Pregunta 11
IV. Crecimiento en la vida cristiana
El crecimiento en la vida cristiana implica una íntima comunión con Jesucristo nuestro Señor. Significa gozo y seguridad; y representa una constante gratitud a Dios por la liberación admirable que ha realizado por nosotros. Pero esta experiencia tiene un serio aspecto. Notemos:
Exige una diaria negación de sí mismo. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, v tome su cruz cada día, y sígame” (Luc. 9:23).
Exige un sacrificio diario. “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto” (Rom. 12:1).
Exige una entrega. Presentad “vuestros miembros a servir a la justicia” (Rom. 6:19). “Presentaos a Dios” (Vers. 13).
Y la Sra. de White declara:
“No sólo al comienzo de la vida cristiana ha de hacerse esta renuncia al yo. Ha de renovársela a cada paso que se dé hacia el cielo. Todas nuestras buenas obras dependen de un poder que está fuera de nosotros. Por lo tanto, debe haber un continuo anhelo del corazón en pos de Dios, y una continua y ferviente confesión de los pecados que quebrante el corazón y humille el alma delante de él. Únicamente podemos caminar con seguridad mediante una constante renuncia al yo y dependencia de Cristo” (Lecciones Prácticas, pág. 148).
V. La completa desconfianza de si mismo es imprescindible
En la vida cristiana no existe un lugar para el orgullo. No tenemos nada que ver con la jactancia (Efe. 2:9). Bien podríamos aprender todos, la lección de humildad manifestada en la vida de Pablo: “Yo soy el más pequeño de los apóstoles” (1 Cor. 15:9). “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, es dada esta gracia” (Efe. 3:8).
Después de todo, no podemos hacer nada por nosotros mismos. Jesús dijo: “Sin mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). No sabemos nada por nosotros mismos (1 Cor. 4:4; 2 Cor. 3:5). Bien podríamos exclamar: “Y para estas cosas ¿quién es suficiente?” (2 Cor. 2:16). Pero en las Escrituras se nos asegura que “nuestra suficiencia es de Dios” (2 Cor. 3:5). Y esta suficiencia es del todo suficiente. Nuestra fe debe estar “fundada… en el poder de Dios” (1 Cor. 2:5). El poder que anima nuestra vida y ministerio debe ser “de Dios, y no de nosotros” (2 Cor. 4:7). Vivimos “por potencia de Dios” (2 Cor. 13:4). porque es su “potencia que obra en nosotros” (Efe. 3:20). “Dios es el que en vosotros obra así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:13), “haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo” (Heb. 13:21).
Una vez más la Sra. de White declara:
“Ninguno de los apóstoles o profetas pretendió jamás estar sin pecado. Los hombres que han vivido más cerca de Dios, que han estado dispuestos a sacrificar la vida misma antes que cometer a sabiendas una acción mala, los hombres a los cuales Dios había honrado con luz y poder divinos, han confesado la pecaminosidad de su propia naturaleza. No han puesto su confianza en la carne, no han pretendido tener ninguna justicia propia, sino que han confiado plenamente en la justicia de Cristo. Así harán todos los que contemplen a Cristo”.
VI. Hambre y sed de Dios
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia” (Mat. 5:6). Esta será la señal del verdadero hijo de Dios. No teniendo nada de sí mismo, anhela la justicia de Dios. Gracias a Dios por esta seguridad: “Seréis saciados” (Luc. 6:21). Aquí Cristo recalcaba la experiencia de David en la antigüedad: “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te desea” (Sal. 63:1); “Mi alma tiene sed de Dios” (Sal. 42:2). “Codicia y aun ardientemente desea mi alma los atrios de Jehová” (Sal. 84: 2). Esta es la verdadera hambre del espíritu, el anhelo del corazón humano por asemejarse a Cristo. Es bajo tales condiciones como Dios “sacia al alma menesterosa” y llena “de bien al alma hambrienta” (Sal. 107:9).
