Resumen del sermón predicado en la graduación de los seminaristas de Teología de la Universidad Adventista de San Pablo (UNASP), el 19 de diciembre de 2009.
Según especialistas en arte renacentista, la tela de óleo de Caravaggio, pintada en 1601, es una de las más expresivas entre aquellas que buscan retratar el momento de la conversión de Pablo camino a Damasco. Está expuesta en la iglesia de Santa María del Popolo, en Roma. En la tela, que mide 2,30 por 1,75 metros, Pablo [o Saulo] es una figura gacha, debilitada por el resplandor divino. Levanta sus brazos mientras sus ojos, cegados por la luz intensa, son incapaces de captar la grandeza del momento.
Un imponente caballo domina la escena, pero es indiferente a la luz que derribó a quien lo montaba. El anciano que acompaña permanece fiel a su deber, sujetando al animal, pero su cabeza inclinada y ceño fruncido siguieren temor y espanto ante algo aparentemente milagroso, pero incomprensible. Puede ver a Pablo extendido en el piso y al animal moviendo sus patas, nada más. El caballo y el anciano solo acompañan el episodio del milagro.
Momento dramático
Saulo, cuyo mundo quedó de cabeza hacia abajo, yace en el piso, físicamente ciego por la luz, pero orientado hacia el cielo. Sus brazos están extendidos y sus palmas están abiertas esperando ayuda y suplicando una respuesta. Es la imagen de la derrota y de la incapacidad. Es un hombre en crisis, enfrentando el momento más crítico de toda su vida.
Saulo era lo mejor del judaísmo de su tiempo. Alumno destacado en la escuela rabínica de Tarso, donde nació; fue llevado a Jerusalén, por unos quince años, para estudiar con el mejor maestro de fariseos de sus días, el rabino Gamaliel (Hech. 22:3). Allí fue instruido en los deberes de la ley judaica, tornándose un celoso practicante de su religión. Como él mismo dijo a su carta a los gálatas: “[…] siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres” (Gál. 1:14)
Según Elena de White, los rabinos lo consideraban “un joven muy promisorio, y acariciaban grandes esperanzas respecto a él como capaz y celoso defensor de la antigua fe”.[1] Por causa de su desempeño en el apedreamiento de Esteban, fue electo como miembro del Sanedrín, la suprema corte religiosa de Israel. Ella también lo describe como valeroso, independiente y perseverante. De mente lógica, era capaz de razonar con una claridad extraordinaria. Sus talentos y preparación eran tales que él podía servir casi en cualquier actividad humana.[2]
Así, él salió rumbo a Damasco, a fin de capturar a quienes consideraba herejes: los seguidores de un tal Jesús de Nazaret. Tenía aproximadamente 24 años, pero ya estaba investido de poder para cumplir una misión de gran responsabilidad.
Ahora, allí estaba él. Debilitado, impotente, y golpeado otra vez. De pronto una extraña voz le habló en lengua hebrea: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres. Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues […]” (Hech. 9:4, 5).
Nadie pudo imaginar que en aquel momento Dios estaba interviniendo una vez más en la historia humana. Saulo, sin embargo, lo sabía, y conocía la identidad de aquel que le respondía: era el mismo Jesús cuya causa él había rechazado y, ahora, perseguía con odio e impiedad fanática.
La voz de Jesús agregó: “[…] dura cosa te es dar coces contra el aguijón” (Hech. 9:5). El aguijón es una punta de fierro en la extremidad de una vara usada para conducir a los bueyes, guiándolos al trabajo. Era una frase griega que indicaba la resistencia inútil de quien lucha y se hiere más. Por la manera en que le son dirigidas estas palabras, no hay duda de que Pablo había sido expuesto al evangelio anteriormente, rechazándolo por completo. Eso puede haber ocurrido durante el apedreamiento de Esteban, donde aparece por primera vez en el relato bíblico.
Recuerdos decisivos
El libro de Hechos indica con relativa claridad que Saulo fue uno de los que se opuso a Esteban y tramó su muerte. Para él, el Jesús de Estaban no había sido más que un farsante y apóstata, cuyas enseñanzas contrariaban la propia esencia de la religión judía. Sus seguidores necesitaban ser destruidos; su memoria totalmente borrada de la tierra.
La muerte violenta de Estaban fue para Saulo un triunfo aparente. Pero Elena de White escribió que “no podía borrar de su memoria la fe y la constancia del mártir y el resplandor que había iluminado su semblante”.[3] En este sentido él daba coces contra el aguijón. Inútilmente, procuraba eliminar aquellos recuerdos, pero esto lo incomodaba y hería mucho más. Ahora, sin embargo, ya no tenía cómo resistir más. El propio Jesús se apareció, y la imagen del rostro del Salvador no podía ser olvidada. Por eso quedó grabada en su mente. “En el glorioso Ser que estaba ante él, reconoció al Crucificado”.[4] Su vida nunca más sería la misma.
