandioso éste, la cena de bodas del Cordero. La vuelta completa de los pródigos al celestial hogar paterno.

¿Y cuál es el número de los convidados allí presentes? ¿Quiénes son ellos? El vidente de Patmos menciona que los convidados a esta cena de bodas es “una muchedumbre que nadie podía contar, de entre todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos, que estaban de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos de túnicas blancas…”.[4] Así, pues, el número de presentes allí sobrepasa el límite de nuestra comprensión. Son los redimidos de todos los tiempos y edades, de cada nación y tribu y lengua y pueblo. Son los salvados que en todas las edades “no han amado sus vidas hasta la muerte”.[5] Son aquellos en los cuales “en sus bocas no ha sido hallado engaño”.[6] Son aquellos cuyos “nombres están escritos en el Libro de la Vida del Cordero”.[7] Son los que “fueron comprados de entre los hombres por primicias para Dios y para el Cordero”.[8] Son los que mediante la gracia de Dios han alcanzado la victoria sobre la bestia, y sobre su imagen, y sobre su señal, y sobre el número de su nombre.[9] Son los redimidos de Jehová que vuelven a Sion con alegría.[10] ¡Digna compañía al convite celestial de las bodas del Príncipe de los cielos, Cristo Jesús, el Cordero de Dios!

Pero, dejemos por un momento las alegrías y maravillas de esta portentosa cena, y demos un vistazo a la otra: “La cena del gran Dios”.

Para ambas cenas hay una solemne invitación. A la primera, no asisten todos los que han sido invitados pues que han menospreciado los preparativos, provisión cruenta, e invitación personal del mismo Cordero. En cambio a la otra cena, a la del gran Dios, es la única a la cual asisten todos los invitados. A esta cena, cada invitado será un convidado, ya que los múltiples invitados se presentarán al convite sin igual, sin faltar uno solo.

El mismo apóstol amado nos refiere la invitación divina a este extraño y no menos pavoroso festín. “Y vi un ángel que estaba en el sol, y clamó a gran voz diciendo a todas las aves que volaban por medio del cielo: ‘Venid y congregaos, para la cena del gran Dios’…”.[11]

Así, los convidados de Dios para su cena, son las aves del cielo, las cuales, siempre han demostrado estar más dispuestas a obedecer a su Hacedor que los mismos humanos. Tal disposición innata de obediencia al Altísimo la demostraron antaño cuando el arca salvadora las invitó a guarecerse de la furia del diluvio y en contraste con la actitud de los hombres obtuvieron ellas amparo en la protección divina, por acudir obedientemente al llamado. Por lo tanto hoy ante la invitación divina, también acuden en bandadas incontables al banquete preparado para ellas.

El profeta, hijo de Buzi, comentando este llamado dice: “Así ha dicho el Señor Jehová: Di a las aves, a todo volátil, y a toda bestia del campo: Juntaos y venid de todas partes a mis víctimas que os sacrifico, un sacrificio grande… y comeréis carne y beberéis sangre. Comeréis carne de fuertes, y beberéis sangre de príncipes de la tierra… y comeréis gordura hasta hartaros y beberéis sangre hasta embriagaros, de mi sacrificio que yo os sacrifiqué, y os hartaréis sobre mi mesa de… caballeros fuertes y de todos los hombres de guerra, dice el Señor Jehová”.[12]

Nunca antes las aves del cielo y las fieras, estuvieron ni estarán tan bien servidas y con tanta abundancia y prodigalidad de alimento. Esto será una justa retribución a aquellos que en un tiempo se gozaban en poner a los cristianos como comida de las fieras.

Aquellos emperadores déspotas que en un tiempo se deleitaban con los sufrimientos de aquellos que ponían frente a las fieras, son ahora deleite del instrumento que ellos mismos utilizaban para torturar a los invitados a la cena de bodas del Cordero. Son pasto de las fieras y de las aves del cielo en la cena del gran Dios Todopoderoso.

