Hace algunos años en la ciudad de Moscú se realizó una gran concentración de jóvenes con ocasión de un congreso internacional del partido comunista. Varios oradores, representando a diferentes países, proclamaban con fervor y elocuencia el triunfo de la revolución comunista. El programa era interrumpido a veces por el resonar marcial de los clarines y la vibrante aclamación de los congresales reunidos, que repetían: “¡Estamos transformando el mundo!” “¡Estamos transformando el mundo!” Cada vez que los clarines se hacían oír, aquellos jóvenes, animados por la convicción del triunfo inevitable del comunismo, exclamaban: “¡Estamos transformando el mundo!”
Sin ninguna duda, el mundo carece de una transformación. Los tiempos modernos se caracterizan por el materialismo, la violencia, la incertidumbre y el temor del aniquilamiento de la especie humana en un horrendo “holocausto atómico”.
la indiferencia religiosa, y como consecuencia la declinación moral, son realidades evidentes en el mundo contemporáneo. Ante tales circunstancias desesperantes, nadie discute la necesidad de una transformación. Pero, ¿qué clase de transformación necesita el mundo? Sin pretender ignorar la necesidad de una reforma en la actual estructura económica y social de nuestros días, diremos que la transformación suprema es de orden moral.
La transformación del corazón humano —del corazón como sede de la voluntad, de las emociones, deseos y anhelos, es la necesidad primordial.
Surge entonces la urgencia del evangelismo. Pero, frente a los problemas anteriormente mencionados, ¿qué mensaje debemos presentar en nuestro evangelismo?
Con las Sagradas Escrituras como fundamento, permítasenos presentar sin circunloquios las cuatro “R” que representan la síntesis de un programa de evangelismo, a saber:
- La Ruina del hombre
- La Redención en Cristo
- La Regeneración por el poder del Evangelio
- La Responsabilidad del hombre ante Dios.
¡Cuánto necesita el mundo conocer estos grandes temas de la fe! Pero, como evangelistas, ¿estamos proclamando estas doctrinas con el mismo entusiasmo manifestado por los adeptos al marxismo en el congreso internacional de Moscú? He aquí las palabras desafiantes de un fervoroso discípulo de Marx: “El Evangelio es un arma mucho más poderosa para la renovación de la sociedad que nuestra filosofía marxista, pero de todos modos, nosotros ganaremos. Somos solamente un puñado, y vosotros los cristianos sumáis millones. Pero si recordáis la historia de Gedeón y sus trescientos, advertiréis que tengo razón. Nosotros los comunistas no jugamos con las palabras. Somos realistas y, puesto que tenemos la determinación de alcanzar nuestro objetivo, sabemos cómo obtener los medios para ello. De nuestras entradas sólo conservamos lo que es estrictamente necesario, entregando el resto para la propaganda. A esta propaganda consagramos todo nuestro tiempo libre y parte de nuestras vacaciones. Vosotros en cambio, solamente dais un poco de vuestro tiempo y casi nada de dinero para la propagación del Evangelio de Cristo. ¿Cómo puede alguien creer en el valor supremo del Evangelio si no lo ponéis en práctica, ni lo divulgáis, ni sacrificáis tiempo ni dinero por el mismo? Creedme, somos nosotros los que ganaremos con nuestro mensaje comunista y estamos dispuestos a sacrificarlo todo, aun nuestra vida, por el triunfo de la justicia social. Pero, vosotros, los cristianos, tenéis miedo de que se os ensucien las manos” (De Paix et Liberté).
Ellos, desconociendo las cuatro “R” mencionadas, pretenden salvar al mundo con la dialéctica del materialismo. Y nosotros, que conocemos el poder redentor de Cristo, ¿estamos trabajando con el mismo ardor, animados por el deseo de llevarle a las multitudes que viven dentro de los límites de la División Sudamericana el mensaje transformador del Evangelio?
“Los campos están blancos para la siega”, dijo el Señor. ¡Levantémonos en esta hora de crisis e incertidumbre, y cumplamos con dedicación la obra que nos fue confiada!