Básicamente, la unidad de la iglesia depende de cuatro factores. Lea este artículo para descubrir cuáles son.

            Dios, por medio de Pablo, define la iglesia como el cuerpo de Cristo (Efe. 1:22,23) que actúa “bien concertado y unido” (Efe. 4:16). La iglesia es una, en sentido numérico y en sentido cualitativo. Esto significa que siendo una sola no es múltiple, ni puede dividirse. La multiplicidad destruye su identidad, porque siendo muchas no sería ninguna en particular. La división en secciones independientes elimina su unidad corporativa global, pues actuando cada sector por sí mismo el conjunto deja de actuar en unidad y el todo no existe. Ejemplo, las iglesias congregacionalistas donde cada iglesia local actúa sin conexión corporativa con las demás de su misma clase, y por lo tanto ellas no tienen una organización universal que las integre como un cuerpo.

            Toda la Biblia, y el Nuevo Testamento en particular, enseña una unidad innegociable. Sin unidad la iglesia deja de ser iglesia. Específicamente la iglesia remanente pierde su identidad y malogra la misión específica que Dios mismo le encomendó para el tiempo del fin.

            En el Nuevo Testamento hay cuatro textos principales que explican la unidad en sus diferentes aspectos integradores.

Unidad por Integración

            Primero, la integración mediante la persona de Cristo (Juan 17:20-26). Cristo es el mayor elemento integrador de la iglesia. Sin Cristo no hay unidad. La unidad que Cristo produce no es unidad en la diversidad, entendiendo a la diversidad como pluralismo doctrinal o derecho a conservar los rasgos individuales que separan. La verdadera unidad cristiana sólo puede ser unidad en la integración. No es unidad en la diversidad porque en este caso lo único que se logra es la diversidad, la unidad desaparece. La unidad cristiana es la diversidad venciendo su natural fuerza centrífuga para concentrarse en la unidad, y cuando los elementos diversos se integran en uno, la diversidad desaparece y la unidad adquiere una existencia incuestionable.

            Cristo, en su oración sacerdotal, se refiere a esta clase de unidad. Los diversos puntos de vista dejan su diversidad para tornarse uno. Cristo ruega por los discípulos y todos los creyentes -la iglesia universal—’que todos sean uno.’ Con una unidad ‘en nosotros,’ esto es en el Padre y en Cristo. Una unidad semejante a la que existe entre el Padre, el Hijo y, aunque no está mencionado en este texto, en otros aparece claramente, también el Espíritu Santo (Efe. 4:3).

            La unidad intratrinitaria -relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo-no tiene actitudes autónomas, ni agendas individuales, ni búsqueda de supuestos derechos propios. Cada miembro de la Trinidad se conduce de un modo tan integrado con los otros que una separación entre ellos es imposible. Lo mismo se puede decir de la unidad de sus acciones destinadas a otros seres, como los seres humanos, por ejemplo. Ningún miembro de la Trinidad tiene acciones independientes, diversas, o separadas. Ninguno busca desarrollar su propia creatividad emancipado de los otros.

            La unidad por integración tiene profundas consecuencias misionales. Que sean uno, dijo Cristo, “para que el mundo crea.” No así la unidad que intenta conservar grupos o estructuras organizacionales con diversidad doctrinal, con prácticas eclesiásticas diversas, o con procedimientos administrativos contradictorios. Si aumentan las diversidades, la unidad se pierde. Y la iglesia sin unidad deja de ser iglesia. Actúa en forma contraria a la misión cuyo objetivo es hacer la iglesia más iglesia. Más en cantidad de miembros y más en calidad de experiencia cristiana.

            La destrucción de la unidad es anticristiana. Separa de Cristo y destruye la iglesia por la paralización misionera y por el conflicto.

Unidad por transformación

            El segundo factor de unidad es la transformación (Rom. 12:1-21). No una transformación formal sino la que viene con la renovación del entendimiento. Como en el cuerpo, que es la iglesia, tienen que integrarse muchos miembros con diversidad de dones y multiplicidad de funciones, en cada uno se necesita una transformación tan profunda que lo libere del espíritu egoísta para tornarlo una persona enteramente entregada a Dios, como una ofrenda viva (vers. 1,2). Esta transformación incluye la adquisición de un sano equilibrio en cuanto a los valores personales: ninguno debe tener ’más alto concepto de sí que el que debe tener* (vers. 3); incluye la administración de los dones con diligencia, con fervor espiritual y sirviendo al Señor (vers. 11); e incluye también el cultivo de las relaciones personales sin altivez, asociándose unos a otros con humildad, sin considerarse sabios en la propia opinión, y estando en paz con todos (vers. 16,17).

