La naturaleza y el propósito de la misión de la iglesia están orientados hacia tres diferentes auditorios: Dios, el mundo y la iglesia local.

La misión de la iglesia en su relación con Dios

La iglesia existe con un propósito definido, que está de acuerdo con el plan de redención. El Señor de la iglesia quiere que lo que él hizo y está haciendo en nosotros produzca una reacción natural: la comunión con él por la fe en Jesús (ver Efe. 1:3-14; Isa. 43:7; Mar. 12:30, 31; Juan 4:23, 24). Esto es algo tan cierto y natural que muchos de nosotros, los pastores, dedicamos gran parte de nuestro tiempo y de nuestro trabajo a ayudar a la gente a desarrollar esa comunión con el Señor. Por eso, necesitamos examinar de qué manera este aspecto de la misión se cumplía en la iglesia del Nuevo Testamento.

Cuando estudio algunos textos como Hechos 2:41 a 47, encuentro que la actividad de la iglesia se desarrollaba de, por lo menos, tres maneras principales:

La adoración. Celebraban la presencia, entre ellos, de Cristo resucitado; por eso, su adoración era viva y contagiosa.

La oración. Porque Cristo estaba presente y actuaba entre ellos, eran conscientes de la bendición y el poder de la oración. Habían aprendido que no podían descuidar este aspecto espiritual y efectivo de la fe, porque por medio de Jesús se producían los prodigios y los milagros que se llevaban a cabo entre el pueblo. El privilegio de la oración significaba que la puerta de la sala del Trono estaba abierta para ellos (Heb. 4:16).

La Palabra. Pero si este conocimiento de Dios no se volvía objetivo, si no disponía del respaldo de las Escrituras, se perdería en la subjetividad y las herejías.

Cuando estudio esos relatos, me siento invitado por el Espíritu, como pastor, a conducir al rebaño de Dios en una búsqueda intensa del Señor para alabanza de su gloria, por medio de la adoración, la oración y la enseñanza de su Palabra.

Creo de todo corazón que ésta es la misión de la iglesia en su aspecto vertical.

¿Qué podemos decir de la adoración? ¡Cuánto tenemos que aprender! Delegamos la adoración en los músicos, y nos olvidamos de que la adoración es más que música. Dejamos que ellos escriban la teología de nuestros himnos, y después nos quejamos de su calidad teológica. ¿Por qué no los escribimos nosotros?

¿Y en cuanto a la Palabra? Pocos son los que predican expositivamente.

Si, en efecto, éstos son aspectos importantes de la misión de la iglesia, entonces necesitamos invertir más en lo prioritario.

La misión de la iglesia en su relación con el mundo

En este aspecto, también encontramos varios textos bíblicos que nos ayudan a comprender cuál es el papel que desempeña la iglesia en el mundo (ver Mat. 28:18-20; Mar. 16:15-18; Hech. 1:8).

Cuando estudiamos todos estos textos y recordamos la experiencia de la iglesia tal como está registrada en el libro de los Hechos, podemos decir que la misión de la iglesia, en el contexto de su responsabilidad con el mundo, también tiene tres aspectos:

Actividad misionera simultánea en todo el mundo. Esto es lo que enseña el Espíritu Santo. En Hechos 2, descubrimos que la misión de la iglesia era evangelizar a la gente para que actuara en el ámbito de sus relaciones personales; esto era una consecuencia natural de la enseñanza de Jesús, de que la boca habla de lo que está lleno el corazón. Pero, en el capítulo 3, el foco pasa del individuo a la ciudad: toda Jerusalén es el objetivo. Tenemos la impresión de que la iglesia estaba ampliando su visión, y deseaba que Jerusalén llegara a ser totalmente de Jesús.

En Hechos 8, el Espíritu Santo llega a Samaría por medio de Felipe. Al principio la iglesia no se sentía responsable de la salvación de los samaritanos. Parece que ni siquiera entendían que un pueblo como ése podía ser salvo. Por fin, comprendió que debía evangelizarlos, pero no sin resistencia.

En Hechos 10, el escenario se amplía y de nuevo el Señor incluye los confines del mundo en la agenda misionera de la iglesia. En Hechos 11, a pesar de que este aspecto de la misión parecía haber sido entendido, las luchas internas duraron por varios años más.

