Lecciones humildad extraídas de la vida de Juan el Bautista

            Vivimos inmersos en una cultura en la cual ser exitoso ya no es sólo una opción, sino casi una obligación. Con tal de serlo, muchos están dispuestos a pagar cualquier precio. Lo importante es no perderse en el anonimato, sino ser alguien reconocido y admirado en nuestro campo de desempeño. En oposición, el miedo al fracaso ha llegado a ser obsesivo para muchos. ¿Estamos libres los pastores de ser absorbidos por esta cultura contemporánea “exitista”?

            La respuesta pareciera ser que no. Frente a esta clase de desafíos, es imperioso que volvamos nuestra atención a la Biblia. Allí, podemos encontrar respuestas oportunas que nos ayuden a edificar nuestras vidas sobre terreno firme.

            Estudiar la vida y la obra de Juan el bautista puede arrojar luz sobre la comprensión de este tema. Las palabras de Jesús testifican de manera categórica que la obra de su vida fue aprobada por Dios. Para ningún otro ser humano Jesús tuvo tales palabras de elogio y reconocimiento: “Les digo que entre los mortales no ha habido nadie más grande que Juan […]” (Luc. 7:28, NVI). Difícilmente podemos imaginar palabras más elocuentes que esas. Por lo menos, hay un par de interrogantes que surgen con rapidez: ¿Qué hizo Juan para merecer un reconocimiento tan elocuente? ¿Cómo podemos nosotros también desarrollar un ministerio que alcance la aprobación divina?

            Posiblemente, el episodio de la vida del Bautista narrado en Juan 3:22 al 30 sea el que provea las mejores respuestas. Este pasaje describe un momento crucial del ministerio de Juan: el momento del declive. Él había señalado a Jesús como el Cordero de Dios. Ahora las multitudes comenzaban a trasladar su atención del Bautista al nuevo Maestro de Galilea. En el versículo 26 vemos a los discípulos de Juan exclamar, consternados: “Rabí, fíjate, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, y de quien tú diste testimonio, ahora está bautizando, y todos acuden a él” (NVI, énfasis añadido).

            Seguramente, los discípulos de Juan esperaban verlo reaccionar de manera negativa. Pero, no les dio esa oportunidad; les falló. Su respuesta (ver versos 27 al 30) resulta sorprendente porque es de un carácter totalmente opuesto al espíritu egoísta que permea nuestra sociedad. Finaliza con una frase que resume su talla moral: “[…] Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”.

            Elena de White comenta: “En la estatura del cielo ¿qué constituye la grandeza? No lo que el mundo tiene por tal. […] Si el don está pervertido para servir al yo, cuanto mayor sea, mayor maldición resulta. Lo que Dios aprecia es el valor moral. El amor y la pureza son los atributos más estima” (El Deseado de todas las gentes, p. 190).

            En la respuesta de Juan, es posible identificar tres elementos vitales que deben formar parte de la filosofía de vida de todo ministro que procure alcanzar la aprobación de cielo:[1] (1) Juan entendía su vida como una cuestión de mayordomía. El trabajo del mayordomo consiste simplemente en administrar debidamente algo para el propietario, hasta que este viene a recuperarlo. Juan sabía que el gentío que ahora lo dejaba por Cristo nunca había sido suyo: Dios lo había puesto temporalmente bajo su cuidado. Ahora los recobraba. (2) Juan tenía plena conciencia de su propia identidad. No cayó en el error común de nuestra época, de confundir el papel que realizan con la persona que son. Su identidad como siervo de Dios no dependía de contar con un apoyo mayoritario. (3) Juan entendió que no existe mayor privilegio que anonadarse para que Dios reciba la honra. Decidió no decir ni hacer nada que obstaculizara el progreso del Reino de Dios. Entendió que sólo “empequeñeciéndose” es como podía llegar a ser grande a los ojos del Cielo.

            A final de cuentas, Juan nos enseña que la verdadera grandeza consiste no en atraer la atención y el honor hacia nuestra obra o persona; por el contrario, en medio de cualquier circunstancia todos nuestros esfuerzos deben estar encaminados a engrandecer el nombre de Jesucristo, el propietario de todo lo que somos y tenemos. Así que, la próxima vez que nos pida que le devolvamos un don concedido temporariamente (un distrito pastoral, una función eclesiástica, un bien material o cualquier tarea que amemos), respondamos siguiendo el ejemplo de Juan: “Gracias por compartir este don conmigo durante este tiempo. Ahora que me lo pides de vuelta, te lo entrego con gratitud y te suplico que examines mi corazón para que cada decisión que tome solo procure honrarte a ti”.

Sobre el autor: Profesor en la Universidad Peruana Unión.


Referencias

[1] Los dos primeros conceptos han sido tomados y adaptados de Gordon MacDonald, Ponga orden en su mundo interior (Nashville, TN: Caribe, 1989), pp. 52-57.