            La transformación del entendimiento, la posesión de la mente de Cristo (1 Cor. 2:16) y la reconciliación (Rom. 5:1-11; Col. 1:21-23) son conceptos paralelos en los escritos de Pablo. Producen el verdadero ser cristiano, la paz de la auténtica justificación por la fe y una vida misional dedicada por entero al ministerio de la reconciliación (2 Cor. 5:18,19). La unidad de la iglesia es una experiencia corporativa de nuevas criaturas, o cristianos nacidos de nuevo.

            La vivencia del nuevo nacimiento, propia de la experiencia personal, tiene que aparecer también en la experiencia corporativa de la iglesia. Lo que vive cada miembro, si realmente lo vive, debe tomarse visible también en las acciones de la comunidad organizada y en la propia vida administrativa de sus estructuras. Si las actitudes y las decisiones de los cuerpos directivos revelan orgullo, independencia, separatismo, tendencia al conflicto, o búsqueda de un modo particular de ser, diferente al resto del cuerpo, tales cuerpos actúan en contradicción con el modo de ser de la nueva criatura, y destruyen la unidad.

            A veces cometemos el error de pensar que la realidad de la experiencia espiritual y la transformación del modo de vida sólo corresponden a las personas individuales, específicamente a su práctica cristiana personal; y que las instituciones u organizaciones no tienen una experiencia espiritual ni crecen espiritualmente. Este es un concepto derivado del individualismo occidental que desconoce o ignora los valores corporativos y las experiencias de la comunidad. Aunque no exista una personalidad colectiva, sí existe una responsabilidad comunitaria y una integración corporativa que determina la acción y el modo de ser de la iglesia. Por eso Cristo oró para que los creyentes individuales vivieran en unidad entre ellos y con la Trinidad. ¿Cómo? Por el Espíritu Santo.

Unidad por el Espíritu

            El tercer factor de unidad es el Espíritu (1 Cor. 12:1-31). ¿Cómo lo múltiple y lo diverso puede ser uno y actuar en unidad? Pablo responde esta pregunta en 1 Corintios 12, específicamente en relación con la diversidad de dones, la diversidad de ministerios, la diversidad de operaciones y la multiplicidad de miembros (vers. 4-6,14). El insiste: el cuerpo es uno solo y vosotros, aunque sois miembros cada uno en particular, como iglesia, “sois el cuerpo de Cristo” (vers. 20, 27). “Un solo cuerpo” (vers. 12).

            La base de unidad para los miembros es Dios. “Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso” (vers. 18). Y el instrumento divino de la unidad es el Espíritu Santo. El Espíritu integró los muchos individuos, con sus diversidades culturales y sociales -judíos, griegos; esclavos, libres-en la unidad de un cuerpo, por el bautismo (vers. 13). El Espíritu integra la diversidad de dones porque él los distribuye como él quiere (vers. 4, 11). Y en la iglesia existe unidad de fe, de sabiduría, de conocimiento, de profecía y de discernimiento porque “todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu” (vers. 11).

            La unidad de la iglesia es espiritual. Es resultado de la acción del Espíritu Santo. No se produce por buena voluntad, ni por acuerdo, ni por voto, ni por conveniencia, ni por componenda. La unidad es una verdadera integración de los miembros, producida por el Espíritu Santo para constituir la iglesia.

            Ningún individuo, ni grupo de individuos (llámense ministerios independientes o de apoyo), ni sectores administrativos tienen el derecho de instalarse ellos mismos en la iglesia, para ocupar funciones y cargos, o establecer órdenes y ejercer autoridad, separados del cuerpo, como ellos quieran. Quien determina esto es Dios, a través de la iglesia. “Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente, apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas” (vers. 28). Y en la lista que Pablo da en Efesios incluye evangelistas y pastores (4:11). Sólo la iglesia universal, como poder corporativo o cuerpo unido por el Espíritu Santo, y siguiendo la revelación de Dios, puede ejercer estos poderes y determinar cómo se administren tales funciones.

            El poder corporativo de la iglesia adventista se da en el Congreso de la Asociación General, donde la iglesia actúa como cuerpo unido bajo la acción del Espíritu Santo. Sus decisiones deben abarcar todos los niveles de la organización eclesiástica, en todo el mundo, para que la iglesia mantenga la unidad en sus prácticas universales. Las doctrinas son universales, el ministerio es universal, la estructura organizacional es universal, el estilo de vida es universal, la acción misionera es universal.

            Por esto la Iglesia Adventista no acepta el gobierno congregacionalista, ni admite dividirse en iglesias nacionales o territoriales. No existe la Iglesia Adventista de África o de Europa. Lo que existe es la Iglesia Adventista en África o en Europa, o en cualquier lugar del mundo, porque es universal. Tampoco aceptaría que alguna de sus doctrinas fuera reconocida sólo por un sector de la iglesia mundial o que un fragmento de la iglesia se sintiera exentado de profesar o practicar una parte, o la totalidad, de alguna de sus doctrinas o prácticas universales, porque esto negaría la unidad de la obra del Espíritu Santo – en un lugar enseñaría una cosa y en otro una diferente—y destruiría la unidad de la iglesia mundial fragmentándola en grupos territoriales o en facciones doctrinales.