Solamente si estamos guiados por el Espíritu podremos ampliar nuestra visión. Porque nuestra gran tentación consiste en limitar nuestra responsabilidad en cuanto a la proclamación del evangelio y, tal como ocurrió en la iglesia de Jerusalén, rechazamos la orden de evangelizar simultáneamente nuestra Jerusalén, nuestra Samaría y los confines de la tierra. Ésa es la misión de la iglesia, tanto para el mundo entero como para la iglesia local

Un servicio de amor al mundo. Nuestra misión no sólo consiste en ser la boca de Jesús en la tierra, sino sus manos también (ver Mar. 12:30, 31; Mat. 5:16; Hech. 2:45). Consiste en manifestar, delante de los hombres, las virtudes del corazón de Jesús. La iglesia debe servir con amor al mundo, para continuar la obra que nuestro Salvador comenzó en la tierra (Luc. 4:18, 19). “Fue el propósito del Salvador que después de ascender al cielo para convertirse en intercesor del hombre, sus seguidores continuaran con la obra que él había comenzado”.[1]

La misericordia encarnada era parte del nuevo estilo de vida del pueblo de Dios. El amor no era para ellos la figura retórica de una fe incapaz de producir cambios y transformar vidas; al contrario, era el reflejo de una gracia inconmensurable que impulsaba al pueblo de Dios a predicar de manera práctica el evangelio del amor, socorriendo a los afligidos, y alimentando a los huérfanos y a las viudas. La iglesia entendía que era su misión introducir cambios en la vida de la gente, incluso si esto implicaba pérdidas materiales y abnegación personal. Vivieron lo que muchos de nosotros predicamos: “La gente vale más que las cosas”.

Sal y luz de la tierra. La iglesia ha perdido su importancia porque dejó de ser la sal y la luz que debían obrar en el seno de la comunidad (Mat. 5:13-16). Ser sal y luz implica ejercer una influencia benéfica sobre la sociedad.

El Espíritu Santo nos desafía a nosotros, los pastores, a que equipemos a los santos para que desarrollen un ministerio orientado hacia afuera, hacia la sociedad y el mundo (Efe. 4:11), pero lo que nos impide hacerlo es el hecho de que nos encontramos tan ocupados con minucias, que nos olvidamos de que el Señor Jesús nos envió al mundo para que lo sirviéramos con amor, para que presentáramos la salvación por medio del testimonio y de la proclamación, y que fuéramos importantes en el mundo así como la sal y la luz lo son.

“Muchas iglesias están enfermas porque tienen una idea falsa de sí mismas. Todavía no han llegado a entender quiénes son (su identidad) ni para que fueran llamadas (su vocación). […] Hoy existen por lo menos dos ideas acerca de la iglesia. La primera es que se trata de un club religioso (un cristianismo introvertido). […] Se consideran religiosos a quienes les gusta hacer cosas juntos. Pagan sus mensualidades, y con eso se sienten con derecho a gozar de ciertos privilegios. Lo importante, para ellos, es el “estatus” y las ventajas de ser miembros del club. Evidentemente, se olvidaron […] de la notable declaración atribuida a William Temple, de que la iglesia es la única sociedad del mundo que existe en beneficio de los que no son miembros de ella. […] Nuestra principal responsabilidad es adorar a Dios y cumplir nuestra misión en favor del mundo”.[2]

Si éstas son nuestras prioridades, entonces, ¿qué estamos haciendo para alcanzar nuestros objetivos? Como pastores, ¿de qué manera nos ha usado Dios para mostrar a nuestras ovejas cuáles son las prioridades de nuestra misión? ¿Cómo hemos demostrado nuestro amor al mundo? ¿Qué actividades prácticas hemos desarrollado a fin de que la iglesia sea lo suficientemente importante para la sociedad de la que formamos parte?

¿Y qué podemos decir de nuestra obra misionera? ¿Qué sentido de responsabilidad tenemos al respecto? Como líderes del pueblo de Dios, necesitamos ayudar a las iglesias locales a desarrollar ese sentido de su misión, ayudándolas a orientarse hacia afuera y capacitándolas para que lo hagan.

La misión de la iglesia en favor de la iglesia local

Otro aspecto de nuestra misión tiene que ver con la comunidad local de creyentes, la iglesia propiamente dicha. La idea de que Dios espera que su iglesia entienda que tiene una misión con respecto a la gente que forma parte de ella, el cuerpo de Cristo y el pueblo misionero de Dios, aparece con claridad en varios pasajes de las Escrituras (ver Hech. 2:41-47; Juan 17:20-26; Efe. 4:11-16). Nuestra misión, cuando consideramos la iglesia local, es triple.

