El segundo concilio pastoral al que asistí, hace más de treinta años, tuvo como principal objeto de análisis y discusión un documento elaborado en la Asociación General, titulado “Evangelismo y terminación de la obra”. Allí se definía enfáticamente el evangelismo como misión de la iglesia y se le daba prioridad. Ese documento causó en mí un gran impacto y le dio dirección a mi pastorado. De acuerdo con él, “el evangelismo es la vena yugular de la iglesia. Si se la corta, la iglesia simplemente morirá”.

Enfatizando el hecho de que todas las actividades de la iglesia deben convergir para el cumplimiento de la misión evangelizadora, el documento decretaba: “Todo lo que impida o lleve a la iglesia a retardar el cumplimiento de su misión es una herramienta de Satanás y, por lo tanto, ilegítima”. Es más: el evangelismo no era considerado un programa opcional, sino como un estilo de vida de la iglesia. Como afirmó Leighton Ford, “la evangelización, en lugar de ser un programa, es una pasión del corazón que se expresa en acción redentora” (A Igreja Viva, p. 18).

El liderazgo de la iglesia entendió y aceptó el mensaje, pues a partir de entonces, los más audaces eventos evangelizadores pasaron a tener lugar, buscando incluir a toda la hermandad en la predicación de la Palabra, y en la conquista de hombres y mujeres para Cristo. Pero necesitábamos crecer, y felizmente crecemos, en la comprensión de que, lejos de ser un evento cuyo término era el bautismo de un gran número de conversos, el evangelismo es un proceso que incluye el discipulado. En otras palabras, en lugar del énfasis puramente numérico, el evangelismo solo está completo con el discipulado, o la inserción del nuevo creyente en la comunidad de la fe y en la misma misión que lo alcanzó.

De hecho, para el misiólogo adventista Gottfried Oosterwal, la iglesia no habrá cumplido cabalmente su misión mientras no alcance cinco objetivos fundamentales: 1) Tomar conciencia de que su finalidad no es ella misma, sino la misión de Dios. 2) Crecer en santidad, amor, compañerismo y fe, y en la gracia y el conocimiento de Cristo. 3) Saber que la iglesia fue organizada para servir, y predicar el evangelio por precepto y ejemplo. 4) Tener presente que su participación en el gran conflicto entre el bien y el mal será cada vez mayor. 5) Participar con la totalidad de su ser y de sus miembros en la misión.

Eso resume la tarea del discipulado, que es el blanco de la gran comisión: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat. 28:19). únicamente en la medida en que sean hechos otros discípulos es que las demás actividades de la Gran Comisión -bautizar y enseñar- podrán cumplir plenamente su propósito.

Sobre el autor: Director de Ministerio, edición de la CPB.