1. Habrá fruto genuino en las vidas de los hijos fieles de Dios. —En la vida cristiana habrá un progreso genuino de fructificación. Este desarrollo se efectuará a medida que progresemos de fe en fe. En el Evangelio de Juan leemos acerca de “fruto” (Juan 15:2), “más fruto” (Vers. 2), y luego “mucho fruto” (Vers. 5), y finalmente que “vuestro fruto permanezca” (Vers. 16). Así debemos avanzar “de fortaleza en fortaleza” (Sal. 84:7), y de victoria en victoria, porque es Dios quien “nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo” (1 Cor. 15:57). “Mas a Dios gracias, el cual hará que siempre triunfemos en Cristo Jesús” (2 Cor. 2:14)
Además están los frutos de justicia” (Fil. 1:13); compare con| Sant. 3:18). “El fruto del Espíritu es en todo, bondad, y justicia, y verdad (Efe. 5:9). La descripción más plena aparece en la epístola a los Gálatas: “El fruto del Espíritu es: caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza: contra tales cosas no hay ley” (Gál. 5:22, 23).
¡Qué admirable descripción! E! fruto supremo del Espíritu es el amor. Todo lo que sigue son sólo aspectos de esta cualidad divina. Así como los diferentes colores constituyen la luz solar, también estas gracias juntas conforman el amor. Así, el gozo es amor en exultación; la paz es amor en reposo; la tolerancia es amor infatigable; la benignidad es amor paciente; la bondad es amor en acción; la fe es amor confiado; la mansedumbre es amor bajo disciplina; la temperancia es amor que se gobierna a sí mismo.
Estos frutos deben verse en la vida del cristiano. Estas gracias no surgen por un esfuerzo personal, sino que se manifiestan en nuestras vidas porque Cristo mora en nuestros corazones por fe (Efe. 3:17). Estas gracias son en Cristo: y cuando Cristo mora en nosotros hace vivir en nosotros las admirables cualidades de su propio carácter perfecto.
Las obras como medio de salvación no tienen lugar en el plan de Dios. De ningún modo podemos ser justificados por ninguna clase de obras. La justificación es enteramente un acto de Dios, y no somos sino los receptores de su gracia ilimitada.
Pero las obras como fruto de la salvación tienen un lugar definido en el plan de Dios. Esto se ve en las gracias espirituales que han de manifestarse en los hijos de Dios, como ya se ha hecho notar. Debemos hacer “las obras de Dios” (Juan 6:28). Está “la obra de vuestra fe” (1 Tes. 1:3); y todo aquel que “es nacido de él” “hace justicia” (1 Juan 2:29). El Nuevo Testamento habla muchas veces de las “buenas obras”, pero debe recordarse que en toda nuestra obra de fe (2 Tes. 2:11), esa fe debe estar activada por el amor de Dios (Gál. 5:6). Así, en todas las cosas “el amor de Cristo” debe constreñirnos (2 Cor. 5: 14).
Elena G. de White escribe:
“Ninguna ceremonia exterior puede reemplazar a la fe sencilla y a la entera renuncia al yo. Pero ningún hombre puede vaciarse a sí mismo del yo. Sólo podemos consentir que Cristo haga esta obra. Entonces el lenguaje del alma será: Señor, toma mi corazón; porque yo no puedo dártelo. Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo mantenerlo por ti: Sálvame a pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modélame, fórmame, elévame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda fluir por mi alma” (Id., pág. 148).
Deberá advertirse que el “fruto del Espíritu” (Gál. 5:22, 23) está en completa armonía con la ley de Dios, porque contra la manifestación de estas gracias en la vida “no hay ley” (Vers. 23). En otras palabras, la persona en cuya vida estas gracias se manifiestan, cumplirá los mandamientos de Dios. No puede hacerlo por sí misma; tampoco se espera que lo haga. Pero con Cristo morando en la vida, la propia justicia de Cristo (Juan 15:10) es impartida e imputada al hijo de Dios. Así David exclamó: “Mucha paz tienen los que aman tu ley; y no hay para ellos tropiezo” (Sal. 119:165). Por eso el apóstol amado pudo escribir: “Y en esto sabemos que nosotros le hemos conocido, si guardamos sus mandamientos”. “Mas el que guarda su palabra, la caridad de Dios está verdaderamente perfecta en él: por esto sabemos que estamos en él” (1 Juan 2:3, 5). Y, “en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos” (1 Juan 5:2).
Debemos mantener un concepto equilibrado del plan de Dios. Su propósito es que su pueblo sea justo. No son justos naturalmente. Pero en el Evangelio de la gracia de Dios hay provisión “para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros, que no andamos conforme a la carne, más conforme al espíritu” (Rom. 8:4). Así, “la circuncisión nada es, y la incircuncisión nada es; sino la observancia de los mandamientos de Dios” (1 Cor. 7:19).
(Continúa en el próximo número)