Pero alguien más está presente en este insólito festín. Como tétricas figuras, Satanás y su hueste de ángeles malignos deambulan entre los convidados a esta macabra cena; ya no deleitándose en su funesta obra realizada durante milenios, sino rumiando temblorosos y aterrados, y quizás arrepentidos, aunque demasiado tarde; el haber echado su suerte con la rebelión y el engaño y que por su propia determinación y culpa se ven ahora privados de otro festín, nada comparado con este maloliente y macabro del cual ellos mismos son artífices y testigos.

Cuán distintas son pues estas cenas la una de la otra. Aquí desolación y pestilencia; arriba, regocijo y felicidad eternamente incomparables. Aquí, oscuridad y caos; arriba, luz y perfección. Aquí, ni una sola expresión de alegría y felicidad, ni un solo grito de triunfo; sólo de vez en cuando, los graznidos de las hastiadas aves y el rugido apagado de las fieras que satisfechas y hartadas huellan a los que menospreciando la invitación gentil del Cordero se negaron a asistir a la cena de sus bodas y en cambio escogieron ser alimento de las fieras y de las aves del cielo en la cena del Gran Dios.

Qué contraste abismal con la otra cena, la cena de bodas del Cordero. Y pensar que aquellos que sirven de alimento en el horripilante festín, desecharon la oportunidad de estar sentados como convidados ante la “mesa de plata pura, de muchos kilómetros de longitud”.[13]

Realmente, “dichosos los que son convidados a la cena de las bodas del Cordero”.[14] Ni una sola sombra de tristeza empaña el rostro de convidado alguno, porque en esta fiesta “han huido para siempre la tristeza y el gemido”,[15] además que el Anfitrión, el Cordero mismo, Cristo Jesús, ha tenido el cuidado especial de limpiar “las lágrimas de los ojos” de cada uno de sus convidados.[16] La muerte y el dolor, el llanto y la aflicción que por milenios tuvieron que soportar, hoy han desaparecido para siempre, y en lugar de estas aflicciones, una alegría indecible inunda a cada uno de los asistentes y desde lo más profundo de su ser, la gratitud se hace palpable en sus expresiones de júbilo y gozo. ¡Qué contraste radical entre un convite y otro!

Veamos cómo expresan su alegría y felicidad estos privilegiados convidados: “Salvación y potencia y honra y gloria al Dios nuestro… Load a nuestro Dios todos sus siervos, y los que le teméis, así pequeños como grandes… Aleluya: porque reinó el Señor nuestro Dios Todopoderoso…”.[17]

Pero, un momento, quizá nos estemos adelantando demasiado a la realidad sin considerar los preparativos y más que todo el grandioso e incalculable costo que significaron al Invitante esta extraordinaria cena.

Es verdad que para la Divinidad nada hay difícil, pero esta grandiosa cena, ha tenido siglos de preparación y a través de ellos, miles de convidados han sido seleccionados en tanto que otros rechazados. En realidad, como el Cordero mismo dijera, aunque muchos a su cena fueron “llamados” pocos serán “escogidos”.[18] La realización de esta portentosa cena, tras cuidadosa preparación, es la culminación feliz de un plan divino, de un plan maravilloso que costó a la Deidad lo más precioso de todo cuanto ella poseía.

El Cordero mismo en condescendencia extrema tuvo que venir “a buscar y a salvar lo que se había perdido”.[19] Fue tal su benevolente gracia “que por amor de” sus convidados a la cena de sus bodas “se hizo pobre siendo rico”, para que ellos “con su pobreza” fuesen “enriquecidos”.[20] Incomparable condescendencia ésta, dé anonadarse a sí mismo “tomando la forma de siervo” y hacerse “semejante a los hombres”.[21]

Esta misteriosa metamorfosis, es tanto más admirable, dado que “habría sido una humillación casi infinita para el Hijo de Dios revestirse de la naturaleza humana, aún cuando Adán poseía la inocencia del Edén. Pero Jesús aceptó la humanidad cuando la especie se hallaba debilitada por cuatro mil años de pecado. Como cualquier hijo de Adán, aceptó los efectos de la gran ley de la herencia”.[22] De tal manera amó el Padre mismo a los convidados de su Hijo, que permitió que bajase éste, “como niño impotente, sujeto a la debilidad humana… aún a riesgo de sufrir la derrota y la pérdida eterna”.[23]

