Un moderno profesor de Teología trazó el siguiente perfil de lo que él consideraba un buen ministro o pastor de almas:
“Un ministro necesita tener la fe de Abel, la piedad de Enoc, la perseverancia de Noé, la obediencia de Abrahán, la mansedumbre de Moisés, la prudencia de Isaac, la perseverancia de Jacob, la paciencia de Job, la audacia de David, la sabiduría de Salomón, la visión de Isaías, el coraje de Elias, la calma de Elíseo, la lealtad de Daniel, la energía de Ezequiel, la fueza de Sansón, la abnegación de Jeremías, la consagración de Samuel, el heroísmo de Juan el Bautista, el valor de Esteban, la sinceridad de Pedro, el fervor de Pablo, la elocuencia de Apolos, el tacto de Bernabé, el amor de Juan (quien fue el discípulo amado), la compasión y la pureza de nuestro Señor Jesucristo, y el poder del Espíritu Santo”.
Todas estas características y cualidades son muy buenas e incluso necesarias, pero es imposible encontrarlas todas juntas en un solo hombre, excepto en Jesús. Por cierto, no sería éste el perfil que Dios elaboraría para sus ministros, en caso de que se le pidiera bosquejarlo. Tampoco creo que alguien lograría poseer las 28 cualidades arriba citadas. ¡No, no creo!
Pero sí creo que un ministro adventista debe ser esa persona que procura vivir una vida santa, dentro de las circunstancias donde trabaja y ejerce su ministerio, a la altura de la profesión que escogió mediante el llamado recibido del cielo, su vocación y la visión de una misión que cumplir. Y esto es lo que quisiera ampliar en los párrafos siguientes.
Una de las virtudes de la vida santa es su poder de contagio. El ministro debe ser o vivir una vida santa contagiante; que contagie a los hermanos a quienes sirve, y a quienes entran en contacto con él. Así fue la vida de los santos de Dios. Por consiguiente, digamos que en la vida de un ministro suceden tres experiencias, en torno de su llamado, vocación y visión, que deben ser contagiantes porque son santas.
Vocación ministerial
La primera es su vocaciónpara el ministerio divino, experiencia que es seguida de un llamado que consecuentemente resulta en una visión. Cada ministro de Dios debe y precisa sentirse con vocación para el trabajo de predicar y salvar almas en Cristo Jesús, lo que generalmente es confirmado por el llamado divino y su fidelidad a una visión de la misión que debe cumplir. El ministro adventista es un hombre salvado por el poder de Dios y, por consiguiente, llamado por El “con llamamiento santo… según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús” (2 Tim. 1: 9).
Dado que esta vocación ministerial es santa, el ministro debe tener la certeza de su vocación, de su llamado, y de creer en este llamado durante toda su vida. Esta certeza debe ser absoluta, para no desviarse de la visión celestial concedida por Dios, sobre todo cuando sea tentado, tal vez, a buscar otras vocaciones menos santas. En este sentido Pablo es un hermoso ejemplo de ministro fiel y leal hasta el fin, porque en presencia de Agripa dijo: “Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial” (Hech. 26:19). Y, en el final de su carrera, escribió al joven ministro Timoteo que había acabado su carrera y guardado la fe; ¡si, había cumplido la visión celestial!
Cada ministro debe poseer una gama de características (¡no necesariamente las 28!) que lo habiliten para cumplir lo que la visión celestial le indique hacer, y mantener siempre ardiendo en su corazón la santa vocación como prioridad de sus actividades.
Tarea ministerial
Estas actividades (o sea, sus trabajos para Dios) son su segunda experiencia contagiante en el ministerio. Como la vocación, el llamado y la visión, también el trabajo es santo. El ministro debe gustar de su tarea de predicar la Palabra, de visitar a los fieles y a los pecadores, a los santos y a los enfermos, y orar con ellos, inspirándolos a ir a Cristo. El no rehusará el trabajo duro, ni rechazará el llamado difícil para lugares cuestionables o iglesias problemas… sino que será un ejemplo para los fieles y así, contagiando a otros, llevará a la mayoría de la iglesia a ser ganadora de almas. Enseñará al pueblo a trabajar por otros; los animará y los contagiará con el espíritu de Cristo, su verdadera misión y objetivo.
Para enseñar a sus hermanos a trabajar y alcanzar a los miembros y neófitos con el amor de Dios, él mismo precisará amar; amar a las almas a quienes quiere ayudar y salvar. Las amará yendo a su encuentro y no esperando que ellas vengan a él, visitándolas en buen y mal tiempo, ya sean pobres o ricas, estén o no enfermas; a todas amará sin distinción. Mostrará su amor por ellas compartiendo sus problemas y dolores, infortunios y tristezas, y oyéndolas pacientemente por más simples que sean sus problemas, porque para él cada persona es valiosa a los ojos de Dios y alguien por quien Jesús también murió. Orará con estas almas y continuará orando hasta que la paz llegue al corazón afligido y al suyo también. Y quién sabe, hasta deba, algunas veces, comer con estas almas famélicas de amor sus sencillos refrigerios, alegrarse con ellas (como Jesús, en el casamiento en Caná) y llorar por ellas (como Él lloró ante la tumba de Lázaro).
Es una pena, una pena inmensa, que estas actitudes tan simples, estas pequeñas manifestaciones de amor tan valiosas, casi estén desapareciendo del programa diario de trabajo de muchos ministros. Las iglesias se están debilitando espiritualmente porque les falta ese amor personal del ministro y de otros dirigentes. A la Iglesia le agradaría que su ministro sea fiel y leal a la visión recibida, y que así demuestre amor por las almas; que no se acomode al ambiente de iglesias tibias, sino que las avive; que no tome partido por uno o por otro, sino que con amor procure resolver las cuestiones y los problemas personales y/o colectivos, pues sólo así el diablo no podrá introducir duda, luego confusión y finalmente separación. La iglesia está famélica de predicaciones poderosas salidas de la Palabra de Dios; no piezas de oratoria, ciencias humanas y sofisticación doctrinaria, sino sermones prácticos, simples, ilustrativos de las luchas de la vida, al punto, con un llamado, apelando a cada corazón.