Aquellos fueron momentos dramáticos. De repente, todo lo que él era o creía ser, se desmoronó. Su orgullo farisaico, sus profundas convicciones religiosas, sus sueños y ambiciones, todo se había derrumbado. Cuando se levantó, aunque ciego, débil y confundido, ya no era el mismo. “En aquel momento de celestial iluminación, la mente de Saulo actuó con notable rapidez”.[5]
En aquellos pocos minutos en el suelo, las profecías mesiánicas, las mismas que él acostumbraba citar, le vinieron a la mente y las pudo comprender. Comprendió que Jesús era el Mesías prometido y cómo su rechazo y crucifixión habían sido claramente predichos por los profetas. Se acordó del sermón de Esteban ante el Sanedrín, de la visión y de las palabras proferidas por el mártir. Aquello que no era más que una blasfemia, ahora Saulo sabía que era la más pura de las verdades. También recordó la forma brutal en que Esteban perdió la vida, y sufrimiento y aflicción que él mismo había causado a otros fieles que, por amor a Cristo, entregaron sus vidas con coraje y dignidad.
Nuevo rumbo
Pasaron tres días hasta recibir la visita de Ananías, recuperar la vista y ser bautizado. Otros diez años transcurrieron hasta su primer viaje misionero. Pero en todos sus 30 años de ministerio, Pablo jamás olvidaría la experiencia de la visión en el camino a Damasco. La imagen de Jesús siempre estaría ante sus ojos, no como un mero recuerdo del pasado, sino como una fuente de poder que le daba sentido a su vida, le permitía organizar sus ideas y valores personales, y que lo llevaría a trabajar por el Maestro hasta la muerte.
Su celo misionero sería mayor al de cualquier otro apóstol: “He trabajado más que todos ellos”, declaró (1 Cor. 15:10). Tuvo la valentía para llevar el evangelio ante cualquier oposición o distancia. Diez años antes de terminar su ministerio ya podía contabilizar lo siguiente: “[…] cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez” (1 Cor. 11:24-27).
Finalmente, tendría una muerte violenta como mártir en manos de un emperador demente y sanguinario. En ningún momento, sin embargo, el apóstol se dejó amedrentar. Jamás perdió de vista la imagen sublime y gloriosa de aquél que le apareció camino a Damasco.
Wilber Alexander afirmó: “Ninguna experiencia cristiana genuina comienza sin que, de algún modo, en algún lugar, el alma tenga una visión de Cristo”. Yo diría que ninguna vocación ministerial comienza sin que, de algún modo, en algún lugar, que el alma tenga una visión de Cristo. Es la visión la que conoce personal e íntimamente. Tal parar, sin consultar con carne y sangre, ocasiona el llamado. Es el llamado que valida el ministerio. Visión y llamado son inseparables. Fue así con Moisés junto a la zarza ardiente, con Jacob en el valle de Jaboc, con Josué junto al Jordán, con Isaías en el templo, y con muchos otros. ¿Y con nosotros?
Cambio de conceptos
La visión de Pablo camino a Damasco marcó de forma indeleble su religión. Como buen fariseo, él orientaba su vida y religión conforme a la ley de Dios. Procuraba obedecer rigurosamente todos los mandatos, pues así obtendría méritos delante de Dios. Él mismo se dijo irreprensible “en cuanto a la justicia que es en la ley” (Fil. 3:6). No hay nada errado en cumplir la ley, ya que para eso fue dada. Pero antes, él no conseguía entender que la ley no fue dada con la finalidad de colocarnos en una relación correcta ante Dios. Era como si un velo estuviese puesto sobre su corazón (2 Cor. 3:15). Sin embargo, ahora, consideraba sin valor todas las cosas por las que antes se enorgullecía.
El encuentro con Jesús camino a Damasco no disminuyó el interés de Pablo hacia la ley, mucho menos su disposición a obedecerla. Aquella visión apenas lo llevó a hacer de Cristo el centro de su religión; el centro de su vida. Él dijo: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Fil. 1:21).
Nuestra experiencia debe estar marcada por la visión de Cristo y de su gracia. Al hablar de Cristo, al presentarlo al pueblo, necesitamos hacerlo con la autoridad de alguien que lo vez el mayor desafío del pastor es vivir la religión. Tener una experiencia de fe genuina con Cristo es el requisito más importante para ser pastor.
