La pandemia COVID-19 está dejando una estela inolvidable. Perdimos familiares, amigos, colegas de ministerio, miembros de iglesia y conocidos de la comunidad. Por más que intentemos ser fuertes y consolar a los enlutados, ha sido difícil contener las lágrimas ante tamaño sufrimiento. En momentos como este, es consolador recordar el versículo más corto de la Biblia: “Jesús lloró” (Juan 11:35). Y tan importante como recordarlo es reflexionar sobre él.
Es muy conocida la historia que narra Juan 11. Lázaro, buen amigo de Jesús, se enfermó. La Biblia no describe su enfermedad; pero, por lo que todo indica, avanzó rápidamente y en poco tiempo causó la muerte de Lázaro. Mientras luchaba por su vida, sus hermanas, Marta y María, le enviaron un mensaje a Jesús: “He aquí el que amas [phileō] está enfermo” (vers. 3). De hecho, este es un detalle que llama la atención en el texto. Juan amplió esa percepción de las hermanas de Betania al decir que “Jesús amaba [agapaō] a Marta, a su hermana y a Lázaro” (vers. 5, LBLA).
Sin embargo, el Maestro “se quedó dos días más en el lugar donde estaba” (vers. 6) y, cuando llegó a Betania, Lázaro había sido sepultado hacía cuatro días (vers. 17). Al encontrarse con Marta y María, Jesús halló a dos mujeres desgarradas por el dolor, marcadas por la frustración, pero aun con un rayo de esperanza. Según dijo Marta: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero” (vers. 24). Ella no lograba imaginar que el aparente retraso de Cristo era parte de un plan en el que se manifestaría la “gloria de Dios” (vers. 4).
El llanto de las hermanas de Lázaro y de los judíos que las acompañaban se mezcló con las emociones del Maestro. Conmovido, él preguntó: “¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve” (vers. 34). Frente al sepulcro, donde reposaba el cuerpo de su amigo, “Jesús lloró”. Su llanto, sin embargo, no se asemejaba al de las personas que lo cercaban. Al describir la escena, Juan utilizó un verbo que solo se encuentra en este versículo en todo el Nuevo Testamento, dakryō, un llanto contenido, discreto, opuesto a la expresión ruidosa de la comitiva que estaba con él.
El Señor de la vida, el Hijo de Dios, lloró ante la pérdida de alguien a quien amaba. Antes de ser glorificado por medio de la muerte de Lázaro (vers. 4), el Hijo del Hombre demostró su completa identificación con la humanidad por medio de uno de los símbolos de su fragilidad: las lágrimas. Él, la Resurrección y la Vida, no dudó en sufrir con los que sufren y en llorar con los que lloran. Su simpatía y su compasión por aquella familia enlutada se demostraban no solo por su presencia sino también por su llanto.
Además, el llanto de Cristo representaba su tristeza por el sufrimiento que el pecado causa en los seres humanos desde la Caída. Él no se limitó a pensar en sus amigos, incluso porque en pocos minutos su tristeza se transformaría en alegría, sino que consideraba la aflicción a la que todos están sujetos. Era algo que trascendía la aldea de Betania e incluía todo el dolor y el sufrimiento experimentados por la humanidad.
Pero las lágrimas de Jesús no significaban solo compasión y tristeza. Expresaban también su angustia a causa de la falta de comprensión de las personas respecto de su identidad. Estaban ante el Salvador del mundo y, aun así, dudaban de su poder. Además, entre los testigos del milagro que estaba a punto de realizar, había personas que saldrían de allí a colaborar en la trama que lo llevaría al Calvario (vers. 46-53).
¿De qué manera nuestras lágrimas derramadas en este período de pandemia reflejan las lágrimas de Jesús? ¿Expresan simpatía y compasión por los afligidos? ¿Representan tristeza por las consecuencias del pecado que alcanza a todas las personas? ¿Manifiestan angustia por aquellos que aún no conocen a Jesús e incluso se burlan de él? Si somos parte del cuerpo de Cristo en la Tierra, entonces nuestras lágrimas deben demostrar los mismos sentimientos que él tiene por nosotros.
Sobre el autor: editor de la revista Ministerio, edición de la CPB