Uno de los más prominentes pensadores del pasado, el sabio Salomón, en el ocaso de su existencia, luego de haber experimentado lo bueno y lo malo, de haber vivido la gloria y el poder como las “aflicciones de la carne” y el espíritu por los extravíos de su conducta, condensa en una frase el propósito y la esencia misma de la vida humana: “El fin de todo discurso oído es este: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque es el todo del hombre”.[1]

 Así, Salomón sintetiza las bases de la existencia auténtica. Presenta dos presupuestos fundamentales: 1) Teme a Dios. 2) Guarda sus mandamientos.

 ¿En qué consiste, específicamente, cada uno de estos imperativos categóricos del existir? ¿Cuáles son sus contenidos esenciales? ¿Qué diferencias hay entre estas dos premisas axiomáticas del vivir?

 Resumidamente, podemos decir que la expresión: “Teme a Dios” es el aspecto vivencial fundamental en la relación con Dios. El “guarda sus mandamientos” se refiere a la conducta; a “seguir el camino” que identifica (por ejemplo, el sábado) y caracteriza al ser externo del cristiano. El primero es la expresión vital de la conversión, la experiencia íntima, medular de la religiosidad. Los “mandamientos” son los parámetros o direcciones del “hacer”, de la práxis cristiana, los que señalan los límites (los “no harás”) del accionar. El “temor” es el ser de lo religioso y tiene un carácter puntual, en contraste con el sentido longitudinal que implica la permanencia -el “guardar” u “observar”; es decir, el tener del cristiano- del actuar justo. No obstante estas distinciones, el “temor a Dios” es una experiencia renovadora y revitalizada por el cumplimiento piadoso de los mandamientos de Dios. Por otra parte, una auténtica experiencia de encuentro temeroso con Dios conduce inevitablemente a vivir en armonía con esos principios rectores de la conducta humana. Por lo tanto, si bien la razón analítica puede encontrar diferencias entre el “teme a Dios” y “guarda sus mandamientos”, hay una complementación íntima. Se encuentran en una permanente tensión interactuante. Es de alguna manera, la eterna dialéctica del “espíritu” y la “verdad”, qué Jesús reclama de los “verdaderos adoradores”.[2]

La vivencia de lo terrible

 En la fría oscuridad de aquella noche, en las agrestes tierras orientales, un hombre desesperado por el remordimiento y el miedo tuvo una experiencia insólita. Angustiosamente observaba las siniestras figuras crepusculares que dibujaban grotescamente los accidentes del terreno y la vegetación circundante. Su desamparo y orfandad se intensificaba a medida que caía la noche y las realidades terrenas se hacían más persecutorias. Finalmente, levantó los ojos al cielo. Percibió la serena vastedad del cosmos infinito y pudo balbucear una tímida plegaria infantil para conciliar el sueño. Mientras tiritaba en la dureza telúrica de su lecho y su pétrea almohada, Dios se le manifestó esplendorosamente. Fue conmovido por la visión de la figura luminosa de una gigantesca escalera transitada por ángeles y coronada por la misma Divinidad. “Y despertó Jacob de su sueño y dijo: Ciertamente Jehová está en este lugar y yo no lo sabía. Y tuvo miedo y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar!”[3]

 Aquí aparece el “teme a Dios” con toda la fuerza impactante de la genuina vivencia personal. Detengámonos a considerar la originalidad de esta experiencia básica de la religiosidad. ¿Cuáles son todos los contenidos que implica “la vivencia de lo terrible”? ¿Qué significados precisos tiene para todo hombre como forma de realización totalizadora de su existencia?

Enumeremos los caracteres principales:

 1) Jacob “despertó” a la abrumadora realidad de la presencia del Todopoderoso. Alcanzó una toma de conciencia radical, una comprensión de lo absoluto, una lúcida percepción de lo trascendente. Jacob descubrió (como si se descorriera un velo) la verdad de la existencia de un Dios-aquí-ahora. Despertó de la bruma soporífera de su vida anterior y como el hijo pródigo “Volvió en sí en medio de desgracia. Fue quebrantado el engañoso poder que Satanás había ejercido sobre él. Se dio cuenta…”[4] La rutina del diario vivir (el caer en lo cotidiano de la “vida inauténtica” diría Heidegger) nos ocupa y preocupa hasta el olvido de nosotros mismos y de Dios. Tal hecho configura una forma de alienación[5] satánica de la cual nos sustrae el Señor con sus irrupciones solemnes.