Por causa de nuestros talentos, habilidades o realizaciones personales no es difícil considerar que somos buenos, superiores o que merecemos ciertas cosas. Elementos que fomentan esto llegan en la forma de aplausos, elogios o “ascensos” laborales. Pero, la experiencia de Pablo nos recuerda que las credenciales humanas nada son ante la sublimidad de Cristo. La contemplación de Cristo nos lleva a contemplar nuestra pobreza, pequeñez, insuficiencia e indignidad.
Todo lo que el mundo o el ministerio nos pueden ofrecer es superficial o pasajero. Lo que realmente tiene valor y perdura es nuestra relación con Cristo; una relación de fe con él. Fe por la cual la imagen de Cristo eclipse nuestro ego, para que él pueda vivir en nosotros y podamos decir: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20).
Un nuevo compromiso
La visión de Cristo afectó el sentido de misión de Pablo. Antes era un apóstol del terror, llevando destrucción a quienes consideraba enemigos de la fe judía. Ahora, era un apóstol de Jesús, llevando el perdón y la salvación a todos los pecadores. Una vez que recobró la vista, fue bautizado por Ananías y comenzó a predicar sin (Gál. 1:16). Tan grande era su sentido de misión que se sentía en deuda con todos por causa del evangelio (Rom. 1:14, 15).
Pablo no elegía la audiencia. Estaba en deuda con todos. Así, nosotros no debemos querer otra cosa que no sea hablar de Jesús. Además de series de conferencias y estudios bíblicos, hay otras tareas en el ministerio. Pero, el cumplimiento de la misión evangélica siempre debe ser el objetivo supremo de nuestro trabajo. Tiene que ver con las prioridades, pues la iglesia no existe sino para proclamar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas hacia su luz admirable (1 Ped. 2:9). Por eso, nuestro mayor interés debe ser predicar a tiempo y fuera de tiempo, tengamos resultados inmediatos o no. “Pues no me envió Cristo a bautizar”, dijo Pablo, “sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo” (1 Cor. 1:17). En mayor o menor grado los bautismos vendrán, pero siempre como bendiciones de parte del Espíritu Santo, y no como meras realizaciones humanas. Nuestro deber es predicar.
Predicación cristocéntrica
Camino a Damasco, Cristo se convirtió en el centro de su predicación (Gál. 3:1). Pablo fundó las iglesias de Galacia en su segundo viaje misionero. Su predicación estuvo en consonancia con la religión que él profesaba; predicó de Cristo y este crucificado. Con espanto se enteró que los creyentes estaban abandonando a Cristo, retornando a una vida centrada en la ley y en los méritos humanos (Gal. 1:6-9; 3-1-51- Para Pablo, predicar el evangelio era proclamar a Jesús en relación con su obra redentora. Todo lo demás giraba en torno a la verdad central de que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Tim. 1:15). Así, el tema de cada sermón que presentamos debe ser Cristo, como aquel que salva al ser humano del pecado y lo coloca en una relación correcta con Dios.
Siempre está el riesgo de perder de vista el antes y el después del evangelio. ¿De qué nos salva Jesús? Cuando disminuimos el énfasis en la realidad del pecado, el resultado inevitable es un cristianismo sentimental. Para huir del legalismo nos fuimos al extremo de un evangelio relacional, un Cristo que era la solución a los traumas psicológicos del mundo, pero no el Salvador del pecado. Finalmente, el evangelio predicado no era diferente al de otros grupos cristianos. Como resultado, muchos se unían a otras iglesias.
Creo que fue este evangelio des-contextualizado con poco o nada de contenido ético y doctrinario el que trajo, como reacción, el énfasis legalista y perfeccionista como una necesidad presente. En otras palabras, un abismo atrae a otro abismo (Sal. 42:7); o como dijo Jesús, un demonio nunca llega solo (Luc. 11:26].
Mensaje transformador
Pablo jamás habló de la cruz sin primero abordar el tema del pecado que impregna el corazón humano. El predicaba presentándolo como la justicia salvadora de Dios. En los años finales de su ministerio, poco antes de su muerte, él escribió: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13,14).
Debemos predicar a Cristo como aquel que salva del pecado, que nos coloca en el camino de la santificación y que, en su Segunda Venida, nos transformará para ser como él es. Para esto, es necesario que lo conozcamos personalmente, íntimamente.
Debemos tener una visión de Cristo como la que Pablo tuvo en Damasco. Una visión parcial, debido a intereses personales y temporales o por falta de fe, no sirve. Sin esa visión, nuestros esfuerzos más diligentes fracasarán.
Con la visión del Crucificado y la fidelidad a nuestra vocación, la iglesia podrá esperar grandes cosas de nosotros.
Sobre el autor: Profesor de Teología de la UNASP.
Referencias
[1] Elena de White, Los hechos de los apóstoles, p. 92.
[2] Ibíd., p. 101.
[3] Ibíd, p 83.
[4] Ibíd., p. 94.
[5] Ibíd.