Sin embargo, este trueque de lo glorioso por lo vil, de lo poderoso por lo débil, de lo celestial por lo terreno de lo  divino por lo humano; no fue más que el comienzo de este sublime drama de rescaté, pues el Cordero “hallándose en la condición de hombre, se humilló a. mismo haciéndose obediente hasta la muerte— ¡y qué muerte aquella!— muerte” de cruz”.[24] Razón tuvo el apóstol al escribir: “Grande es el misterio de la piedad”. “¡Oh profundidad de la riqueza de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios, y cuán insondables sus caminos”;[25] puesto que “nunca podrá comprenderse el costo de nuestra redención hasta que los redimidos estén con el Redentor delante del trono de Dios. Entonces al percibir de repente nuestros sentidos arrobados las glorias de la patria eterna, recordaremos que Jesús dejó todo esto por nosotros, que no sólo se desterró de las cortes celestiales, sino que por nosotros corrió el riesgo de fracasar y perderse eternamente”.[26]

Un cruento raudal carmesí fluyó a torrentes del Cordero de Dios como precio exigido para la realización de esta cena, a la vez que cada convidado ha tenido que pasar a través de él para la debida justificación y purificación de su vida,[27] condición ésta, sine qua non, convidado alguno podría participar del festín celestial. Cada uno de estos dichosos convidados “lavaron sus vestidos, y los blanquearon en la sangre del Cordero”,[28] y de este modo “vestidos con el glorioso manto de la justicia de Cristo, poseen un lugar en el banquete del Rey. Tienen derecho a unirse con la multitud que ha sido lavada con su sangre”.[29] Esta condición es de la más justa y razonable ya que “ningún vestido común a la usanza mundana, podrán emplear aquellos que se sienten con Cristo y los ángeles en la cena de las bodas del Cordero”.[30]

Poco antes de pagar este inconmensurable precio, el artífice de la cena quiso demostrar a unos pocos convidados una miniatura de su futura fiesta nupcial; y así, dijo a los que él mismo escogió para esa ocasión: “En gran manera he deseado comer con vosotros esta pascua, antes que padezca; porque os digo no comeré más de ella, hasta que se cumpla en el reino de Dios”.[31]

Aquellos convidados ni siquiera se imaginaban que estaban representando un suceso grandioso. Ni siquiera se figuraban que estaban representando nada menos que la grandiosa cena de las bodas del Cordero. Y el paciente Maestro trató de enseñarles que ello era sólo una minúscula y pálida representación de lo que un día sería la más grandiosa cena del universo. “Y os digo, —explicó el Cordero— que desde ahora no beberé más del fruto de esta vid, hasta aquel día, cuando lo tengo de beber con vosotros en el reino de mi Padre”.[32]

Sin embargo, aún esta representación en nada se iguala a la realidad, salvo en que en ambas el mismo Cordero es el servidor.

Aquella noche, hubo doce convidados que tristes y pesarosos ocuparon silenciosamente sus lugares. Hasta la envidia roía sus corazones orgullosos, mostrando así que les faltaba aún mucho que comprender y recorrer para llegar un día a sentarse nuevamente, ya no en el aposento alto, sino en lo Alto del Reino, en la refulgente mesa celestial del Cordero. Estos dichosos convidados disfrutarán de la realidad, ya no tristes y envidiosos, sino alegres y agradecidos. Ya no con el Maestro que angustiado tenía el alma “triste hasta la muerte”, sino con el Cordero que “con grande alegría” los presentará “delante de su gloria irreprensibles”.[33] Ya no ante la sombría perspectiva de perder a su amado Maestro, sino gozosos y felices, porque saben que “el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los guiará a fuentes de aguas vivas”,[34] y sienten que en adelante, jamás se verán privados de su presencia, pues que siempre “verán su cara; y su nombre estará escrito en sus frentes”.[35]