 2) El segundo aspecto que subrayamos apunta más específicamente al contenido de lo “terrible”. Podríamos definirlo con Epicteto como “el percatarse de la propia debilidad e impotencia”.[6] Es el sentimiento de insuficiencia, de comprensión de la propia nulidad e incapacidad para enfrentar la grandiosidad de lo divino. Es sentirse “polvo y ceniza” como decía Abrahán.[7]Es el grito de Isaías[8] al sentirse perdido, al percibir su profunda pecaminosidad “contrastada con la incomparable perfección de su Creador”.[9] Todas las teofanías están saturadas de este estado de profunda turbación y conmoción humana.

 3) Indisolublemente unida a la estremece- dora autopercepción pecaminosa, está la captación de la majestad todopoderosa de Dios. Es la impresión abrupta e imperecedera de encontrarse allí en el mundo con toda la desnudez de la constitución originaria, enfrentado a la grandiosidad cósmica del Eterno. “El hombre se hunde y derrite en su propia nada, en su pequeñez, cuanto más clara y pura se le aparece la grandeza de Dios”.[10]

 Este es el elemento de poder, de potencia, o mejor aún, de omnipotencia. Este es el aspecto más señalado del sentimiento religioso”,[11] dice R. Otto, la misma esencia del “teme a Dios”.

 A esta altura conviene diferenciar, una vez más, el temor a Dios de carácter sobrenatural, del miedo natural a un peligro concreto que amenaza nuestra integridad. Como bien refiere G. Van Der Leeuw, esta forma de temor “es un modo de encontrarse ante el Altísimo”,[12] es “el temor ante lo extraordinario, lo maravilloso”[13]

 Este es “el centro de la experiencia religiosa en donde sale a la vista su otro lado, la adoración”.[14]

 4) Y así aparece otro rasgo esencial de esta singular vivencia: su carácter ambivalente. Tenernos una ilustración gráfica en el conmovedor pasaje donde Pedro se aterra desesperadamente a los pies de Jesús, diciendo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”.[15] Por un lado, opera una fuerza que detiene, pone distancia, aleja: el sentimiento de impureza, la vergüenza de la propia indignidad. Por otro lado, hay una fuerza que “atrae, enternece y subyuga el alma”:[16] el amor eterno de la misericordia divina. Este es el momento crítico, coyuntural y decisivo del hombre, el que define su destino eterno. Es el momento paroxístico de la libertad humana. La mirada puede situarse indistintamente en el polo pecaminoso de la propia impiedad o la conciencia puede ceder a la “influencia del Espíritu Santo” y “discernir algo de la profundidad y santidad de lo sagrado”.[17] En el primer caso domina “la fuerza del alma culpable” con “un tremendo sentido de condenación y una pavorosa expectación de juicio”.[18] Los resultados son siempre nefastos; sucumbir al remordimiento en un impulso auto- lítico como hizo Judas o “endurecer el corazón” narcotizando la angustia culposa con las mil formas que ofrece el mundo actual (alcohol, drogas, sensualismo, activismo, consumismo, etc.). En el segundo caso: “El pecador tiene entonces conciencia de la justicia de Jehová y siente temor de aparecer en su iniquidad e impureza delante del que escudriña los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza. Ansia ser purificado y restituido a la comunión del cielo”.[19]

 5) Dice el relato bíblico: “Y se levantó Jacob de mañana, y tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite encima de ella”.[20] Decía Van Der Leeuw que la direccionalidad de la vivencia religiosa es más bien una presencia, luego un encuentro, después una reunión”.[21] Esta es la fase de culto y adoración. Cuando la estremecedora experiencia del “temor a Dios” alcanza a la conciencia respectiva con la luminosidad esplendorosa de la revelación divina, las rodillas se doblan en profunda expresión de agradecimiento y entrega. Cuando Jesús impactó a la mujer de Samaría con la verdad de su azarosa vida de pareja, dice E. de White que la mujer tembló. En el instante escalofriante previo a balbucear una vacilante respuesta, sintió “una mano misteriosa hojeando las páginas de la historia de su vida…” y “su conciencia despertó”.[22] La inquietud sobre la adoración fue el tema inmediato de la histórica entrevista.

