Durante una enfermedad una crisis puede significar mejoría o también el fin. Nuestro mundo enfermo de pecado ha llegado a una crisis tal —una crisis en que comenzará a mejorar o quizás ha de ser el fin de todo.
Cuando pensamos en la palabra griega krisis (que se refiere a un momento de, división, de elección —aun de acusación) convenimos en que hemos llegado precisamente a ese estado de cosas. Podemos esperar la recuperación, grandes y nobles logros, o un futuro inmediato con mayor deterioro, degeneración y retrogradación.
Algunos optimistas pensadores de nuestro tiempo esperan que el mundo ha de ir mejor, y a la crisis que estamos experimentando la llaman tiempo de transición. Pero los adventistas tienen sus serias dudas al respecto. Sin embargo podemos convenir con ellos en que hemos llegado a una “gran división” donde deberán hacerse elecciones definidas, porque nos damos cuenta sin lugar a dudas que esta crisis no está políticamente aislada. Es algo que lo está abarcando y dominando todo en la vida del hombre moderno.
La humanidad ha conocido tiempos de crisis en lo pasado. Piénsese en cómo el mundo grecorromano llegó a una situación de crisis, declinó y entró en retroceso; y en cómo la Edad Media cristiana se impuso en Europa. Luego se desarrolló otra crisis —el tiempo en que predominó el racionalismo moderno; un período de ilimitada libertad humana y confianza propia— y la humanidad sufrió por el engaño del poder. Seguidamente se vivió un tercer período de transición crítica, período en que dominó la idea de un nuevo mundo racional —un tiempo en que la libertad humana existió en ciertos estados de permanente esclavitud.
LA CRISIS MUNDIAL VENIDERA
Por un tiempo pareció que todo marchaba bien. Pero ahora hemos arribado a una crisis diferente a las demás. Esta difiere no sólo en contenido, sino también en magnitud y alcance. Los tiempos anteriores de crisis por lo general se produjeron sólo en el occidente, pero ahora la civilización occidental se ha extendido a nuevos territorios en el globo, por ejemplo África y Asia. Todo el mundo ha sido unido por la ciencia y la tecnología del occidente. Existe un tráfico mundial, un sistema mundial de intercomunicación, una cultura universal. Todo esto se está ensanchando continuamente de tal modo que parece que este mundo se está convirtiendo en una enorme e infeliz familia. Estos factores han contribuido a colocar al hombre frente a la mayor crisis de la historia —una crisis política, social, económica y religiosa. Será un tiempo en que habrá que esperar una confrontación racial como nunca ha vivido la humanidad en su historia.
En este tiempo, llamado por los filósofos “el período crítico de transición”, es cuando advertimos que el hombre ha perdido su ilimitada confianza en sí mismo, como también su tendencia a la autoexaltación, debido a las dos guerras mundiales. Después de tres siglos —el diecisiete, dieciocho y diecinueve— el hombre ha llegado al abismo de la nada. No ha encontrado hogar entre las estrellas del universo (aunque todavía trata de lograrlo desesperadamente). Ha llegado al punto en que busca con ansias un lugar donde no esté Dios.
Hasta en la ciencia el hombre se ha dado cuenta de que no puede comprenderlo todo; de que algunas cosas que suceden en la naturaleza no suceden necesariamente de acuerdo con las leyes establecidas y que, por lo tanto, no todo es precisamente calculable y predecible. Sí, hasta en la naturaleza hay incertidumbre.
Ha descubierto, también, que no puede aislar completamente el objeto de su pensamiento, sino que él mismo está siendo incluido en el proceso de pensar. Su cerebro no es, como creía antes, un aparato registrador objetivo con el que se puede determinar con precisión lo que está sucediendo alrededor.
EL MUNDO DE LA INCERTIDUMBRE
El hombre ha descubierto de pronto los límites de lo que puede soportar su composición física, emocional y espiritual. Y el elemento más importante de la crisis a la que el hombre ha llegado es el abandono de todas las normas establecidas en todas las esferas de la vida. Especialmente en la esfera de la verdad, advertimos que no existe más certidumbre. El hombre no sabe más con seguridad ninguna cosa. Y esto ha sucedido a causa del aflojamiento liberal de los vínculos entre el hombre y sus semejantes, su familia, su nación y su país. Podemos considerarlo como un proceso en el que el individuo se ha convertido en miembro de una masa amorfa local e internacional. Pero al mismo tiempo, e irónicamente, vemos que la humanidad se vincula más entre sí —una humanidad tan diferente en su cultura, pensamiento y religión. No sorprende que se haya llegado al punto en que la religión, la cultura y la tradición sean consideradas con suspicacia, como cosas de las que el hombre debe deshacerse tan pronto como le sea posible.
El síntoma principal del mal de la humanidad es que no tiene nada de lo cual pueda estar absolutamente segura. Advertimos que constantemente está en busca de estímulos sensacionalistas más fuertes —estímulos que la ayudarán en su soledad (por ejemplo, el diabólico LSD empleado por miles de jóvenes). El hombre ha sido arrastrado lejos del trabajo natural y saludable y está desamparado en una playa solitaria donde trata de hallar ánimo en las drogas, el alcohol y estimulantes cada vez más potentes.
Irónicamente, también, busca más conocimiento que, desde luego, se lo proveen los medios masivos tales como la prensa, cine, radio y TV mediante informaciones superficiales y sensacionalistas. En esa forma sus pensamientos y razonamiento son conducidos por una senda predeterminada, en un círculo vicioso que creemos que es la última crisis espiritual del mundo.
