El pastor Heus no pertenece a la Iglesia Adventista, y quizás algunas de sus afirmaciones no se puedan aplicar en su totalidad a nuestra Iglesia. Con todo creemos que resultará útil meditar en el minucioso análisis y la solución que da para el problema religioso de nuestros días.—Nota de la Redacción.

Por mucho tiempo me he sentido desasosegado al pensar en que nosotros, los pastores de iglesia, trabajamos arduamente sin formularnos preguntas acerca de lo que hacemos, o por qué lo hacemos. Cada vez se arraiga más en mí la convicción de que muchode lo que con ¡doramos natural en la vida de iglesia es tan contrario a sus fines que, en realidad, impide que los- hombres lleguen libremente a Dios.

Bien podría suceder que muchas de esas cosas por las cuales comúnmente nos felicitamos: aumentos estadísticos de los miembros, construcción de nuevos edificios, ofrendas abundantes, campañas hábilmente planeadas, a pesar de que en nuestro orgullo humano las miremos con satisfacción, si se las considera como los únicos fines que persiguen nuestras iglesias, repugnan a un Dios santo.

Si eso es verdad, necesitamos detenernos bruscamente en medio de las apresuradas ocupaciones diarias de la iglesia floreciente y meditar en la sabiduría del Salmo 127, vers. 1: “Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican.’’

Para todos nosotros es habitual culpar a la mundanalidad y al materialismo de nuestra época de la indiferencia pública por la religión. Mi opinión personal es que ninguno de los dos hace tanto daño como el hecho de que el programa de la iglesia habla sin voz convincente a las multitudes que perecen por falta de seguridad.

Entonces, sería bueno que nos preguntemos: “¿Dónde hemos errado en nuestra conducción de la iglesia cristiana?” Si estoy en lo cierto en mi intento de comprender nuestra situación, hemos errado en los lineamientos. La iglesia local norteamericana, por ejemplo, es una institución notable y única. Jamás hubo algo semejante en la historia del cristianismo, y quizá no haya nada parecido en otros países extranjeros. Su particularidad reside en sus asombrosas realizaciones financieras y de organización. Su singularidad consiste en la constante tendencia a tomar equivocadamente las actividades de fomento por realizaciones religiosas. Se considera firmemente a sí misma como iglesia, y dedica la mayor parte de su tiempo y energías a sus asuntosde negocio.

Como norteamericanos, compartimos el rasgo nacional de arreglarnos bien con las cosas. Los dirigentes de nuestras iglesias y las congregaciones están deseosos de trabajar con ahínco para obtener éxito. Hay más: nos alegramos de hacerlo y pasamos horas bien agradables en compañía de los demás; pero el resultado de todo eso ha sido que ahora nos resulta difícil distinguir entre las actividades de fomente y las religiosas propiamente dichas. Nos hemos dejado arrastrar tanto por la carrera de éxito de la iglesia, que para muchos resulta algo común identificar las actividades de negocio con las religiosas. Pagar hipotecas, construir nuevas iglesias, estimular a los feligreses a que traigan nuevos miembros y a que aporten más fondos, trabajar en grupos y sociedades de una u otra clase, todo eso es admirable, pero no es religión; la gran tentación del americano activo es confundirlo con la religión.

Muchos consideran estas actividades como su verdadera vida de iglesia. Si la iglesia está bien dirigida y tiene éxito, resulta un placer para todos. Fomenta la buena vecindad. Hace sentir a la persona, que realiza algo de valor. No hay duda que contribuye a la prosperidad de la iglesia. No es necesario ser una persona transformada para participar en ella.  No existe ninguna exigencia espiritual interior acerca de los méritos que tenga y los motivos que la impulsen. A nadie se le pedirá que mire con ojo crítico al mundo desde esa asociación de negocios. No; hemos equivocado en la dirección de la iglesia al dar demasiada importancia a las actividades de expansión, a tal punto que casi cada iglesia ajusta sin dificultad en la cultura de la vida común de la clase media. Ya no se puede mantener con facilidad la verdadera naturaleza de la iglesia cristiana, porque la norma convencional de la vida de la iglesia local se interpone constantemente.

La iglesia después de Pentecostés

Si la preocupación absorbente por las actividades de expansión no es la verdadera función de la iglesia local, tenemos el derecho de preguntar: “¿Cuál debiera ser su verdadera función?” Es fácil contestar a esta cuestión en forma idealista, pero no lo es tanto transformar una iglesia moderna de modo que predomine su verdadera función. No pretendo conocer el secreto que realice este cambio en forma mágica; pero estoy seguro de que ni siquiera nos acercaremos a la comprensión de la verdadera función de la iglesia local, a menos que los pastores y los obreros laicos estudien ampliamente de nuevo la teología bíblica.

