Cuando se discute acerca del discipulado, es importante tener en mente las dos caras que involucra esa moneda. La primera es la de ser discípulo, es decir, aceptar a Cristo como Salvador y seguir sus pasos, sus enseñanzas y su vida; manteniendo comunión diaria y creciendo en la gracia en la “excelencia del conocimiento de Cristo Jesús” (Fil. 3:8). En El discípulo radical, John Stott analiza exactamente lo que es ser discípulo.
La segunda fase es la de hacer discípulos, es decir, enseñar a otros a seguir a Cristo, de acuerdo con la enseñanza de Mateo 28:19 y 20. El libro Discípulo relacional, de Joel Comiskey, describe de manera práctica cómo podemos hacer discípulos. Esas dos perspectivas son vistas de manera clara en el ministerio del apóstol Pablo. Su dinámica de discipulado cargaba esas características, como resulta evidente en su Epístola a los Filipenses.
El discípulo
Para el apóstol, el seguidor de Cristo debería tener por lo menos tres marcas: Vivir para Cristo. “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Fil. 1:21). Todo en la vida del apóstol Pablo apuntaba hacia Jesús. Él era su pasión, su objetivo, su motivación y su propia recompensa. No había en la agenda del apóstol algo que quedara afuera de ese centro; su foco era Cristo.
Vivir con contentamiento. “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación” (Fil. 4:11). El apóstol Pablo dice que aprendió. Él, que era tan capaz, tan competente y tan preparado, aprendió a vivir sin depender de posiciones, elogios, caricias o cosas de esa naturaleza. El apóstol siempre mantenía el brillo en los ojos.
Vivir con compromiso. “De tal manera que mis prisiones se han hecho patentes en Cristo en todo el pretorio, y a todos los demás” (Fil. 1:13). El apóstol Pablo no encaraba la predicación del evangelio como un evento o un programa, sino como un estilo de vida. Donde estuviera, allí era su campo misionero.
El discípulador
Pablo fue un formador de discípulos por excelencia, y podemos resumir eso con las palabras de este versículo: “Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros” (Fil. 4:9). En Filipos, el apóstol tuvo cuatro actitudes que contribuyen al proceso de discipulado.
Pablo enseñó. “Lo que aprendisteis”. Él sabía la importancia de la enseñanza para el crecimiento de una iglesia saludable y, por ese motivo, no ahorró esfuerzos en ese sentido. De acuerdo con Elena de White, el apóstol enseñaba “cuidadosamente la manera de trabajar con éxito” (Obreros evangélicos, p. 440). El pastor que desea discipular necesita emplear más tiempo enseñándole a su rebaño.
Pablo se donó. “Y recibisteis”. El apóstol de los gentiles se entregó sin reservas a las ovejas que estaban bajo su responsabilidad. Él no vivió en función de sí mismo, sino de las personas que lo rodeaban.
Pablo habló. “Y oísteis”. Pablo fue el escritor más prolífico de toda la Biblia y un gran comunicador. Todo lo que consideraba importante para la iglesia, tanto en relación con las personas como con la iglesia como un todo, él lo decía, persuadía, reprendía y elucidaba de forma, muchas veces, directa, consistente y abierta. No hay discipulado sin comunicación franca y honesta.
Pablo testificó. “Y visteis en mí”. Las epístolas, las enseñanzas y los discursos del apóstol no tendrían efecto sobre los otros si no tuviera coherencia entre lo que él decía y lo que vivía. Thomas Fuller dice: “Un buen ejemplo es el mejor discurso”.
Las palabras del apóstol resuenan hasta nuestros días; él dice: “sean mis imitadores” (1 Cor. 11:1). Como pastores, si deseamos hacer discípulos de Cristo, recordemos que debemos ser, en primer lugar, discípulos, para alcanzar el corazón de cada miembro con una enseñanza consistente, una entrega genuina, un discurso transparente y una vida consagrada.
Sobre el autor: Secretario ministerial asociado para la Iglesia Adventista en América del Sur