Algunos optimistas dicen que el hombre podrá sobreponerse a todas esas dificultades, que el mundo se levantará de su lecho de muerte. Pero los adventistas creemos que hemos llegado al principio del fin. Que “el tiempo no será más” o, como lo expresa la Versión Moderna, “que no hubiese de haber más dilación” antes de que nuestro bendito Señor venga otra vez (Apoc. 10:5, 6).
¿Cuál será la actitud del remanente de Dios en la crisis final? ¿Estaremos abandonando las normas establecidas, descartando los mismos atributos que han hecho de nosotros el remanente? ¿Nos dejaremos arrastrar hacia donde no tendremos certidumbre, para hallarnos en situación semejante a la de la iglesia de la que se nos llamó a salir? ¿Se dejará llevar la iglesia por las perniciosas corrientes de este tiempo? Podemos ¡ver de un modo innegable, que la crisis del mundo se desarrolla en el mismo seno de la iglesia, al dar cabida a dudas innecesarias y haber llegado al extremo descartar o cuestionar la existencia de Dios.
¿Cuáles deben ser las características sobresalientes de la iglesia de Dios? ¿No es que sea como una roca firme entre las corrientes destructivas y envolventes, donde el hombre que sucumbe pueda asirse y salvarse para la eternidad? ¿O se dejará influir hasta el punto de que tampoco en ella habrá más seguridad?
Se plantea así la cuestión de si hemos estado dejando que el espíritu de la crisis externa penetre en el interior o no. ¡Cuán bueno sería poder decir que ha permanecido completamente fuera de las paredes de la iglesia! Pero por desgracia tenemos que admitir que la última crisis espiritual del mundo ha tenido su influencia sobre nosotros como pueblo remanente. Y el síntoma más importante de esa influencia se puede echar de ver en el hecho de que como pueblo (y aquí los ministros tenemos buena parte de la culpa) hemos llegado al punto en que difícilmente estamos seguros de algo. ¿Podemos responder con precisión a las preguntas de nuestro pueblo? ¿O dejamos al que interroga peor que si no lo hubiera hecho? ¿No estamos más seguros de los hitos en nuestro camino hacia la eternidad? Debido a eso, ¿nos hallamos en peligro de abandonar las normas establecidas?
PREGUNTAS IMPORTANTES
¿Cuál sería la respuesta si al ministro adventista corriente le hiciéramos esta pregunta: “¿Cuáles son las cosas de las que usted está absolutamente seguro?” Tal vez la respuesta manifestaría confianza en algunas de las grandes verdades de la Biblia que sostenemos, tales como el sábado, el bautismo, la segunda venida. Pero, triste es decirlo, nos quedamos cortos en dar a nuestro pueblo respuestas definidas sobre otras preguntas de vital importancia. ¿Creemos de todo corazón en el espíritu de profecía? ¿O pensamos que se trata de buenos consejos para un tiempo ya ido? ¿Qué sabemos con seguridad acerca de este asunto vital?
Como ministros, ¿qué creemos sobre la reforma pro salud (no referida sólo al vegetarianismo)? ¿Qué respuestas precisas podemos darle al pueblo de Dios sobre este asunto tan importante? Siendo que vivimos en un tiempo de crisis que exige gran capacidad intelectual, mucha resistencia física y un completo bienestar espiritual, ¿qué responderemos? ¿O no estamos seguros de algunas cosas que fueron escritas para nuestra instrucción?
¿Tenemos ciertas normas precisas, que recibimos del Señor, en lo que se refiere a vestimenta, deportes, juegos y entretenimientos? ¿O estamos contribuyendo a crear desorden entre el pueblo remanente porque no estamos seguros de nada?
Nuestro pueblo (como la humanidad que nos rodea) está desesperadamente necesitado de respuestas precisas. ¿Procuramos con diligencia presentarnos a Dios aprobados, “como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad”? (2 Tim. 2:15). Cuando nuestros jóvenes hacen preguntas acerca de radio, TV, cine, baile, etc., ¿estamos seguros de las respuestas y las razones? ¿Qué contestaremos si nos preguntan si se puede ir a los cines o teatros al aire libre, donde el espectáculo se contempla desde el auto? ¿Cuál será nuestra respuesta sobre música, literatura y arte modernos? ¿Hemos decidido ante Dios, con reverencia y celo, cuáles son las únicas respuestas? ¿O preferimos eludirlas, consolando a la gente con decirle: “No tiene importancia”? ¿Somos capaces de darle a la trompeta un sonido cierto? ¿Somos capaces de dar un preciso Sí o No en el temor del Señor?
Mostremos diligencia en “hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás” (2 Ped. 1:10). No hemos seguido “fábulas artificiosas” (vers. 16), y por lo tanto, como dirigentes del pueblo debemos estar seguros de los hitos y de las normas en nuestro camino hacia la eternidad. Llamemos por su nombre al pecado y a la mundanalidad. Que no se nos halle culpables de especulaciones vagas y dudosas que originen desorden en el pueblo que tiene una batalla que librar para mantener fuera de su fortaleza a la crisis del mundo.
A través de las edades, el mundo siempre ha influido sobre la iglesia. Pero nosotros hemos sido llamados “de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9). Si caminamos en “su luz admirable”, sabremos las respuestas para las preguntas de nuestro pueblo. No debemos saturarnos con el vino de la fornicación de este mundo. Debemos conocer los hitos o señaladores del camino. No debemos abandonar las normas. No sembremos inseguridad y duda para no tener que cosechar problemas y descontento.
Reconsideremos con humildad y oración las normas que hemos sido llamados a mantener. Conozcamos “a fondo” los asuntos vitales que se hallan en juego en esta última crisis del mundo. Seamos dignos de la confianza que nuestro pueblo nos tiene y, Dios mediante, mantengamos la krisis fuera de los muros de la iglesia.
Sobre el autor: de la Asoc. de Transvaal, Johanncsburg, Sudáfrica