            La destrucción de la unidad y la alteración de la doctrina son males que no sólo atenían contra la iglesia destruyendo su identidad, sino que atenían también contra la obra del Espíritu Santo ya que él trabaja para establecer la unidad doctrinal y produce la unidad corporativa de la iglesia. La única forma coherente de acción para los miembros y dirigentes de la iglesia es una profesión doctrinal y una práctica eclesiástica unidas universalmente bajo la conducción del Espíritu Santo.

Unidad por crecimiento en Cristo

            El cuarto factor de unidad es el crecimiento en Cristo (Efe. 4:1-16). En este texto Pablo define la unidad del Espíritu, especifica el objetivo de los cargos y órdenes eclesiásticos y señala el crecimiento en Cristo como un factor importante para la unidad de la iglesia.

            Vuelve a decir que la unidad de la iglesia es “la unidad del Espíritu” y la iglesia debe guardarla en el vínculo de la paz (vers. 3). Luego define que la unidad, establecida por el Espíritu, está constituida por siete elementos: un cuerpo, un Espíritu, un Señor, una esperanza, una fe, un bautismo y un Dios (vers. 4, 5). Unidad completa: eclesial (con todas sus estructuras y prácticas), moral (1 Juan 3:3), espiritual, doctrinal, misional y teológica.

            Los cargos y órdenes -apóstoles, profetas, evangelistas, pastores-maestros-son varios, pero tienen la misma validez universal y un solo objetivo para todos: la edificación del cuerpo de Cristo. Cargos y órdenes, lo mismo que los dones, no son dados a los individuos para exaltar sus personas o su posición en la iglesia. Más bien, ellos mismos, y los dones que el Espíritu les otorga, son dados por Dios a la iglesia para que construyan su unidad de la fe y del conocimiento de tal manera que la iglesia no tenga vacilaciones doctrinales, ni sea engañada por el error, porque esto impediría su crecimiento. Ningún miembro, ni grupo de miembros, está autorizado por Dios a utilizar los dones, que les otorga para la unidad y el crecimiento de la iglesia, con el fin de sumirla en fragmentadores conflictos doctrinales, o para destruir su unidad corporativa. Hacerlo sería una contradicción a la fe que han profesado y una infidelidad a Dios, como originador de los dones, y a la iglesia, como destinataria de ellos.

            Por el contrario, dirigentes y miembros, competidos por el amor y siguiendo la verdad revelada por Dios, tienen la obligación de trabajar por su propio crecimiento personal y por el crecimiento corporativo de la iglesia. Todo crecimiento hacia la madurez espiritual y todo aumento de sus miembros se produce en Cristo, cabeza de la iglesia, su cuerpo. Él es el objetivo y la fuente de su crecimiento. Cristo tiene todo el poder necesario para otorgarle vitalidad espiritual, amor fraterno-misional, lo mismo que el necesario y apropiado liderazgo para su crecimiento corporativo, en unidad.

            Es a través de los líderes como Cristo actúa para edificar y mantener la unidad de la iglesia. Pablo dice que “todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (vers. 16). Hay una relación entre el trabajo de las coyunturas y la obra de los dirigentes -apóstoles, profetas, evangelistas y pastores-maestros— mencionados anteriormente. Los líderes tienen que hacer todo lo que esté a su alcance para mantener la unidad del cuerpo. Una obra contraria a la unidad sería la más extraña concepción del liderazgo eclesiástico y completamente ajena a la revelación de Dios. Más aún, tales líderes negarían su conexión con la cabeza y producirían la inmovilidad del cuerpo, paralizando su crecimiento en lugar de construirlo.

            La unidad de la iglesia depende básicamente de cuatro factores: la transformación espiritual interna de los miembros, la integración en Cristo de todos los creyentes, la obra del Espíritu Santo, y el crecimiento en Cristo hacia la madurez espiritual y al aumento numérico de la iglesia. Todo -miembros, dirigentes, estructuras, programas, dones, funciones—debe estar sometido al Espíritu Santo para que él integre todo lo diverso en una unidad indivisible, en la iglesia. Diversidad, pluralismo, fragmentación, conflictos, sospechas y amarguras sólo producen la negación de la iglesia y rechazan la obra unitaria del Espíritu Santo en ella.

            Es mejor, mucho mejor, dedicar las energías a la misión porque, asociados con el Espíritu Santo en esta obra, comprenderemos mejor la doctrina, nos integraremos mejor al cuerpo de Cristo y estaremos más motivados por el amor de Dios que por nuestro egoísmo personal, en todo lo que vivimos como cristianos individuales y como miembros del cuerpo de Cristo, su iglesia.