Pero, uno de aquellos doce, no estará presente en el festín del cielo. Aunque gozó de la representación y escuchó como los demás la invitación personal y amorosa del Cordero, obstinadamente desoyó el llamamiento divino y lo menospreció. Por ello, su lugar y su corona hoy pertenecen a otro, mientras él si está en otra gran cena, pero, como pasto de las fieras. Esto es una solemne advertencia para nosotros hoy día, pues no sólo Judas Iscariote estará allí, sino todos aquellos que como él hayan menospreciado la invitación. “Los que rechazan el don de la justicia de Cristo están rechazando los atributos de carácter que harían de ellos hijos e hijas de Dios. Están rechazando lo único que podría capacitarlos para ocupar un lugar en la fiesta de bodas”.[36]

Cuán oportunas las palabras del apóstol de Tarso: “Por tanto es menester que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, porque acaso no nos escurramos”.[37] Sí, es necesario, es indispensable, que con más diligencia, con más amor, con más deseo de ello, atendamos al constante llamado de invitación del Cordero: “He aquí yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo”.[38] No basta oír su llamado, porque todos lo oirán, lo importante es nuestra actitud hacia ese llamado del Cordero. “Si alguno oyere mi voz y abriere la puerta… cenaré con él y él conmigo”. En otras palabras, estará conmigo en la cena de mis bodas.

Estas son las dos cenas que Dios revela en su Palabra. Podremos asistir voluntariamente sólo a una de ellas pues la “pavorosa alternativa a comer en la cena de bodas del Cordero es ser comido por las aves del cielo en la ‘Cena del Gran Dios’”.[39] Al no aceptar la bondadosa y amorosa invitación del Rey celeste para estar presentes en la suya, deberemos responder invariablemente al llamado imperativo de la otra. Tú y yo, ¿a cuál de estas cenas asistiremos?

El Cordero ha hecho toda la preparación debida para que estemos presentes en la cena de sus bodas. “El vestido de bodas, provisto a un costo infinito, es ofrecido gratuitamente a cada alma. Mediante los mensajeros de Dios nos son presentadas la justicia de Cristo, la justificación por la fe, y las preciosas y grandísimas promesas de la Palabra de Dios, el libre acceso al Padre por medio de Cristo, la consolación del Espíritu y la bien fundada seguridad de la vida eterna en el reino de Dios. ¿Qué otra cosa podría hacer Dios que no haya para proveer la gran cena, el banquete celestial?”.[40] Tú y yo debemos también estar presentes con el Cordero, en la grandiosa cena de sus bodas.

Sobre el autor: Pastor Distrital de la Misión Peruana del Norte.


Referencias:

[1] Apoc. 19:9, Versión Nácar-Colunga.

[2] Apoc. 19:5-8, Versión Straubinger.

[3] Tito 2:13.

[4] Apoc. 7:9, Versión Straubinger.

[5] Apoc. 12:11, Versión Cipriano de Valera.

[6] Apoc. 14:5.

[7] Apoc. 21:27.

[8] Apoc. 14:4.

[9] Apoc. 15:2.

[10] Isa. 51:11.

[11] Apoc. 19:17.

[12] Eze. 39:17-20; Apoc. 19:17, 18, 21.

[13] Testimonios Selectos, tomo 1, pág. 63.

[14] Apoc. 19:9, Versión Ausejo.

[15] Isa. 35:10.

[16] Apoc. 21:4.

[17] Apoc. 19:1-7.

[18] Mat. 22:14.

[19] Luc. 19:10.

[20] 2 Cor. 8:9.

[21] Fil. 2:7.

[22] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 32.

[23] Id., pág. 33.

[24] Fil.. 2:8.

[25] 1 Tim. 3:16; Rom. 11:33.

[26] Op. Cit., pág. 105.

[27] Apoc. 1:5.

[28] Apoc. 7:14.

[29] Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 298.

[30] Id., pág. 295.

[31] Luc. 22:15, 16.

[32] Mat. 26:29.

[33] Jud. 24.

[34] Apoc. 7:17.

[35] Apoc. 22:4.

[36] Op. Cit., pág. 300.

[37] Heb. 2:1.

[38] Apoc. 3:20.

[39] SDA Bible Commentary, Apocalipsis 19:17

[40] Lecciones Prácticas del Gran Maestro, pág. 293.