El Nuevo Testamento presenta una visión clara y coherente de la iglesia como una comunidad unificada de creyentes, establecida por la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. La unidad no se presenta como un mero ideal o una característica opcional, sino como algo fundamental para la identidad y la misión de la iglesia. Desde las enseñanzas de Jesús en los evangelios, pasando por las cartas de los apóstoles y terminando en el Apocalipsis, la unidad de la iglesia es presentada como un don divino y, al mismo tiempo, una responsabilidad humana. Veamos tres características esenciales de la unidad de la iglesia:
Es un reflejo de la unidad divina. En Juan 17:21, Jesús ora por la unidad de sus seguidores: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti. Que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”. Esta oración relaciona la unidad de la iglesia con la naturaleza misma de la Trinidad, en la cual el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo coexisten y actúan en perfecta armonía. La unidad entre los creyentes debe reflejar esta unidad divina, pues es por medio de ella que la iglesia puede dar un testimonio auténtico al mundo acerca de Jesús. Este pasaje deja en claro que la unidad no es simplemente organizativa, sino profundamente espiritual y relacional.
Se basa en la igualdad en la diversidad. El apóstol Pablo desarrolla esta idea clave en varias de sus cartas, especialmente en 1 Corintios 12 y Efesios 4. Una de las metáforas utilizadas para explicar este concepto es la del cuerpo humano. Cada creyente es una parte única y necesaria del cuerpo, y aunque hay diversidad de funciones, hay también unidad de propósito e identidad. Ninguna parte es superior o más importante que otra. Más bien, todas son interdependientes, valiosas y necesarias. Respetar la dignidad de cada creyente independientemente de los dones que tenga es una de las claves de la unidad: “El secreto de la unidad se halla en la igualdad de los creyentes en Cristo” (Elena de White, Mensajes selectos [ACES, 2015], t. 1, p. 316).
Surge de la obra del Espíritu. La carta de Pablo a los Efesios refuerza aún más el fundamento teológico y práctico de la unidad. En Efesios 4:3 insta a los creyentes a esforzarse por “guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. El apóstol luego explica que la unidad de la iglesia es un fruto de tener “un solo Espíritu, […] un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (vers. 4-6; cursiva añadida). El final del pasaje es revelador. La unidad es posible solo cuando dejamos que Dios actúe en nuestras vidas y habite en nuestro corazón. Por lo tanto, la unidad de la iglesia no surge de la nada, ni tampoco es un producto humano, sino que es una realidad establecida por Dios que estamos llamados a preservar mediante la humildad, la compasión y el perdón (vers. 32).
A modo de conclusión, podemos notar como Hechos 2 ofrece un ejemplo práctico de la unidad de los primeros cristianos. Después del Pentecostés, se dice que “todos los creyentes estaban unidos y tenían todas las cosas en común. […] Seguían reuniéndose cada día en el templo.
Y en las casas partían el pan y comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y disfrutando la simpatía de todo el pueblo” (vers. 43-47). Su unidad era visible en el culto y en la vida como comunidad; algo tan auténtico y cautivante que atraía a otros a la fe. La unidad, por tanto, tenía poder evangelizador.
Sobre el autor: Editor de Ministerio, edición de la ACES