 6) Finalmente “Jacob hizo un voto, diciendo: Si Dios me asiste y me guarda… entonces Jehová será mi Dios… y de todo lo que me dieres, te pagare el diezmo”.[23] Se formula el pacto, define una nueva actitud mental se encamina por la vida del “guarda los mandamientos”, y las pautas éticas de la conducta religioso van regulando la existencia del creyente.

Conclusión

Dice el apóstol Pedro: “Conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación”.[24] Pablo, también exhorta a que nos ocupemos de la salvación con “temor y temblor”[25] y a “perfeccionar la santidad en el temor de Dios”.[26] Pero, seguramente es el aspecto simbólico del lenguaje profético el que nos presenta la más fuerte amonestación a cultivar y transmitir la rica e intensa gama de sentimientos que encierra esta profunda vivencia de lo divino. La espectacular figura del ángel apocalíptico que atraviesa centellante el espacio estelar con el “Evangelio eterno” para comunicarlo poderosamente a todos los “moradores de la tierra”, grita estentóreamente: “Temed a Dios y dadle gloria… y adorad”.[27]

 ¿Significará esa retumbante imagen escatológica que cada sermón, cada manifestación del culto, cada estudio de la Sagrada Escritura, cada una de nuestras entrevistas, palabras y actos deben provocar la vivencia solemne y terrorífica de lo eterno?

Sobre el autor: es psicólogo clínico del Sanatorio Adventista del Plata, Entre Ríos, Argentina.


Referencias:

[1] Eclesiastés 12: 13.

[2] Juan 4: 23

[3] Génesis 28: 16. 17 (La cursiva es nuestra).

[4] Elena de White, Palabras de vida del gran Maestro, (Buenos Aires, Casa Editora Sudamericana, 1960).

pág. 186.

[5] “La palabra alienación es de origen latino. Ahenus significa propio de otro, extraño a uno extranjero. Alienare convertir en otro, hacer ajeno; también, dejar de ser dueño de sí’. Mano Sambarino, Alcance y formas de la alienación (Biblioteca de cultura universitaria, Montevideo, 1967), págs. 25. 26.

[6] Citado por Karl Jaspers, La filosofía (México, Fondo de Cultura Económica, 4ta. ed., 1965), pág. 16.

[7] Génesis 18. 27.

[8] Isaías 6: 5.

[9] Elena de White, Profetas y reyes, (California, Pacific Press. 1957), pág. 228

[10] Rudolf Otto, “Lo Santo” (Madrid, Rev. de Occidente, 1965), pág. 35.

[11] Ibid., pág. 28

[12] G. Van Der Leeuw, Fenomenología de la religión (México, Fondo de Cultura Económica, 1964), pág. 446.

[13] Ibid., pág. 447.

[14] Ibid.

[15] Lucas 5:8.

[16] Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires, Casa Editora Sudamericana. 1979), pág. 446.

[17] Elena de White, El camino a Cristo, (Buenos Aires, Casa Editora Sudamericana. 1985), pág. 22.

[18] Loc. cit.

[19] Ibid., págs. 22, 23.

[20] Génesis 28:18.

[21] Van Der Leeuw, op. cit., pág. 445.

[22] Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires, Casa Editora Sudamericana, 1979), pág. 158.

[23] Génesis 28 20-22.

[24] 1 Pedro 1:17.

[25] Filipenses 2: 12

[26] 2 Corintios 7: 1.

[27] Apocalipsis 14: 7.