Todos necesitamos volver a entender claramente lo que era la comunidad guiada por el Espíritu Santo que nació inmediatamente después de Pentecostés. Lo que hizo la iglesia primitiva por los hombres de aquel tiempo, debiera estar haciéndolo en la actualidad su iglesia y la mía. Sus cualidades peculiares debieran ser las que hoy distinguen a nuestras iglesias del mundo que nos rodea. Su interés enteramente absorbente debiera polariza) nuestro; pensamientos y energías. La fuerza impulsora de su acción espiritual debiera guiarnos y dominarnos. Debiéramos hacer de dicho interés la norma de nuestra vida y ser críticos severos de cualquier cosa que en nuestra iglesia no se conforme a sus características predominantes.

¿Cuáles eran las características que distinguían a esa primera iglesia?

  1. Eran hombres que habían tenido experiencia personal respecto a Jesús quien había conmovido su alma. Al vivir, caminar, trabajar. conversar, comer y discutir diariamente con Cristo, la imagen del Señor se había grabado en las mentes de los discípulos. Durante el tiempo que estuvo en esta tierra se dieron cuenta de que jamás habían conocido algo semejante. Cuando la crucifixión lo arrancó de su medio y la resurrección lo restauró milagrosamente a la vida, no pudieron darle otro nombre que el de Dios. No importa qué les sucediera, ya no podrían olvidarlo. Había polarizado sus vidas.

  Ahora comparemos esta condición con el término medio de los actuales miembros de iglesia. ¿No es una de nuestras preocupaciones más tristes el hecho de que apena uno que otro tenga siquiera remotamente un conocimiento personal de la realidad de Jesucristo similar al de la iglesia primitiva? La verdadera función de la iglesia local comienza con el reconocimiento de Jesús como el Cristo viviente. A menos que la experiencia de los discípulos llegue a ser nuestra propia experiencia como en realidad puede serlo, no sucederá nada de mucho significado religioso en las iglesias modernas.

  2. La segunda cualidad que distinguió la comunidad de Pentecostés fue la pureza de su confianza en Dios a través de Cristo. Su fe era tan poderosa que estaban deseosos de confiar sus vidas en fas manos de Dios. No se inquietaban mucho por su propia conservación. Se preocupaban porque se hiciera la voluntad de Dios. No temían, porque creyeron. Sin temor, pudieron desafiar al mundo. A causa de ese desafío se los escuchó. Todo eso fué posible porque tenían fe inquebrantable en Dios.

  3. La tercera característica de esta iglesia primitiva estriba en que supo ser una comunidad rebosante de Espíritu. El Espíritu Santo había descendido. Ahora nada era imposible. La actividad de la iglesia era comparable a la de una colmena destapada. Había muchos que entraban y muchos que salían; pero el que llegaba lo hacía para fortalecerse en la vida de la comunidad, la oración y la partición del pan en la santa cena a fin de llevar la preciosa Palabra de salvación hasta los últimos rincones de la tierra. No desperdiciaban el tiempo construyendo edificios, juntando dinero o haciendo vida social. Su deber era predicar a Jesucristo, crucificado y resucitado de lo muertos. Todo lo demás quedaba subordinado a la proclamación de las buenas nuevas de la salvación.

  4. La cuarta característica del cristianismo primitivo consistía en un conocimiento feliz del perdón del pecado. Su confianza en Dios por la fe en Cristo les trajo una notable sensación de libertad. Las cargas de la ansiedad, del temor y de la culpa de aparecieron del corazón de los creyentes. Les resultaba más fácil vencer la tentación y ser buenos. No sólo se sentían limpios, sino restaurados a la amistad con Dios.

¡Con cuánta claridad se nota la falta de ese conocimiento en nuestras iglesias modernas! No sólo no existe sentido del perdón del pecado, sino que difícilmente existe conocimiento del pecado mismo. En muchos lugares no se considera de buen gusto mencionar este asunto. Sin embargo el cristiano de la iglesia primitiva sabía que había obtenido su liberación del pecado. Su fe y el perdón de Dios hicieron de él un nuevo hombre en Cristo. La mayor parte de nosotros somos los mismos hombres viejos que siempre fuimos; y difícilmente hay algo en nuestras iglesias que nos sugiera que podemos llegar a ser algo mejor.

  5. Por último, era una comunidad que atribuía bien poca importancia a cualquier organización o actividad que no contribuyera directamente a la gloria de Dios y al bien del prójimo. Lo que elogiaban en una organización era lo que contribuía a la adoración, a la enseñanza y a la recolección de fondos para los hermanos necesitados. Ser miembro de la confraternidad no significaba un trabajo de junta. Significaba una nueva relación con Dios. Significaba una nueva clase de vida entre los cristianos creyentes. Era la gozosa esperanza de que el futuro no podía ser malo. Estas son las cinco cualidades básicas que han desaparecido de nuestras iglesias de modo muy notorio. La verdadera función de la iglesia es proporcionarlas. Hasta que no se logre este cometido, la iglesia que parezca de mayor éxito, según las estadísticas, será un fracaso ante Dios.

Algunas sugerencias positivas

Más arriba declaré que no es cosa fácil transformar una iglesia moderna de modo que predomine su verdadera función. He procurado señalar los propósitos más profundos de nuestra verdadera obra religiosa en contraste con una descripción deficiente de lo que nuestras iglesias norteamericanas han llegado a ser casi inconscientemente, en su fiebre de actividad.