¡Cuán materialistas nos estamos volviendo en varios aspectos de nuestra actividad ministerial! Cuánto precisamos de una reforma y un reavivamiento de la verdadera piedad entre nosotros, los ministros. Cuánto precisamos desatarnos de ciertas ataduras que nos ligan a la rutina de la vida material, y así tener más tiempo para planear, orar, ayunar y avanzar. Cuántas piedras ha puesto el diablo en nuestro camino para quitarnos el tiempo, desviarnos y distraernos. Cuántos estamos, aparentemente, ajenos a ciertos peligros que enfrentan nuestras iglesias. Es tiempo de que gastemos más tiempo en la conservación de las almas dentro del redil de lo que empleamos en las rutinas de cada día o en nuestros planes fantasiosos, cuyos resultados no han sido previstos, antes de que las almas huyan hacia el mundo por la puerta del fondo. Necesitamos poner más amor, tanto divino como humano, en todos nuestros planes de salvación de las almas, y no leyes frías y decisiones severas.
Cuando discutía con mi esposa la responsabilidad de escribir este artículo, ella me pidió: “Di a los pastores que sean más activos, visitadores de los hogares de sus miembros de iglesia, porque hoy son pocos los que visitan y oran junto con sus hermanos; que estudien, busquen ideas nuevas y oren bastante para predicar sermones que inspiren, alimenten y lleven a sus oyentes a la acción; que pongan las comodidades de la vida después de las comodidades espirituales; que amen su trabajo y se dediquen a él de cuerpo y alma; y que sus esposas (con sus esposos) también visiten los hogares, tomando una parte bien activa en la iglesia (sin necesidad de hacer sombra sobre otros), trabajando especialmente por los jóvenes y los adolescentes…”
Bien, en un principio le sugerí que ella misma escribiera este artículo, porque creo que lo haría muy bien.
Vida ministerial
Otra señora, hace muchos años, también me dio su opinión. Me mencionó algo que se relaciona con la tercera experiencia contagiante que un ministro debe poseer en el desempeño de su vocación con que fue llamado y de la visión que debe tener del trabajo confiado. Me refiero a la vivenciadel ministro, a su vivir de cada día con la familia, la iglesia, la sociedad y principalmente con Dios. Esta vivencia también es santa, porque es espiritual.
Al ministro que vive con Dios cada día le gusta leer la Biblia, orar, meditar, ayunar de vez en cuando y estudiar, principalmente la vida de su Ejemplo, Jesús. El no se olvida de que es un profesional de Dios, un hombre de Dios, llamado por Dios y con vocación para pastorear y predicar junto con la más elevada de las visiones jamás concedida a los mortales: ¡salvar almas en Cristo Jesús!
Esto es lo que dice la Sra. Elena G. de White en su libro Los hechos de los apóstoles, las páginas 270 y 271, sobre la contagiante vivencia que debe caracterizar al ministro adventista:
“Hoy los ministros de Cristo debieran tener el mismo testimonio que la iglesia de Corinto daba de las labores de Pablo. Aunque en este tiempo hay muchos predicadores, escasean los ministros capaces y santos, llenos del amor que moraba en el corazón de Cristo. El orgullo, la confianza propia, el amor al mundo, las críticas, la amargura y la envidia son el fruto que producen muchos de los que profesan la religión de Cristo. Sus vidas, en agudo contraste con la del Salvador, dan a menudo un triste testimonio del carácter de la labor ministerial por medio de la cual se convirtieron.
“Un hombre no puede aspirar a mayor honor que el de ser aceptado por Dios como eficiente ministro del Evangelio. Pero aquellos a quienes el Señor bendice con poder y éxito en su obra, no se vanaglorian. Reconocen su completa dependencia de él, y comprenden que no tienen poder en sí mismos” (la cursiva es nuestra).
Esta es una advertencia tremenda para nosotros. Sin embargo, damos gracias al Señor de que hay muchos ministros fieles y leales a la visión celestial, cuyas vidas están contagiando a millares de almas para acercarse a Cristo.
Si leemos un poco más adelante, veremos que la Sra. de White enfatiza varios de los pensamientos expresados arriba:
“Un verdadero ministro hace la obra del Señor”, no la suya propia. “Siente la importancia de su obra… Trabaja incansablemente para guiar a los pecadores a una vida más noble y elevada… ensalza a Jesús...”, no a sí mismo o a sus superiores. “Los que lo oyen saben que se ha acercado a Dios mediante la oración ferviente y eficaz. El Espíritu Santo ha reposado sobre él, su alma ha sentido el fuego vital del cielo, y puede acomodar lo espiritual a lo espiritual. Se le da poder para derribar las fortalezas de Satanás. Los corazones se quebrantan como resultado de su exposición del amor de Dios…” (págs. 270, 271; la cursiva es nuestra).
¡Sean estos corazones, quebrantados por el poder del Evangelio porque les habéis predicado, y estas almas, que se acercaron a Cristo porque las habéis buscado, una evidencia de vuestro llamado divino, de vuestra obediencia a la visión celestial y de vuestra vocación en Cristo Jesús; una demostración de que sois hombres de Dios!
Sobre el autor: Moisés S. Nigri fue vicepresidente de la Asociación General. Actualmente está jubilado y reside en Coral Gables, Estados Unidos.