Un piadoso pastor metodista hizo referencia en un sermón a un grave pecado cometido por uno de sus compañeros de ministerio. Era algo triste, inesperado, y su mención sacudió a los presentes. Luego, sin restarle gravedad al incidente, agregó: “Pero al censurar la caída de ese desventurado, no debemos olvidar las decenas de predicadores que han sido fieles; y gracias a Dios porque allí donde cae uno hay decenas que no han caído.”
Un comentario tan sencillo pero enfático impresionó profundamente a todos los que lo oímos. Desde entonces he pensado en ello muchas veces. ¿Y no resulta saludable recordar que hay muchos que, por la gracia de Cristo, han permanecido firmes durante sus años de ministerio? El rebaño de Dios no ha tenido motivos para desconfiar del ministerio debido a la fidelidad y consagración de tales ministros.
La visita que hice al último Congreso de la Asociación General dejó en mí impresiones imborrables. Pero ninguna fué más definida que la causada por el decidido énfasis que se puso en la piedad, especialmente en lo que se refiere a la elección de los dirigentes.
Llegan a nosotros las palabras de advertencia de Pablo: “El que piensa estar firme, mire no caiga;” asimismo las de Jesús: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra primero.”
Según la mitología griega, Atalanta era una joven y bella mujer pretendida por muchos jóvenes. Era sumamente ágil y veloz en la carrera. En esto radicaba su confianza y orgullo. Consciente de su velocidad ofreció su mano a quien pudiera derrotarla en una carrera pedestre, con la condición de que, en caso de ser vencido el pretendiente, debería pagar la derrota con la vida. Muchos trataron de vencerla, pero fueron derrotados. Hipómenes, joven ambicioso y muy enamorado de Atalanta, armándose de todo su valor, aceptó el desafío.
Se dio la orden de partida, y Atalanta avanzó orgullosamente, superando en pocos pasos la línea de Hipómenes. Pero éste se había preparado para vencerla, valiéndose de su vanidad. Llevaba ocultas entre sus ropas, tres manzanas de pro. Mientras corrían arrojó una de ellas a la vera del camino, que Atalanta se apresuró a recoger demorándose en la marcha. Rápidamente volvió a tomar la delantera, pero su competidor arrojó una segunda manzana con igual resultado que la vez anterior: Atalanta la recogió y volvió a ponerse en primer lugar. Ya se acercaban a la meta, y se presentaba la última oportunidad de Hipómenes. Arrojó la tercera manzana. Una vez más Atalanta se desvió para buscarla, y cuando quiso alcanzarlo otra vez, Hipómenes había llegado primero, venciéndola.
Manzanas de oro
Esta fábula puede aplicarse como un mensaje para todos los que ministran la Palabra. Estamos corriendo la carrera de la vida, luchando por vencer al maligno. El, al igual que Hipómenes, nos arroja manzanas de oro. Por este procedimiento trata de desviar y demorar a todo aquel que busca el premio de la vida eterna.
En Juan 2: 16 leemos: “Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida, no es del Padre, mas es del mundo.” Pensemos en estos tres diferentes terrenos en que se nos tienta.
El primero es “la concupiscencia de la carne.” Jesús, en su claro comentario sobre el adulterio, dice que el mirar a una mujer y codiciarla ya es adulterar. Nos señaló dónde debíamos establecer una guardia de seguridad si queríamos vencer. Es el pensamiento el que engendra el acto. ¡Cuánto necesitamos limpiar nuestra mente de los pensamientos contaminados!
La segunda tentación es la de “la concupiscencia de los ojos.” Corresponde al acto de aproximación al pecado. Las apariencias del mundo son atractivas externamente pero muy sutiles. Las escenas de pompa mundanal y de mujeres seductoras han sido preparadas por el maligno con el objeto de desviarnos. Parece imposible escapar a la influencia de ciertas cosas. Casi en cada revista y cartel de propaganda aparecen tales cosas ante nuestros ojos.
Debemos cuidar en qué concentramos nuestra mente, porque por la contemplación somos transformados. Debiéramos contemplar a Jesús cada vez más, y también las maravillosas obras de la naturaleza. En todo ello debiéramos concentrarnos de continuo para evitar que nuestros ojos vaguen sin control.
El tercer punto mencionado por el apóstol es “la soberbia de la vida.” Sí, ese hermoso chalet que estamos procurando edificar, o ese precioso automóvil que conducimos, o esos hijos que crecen sanos o están progresando en el mundo. La soberbia de la vida—orgullo de sabernos hábiles y capaces para obtener posesiones en este mundo. Aquello de que más hablamos constituye nuestro orgullo.
Satanás no se considera derrotado porque permanecemos en la obra de Dios, mientras logre que nos interesemos en las posesiones mundanales y que nos empeñemos en conseguir los mejores puestos a fin de satisfacer nuestro orgullo.
Como obreros debemos orar, con fe firme y lágrimas, para que el enemigo de las almas no nos derrote mediante algunos de estos tres terrenos en los últimos pasos de la carrera de la vida. Recordad que esas tres manzanas de oro son “la concupiscencia de la carne,” “la concupiscencia de los ojos” y “la soberbia de la vida.” Contra esas tres tentaciones libramos una batalla constante.
En Filipenses 4:8 Pablo nos indica dónde radica el poder de preservar las fuerzas espirituales: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, en esto pensad.” En ello pensaba Cristo. Y demos gracias a Dios porque la mayoría de nuestros obreros son fieles y constantes.
Cuando alguno de ellos cae derrotado nos ocasiona dolor y tristeza, pero no exageremos nuestras pérdidas. Por el contrario, agradezcamos a Dios por el gran grupo de los que no han caído.
Sobre el autor: Presidente de la Asoc. Sur de Nueva Gales del Sur.