En vista de mis comentarios, pongo ante vosotros, después de un examen cabal de mi alma y de mucha vacilación, algunas sugestiones positivas:

  1. Me parece que debiéramos empezar con un examen crítico de nuestros servicios de culto. Para la mayor parte, son demasiado fríos, impersonales y adolecen de profesionalismo. Lo peor es que tienden a formar en los asistentes una actitud de espectadores. Cuando tal cosa sucede, todo el poder de la adoración, de la comunión con Dios queda destruido. La sencillez y la participación de la congregación debieran ser el principio fundamental. Debemos eliminar los himnos difíciles de cantar, las presentaciones aparatosas de los coros, y las disertaciones extrañas o insípidas de los oradores. Debemos instruir a nuestro pueblo en muchas formas diferentes acerca del significado, el método y la experiencia de la adoración colectiva. Estoy firmemente convencido de que cualquier esfuerzo que hagan las iglesias locales por hacer menos aparatosos sus cultos, tendrá más eficacia que cualquier otra cosa para restaurar a esa iglesia en su verdadera función.

  2. En segundo lugar, podemos mejorar haciendo una nueva apreciación de las oportunidades para enseñar. La iglesia entera es una oportunidad excelente para enseñar las buenas nuevas del Evangelio. Lástima que tantas iglesias piensen que se puede enseñar únicamente en la escuela dominical, en la clase de confirmación o en un grupo de estudio formado por adultos. Nuestros servicios de culto son oportunidades para instruir. Las reuniones de los días laborables son otras tantas oportunidades preciosas para predicar el Evangelio y aclarar su significado. Cuando el pastor es llamado por los enfermos, los convalecientes, o los confinados en algún sanatorio, se abren las puertas para la enseñanza en forma tan natural como podemos desear. Los bautismos, las bodas, los funerales son otras tantas ocasiones que podemos aprovechar para explicar e instruir. Los períodos de consejo, cuando los miembros vienen con sus pesares y sus alegrías, en bu ca de consejo, podemos aprovechar también para presentar la religión. La asamblea anual no es un acontecimiento tan útil para juntar dinero como para enseñar a los delegados, y por ellos a los que representan, muchos aspectos de la vida y la fe de la iglesia. En una palabra, todo el programa de la iglesia local debiera considerarse como programa educativo. Si se proclama el Evangelio de la salvación en todas sus partes no llegara a ser tanto “ruido y entusiasmo vacío de significado.”

  3. Quiero sugerir un tercer punto, quizá más revolucionario. Creo que en cada iglesia se necesita un grupo de hombres y mujeres juiciosos que asuman la responsabilidad de hacer tres preguntas y obtener las respuestas.

a) ¿Cuál es la verdadera tarea religiosa de esta iglesia local?

b) ¿En qué forma, todo lo que se hace en esta iglesia puede promover esa verdadera labor religiosa?

c) ¿Hasta qué punto transforma las vidas de las personas todo lo que hacemos?

En la generalidad de las iglesias nadie hace estas tres preguntas básicas. Por lo común los miembros suponen que eso es algo por lo que se preocupa el pastor.

No es posible que él lo haga por sí mismo. Si es el único que se preocupa y piensa en ello, jamás se realizará. Esa es una labor que atañe también a los miembros. Debiera ser el lema más ampliamente discutido en todas las reuniones de la dirección de la iglesia. Todo el programa de la iglesia re debiera juzgar por las respuestas que se den a estas tres preguntas. En muchas iglesias donde un grupo de miembros laicos realizan esta investigación están sucediendo cosas pasmosas en el comportamiento religioso.

    4. Mi sugestión final también asombrará. Es la convicción creciente de que ninguna iglesia puede cumplir su verdadera función a menos que exista en el mismo núcleo de su dirección un pequeño grupo de cristianos verdaderamente convertidos, transformados y firmes. La dificultad de muchas iglesias es que ninguno, incluyendo el pastor, está verdaderamente transformado: pero, aun donde haya un pastor consagrado y abnegado no pasarán grandes cosas hasta que se forme una comunidad de hombres y mujeres transformados.

Queremos hombres serenos en su intransigencia con el mal, hombres que vivan y soporten los peores sufrimientos, y que en su comunidad revelen un compañerismo cristiano tan diferente y tan aceptable que sea irresistible. Esa pequeña comunidad transformada, debe mostrarse siempre deseosa de recibir a los que quieran compartir su vida, no importa a qué raza ni condición pertenezcan. Puedo asegurarles que es asombroso ver cómo se puede conducir a las personas más indeseables a una verdadera amistad con Cristo, cuando logran ponerse en contacto con él.

Estas son unas pocas sugerencias de uno que es el último en afirmar que posee la fórmula que curará nuestras enfermedades espirituales. Sin duda, muchos de vosotros seréis capaces de encontrar formas más efectivas para restaurar nuestras iglesias locales a su verdadero cometido. Mi único ruego es que los pastores juiciosos y los obreros laicos que piensan, oren por estas cosas, mediten en ellas y las comenten.

Sobre el autor: Pastor de la Iglesia de la Trinidad, Nueva York.