La edificación. Consiste en ayudar a los creyentes a crecer en la fe para que, con el poder del Espíritu Santo, lleven a cabo su misión en el mundo. Consiste en ayudarlos a profundizar tanto en la reflexión como en la asimilación de valores, de modo que su fe y su vida sean la misma experiencia, y que no haya en ellos diferencia alguna entre su vida espiritual y la secular.

Si no cumplimos nuestra misión en lo que se refiere a la edificación, corremos el riesgo de contar con una iglesia cuyo cristianismo es meramente nominal, sin valor tanto para el creyente como para el mundo.

Si creemos en el sacerdocio universal de los creyentes, si entendemos que la iglesia es un conjunto de ministros, trabajaremos con más seriedad para hacer lo necesario a fin de ayudan y capacitar a estos ministros de modo que cumplan el propósito del Señor para sus vidas.

La comunión. Otra de las metas que debemos alcanzar es el desarrollo de la comunión personal y espiritual del pueblo de Dios. Es llevar a cabo lo que la Biblia llama “la unidad del Espíritu” (Efe. 4:1-3). Si somos el cuerpo de Cristo que vive y actúa en esta tierra, necesitamos experimentar esa unidad. Necesitamos sentirnos unidos y obrar al mismo tiempo en unidad.

Pero, aunque ésta sea una visión maravillosa, la experiencia nos ha enseñado que si no trabajamos cada día para conseguir esta unidad espiritual, el cumplimiento de la misión de la iglesia en el mundo quedará comprometido.

Cuando leo el libro de los Hechos de los apóstoles, percibo los ataques de Satanás para lograr destruir la unidad espiritual de esa iglesia que impresionaba al mundo con el amor que se manifestaba en sus vidas.

Primero el problema que surgió entre los griegos y los judíos, después el tema de los gentiles y más tarde la permanente actividad de los judaizantes, que intentaron detener las actividades misioneras del apóstol Pablo.

Hay que trabajar para que la unidad del Espíritu sea una realidad en el seno de la comunidad visible de los salvos, es decir, la iglesia local, y éste debe ser su propósito permanente. Esto le permitirá establecer una diferencia entre ella y la comunidad de la que forma parte, y a la vez será un ejemplo del poder de Dios que es capaz de unir elementos dispares, y una prueba de su amor y su gracia que obran entre los hombres.

“La iglesia primitiva disponía de un doble testimonio para alcanzar un mundo cínico e incrédulo, y ejercer influencia sobre él: el kerygma (la proclamación) y la koinonía (la comunión). La combinación de esos dos elementos le dio a su testimonio su fuerza y su eficacia. Los paganos podían despreciar fácilmente la proclamación,

considerándola una “doctrina” más entre muchas; pero descubrieron que era mucho más difícil rechazar las evidencias de una koinonía. En esto se basa la tan citada observación de un escritor pagano: ‘¡Cómo se aman estos cristianos!’ ”[3]

El modelo de comunión espiritual que tratamos de imitar es el de la misma Trinidad. Esto sólo se podrá conseguir por medio de la acción del Espíritu Santo; él nos permitirá vivir de acuerdo con el amor, sirviéndonos los unos a los otros en el nombre de Jesús.

Nuestro papel, como líderes del rebaño, consiste en ayudar al pueblo de Dios a establecer una relación de interdependencia, en la que todos sirven a Dios y el Señor los sirve por medio de sus hermanos en la fe, mientras establecemos una relación de inclusión también, puesto que la iglesia necesita de todos.

Me cuesta mucho aceptar la propuesta de algunos modelos contemporáneos de iglesia, que abogan por la organización de comunidades especializadas en alcanzar a determinados grupos sociales como ser los ricos, los pobres, los universitarios, la clase media, etc.

Mucha de la dificultad que enfrentamos tiene que ver con el hecho de que si somos realmente la expresión visible de la iglesia de Jesús, debemos dar lugar en ella a todos los que él amó y salvó.

Es fácil darse cuenta de que las estrategias orientadas hacia grupos definidos nos ayudan a trasponer barreras que podrían impedir que alguien recibiera a Jesús como su Salvador personal. Pero la iglesia siempre será más importante que cualquier estrategia. En efecto, puede llevar a cabo simultáneamente varias estrategias destinadas a grupos específicos, sin olvidarse de trabajar por la unidad del Espíritu, que promoverá la inclusión de todos los hombres.

En nuestra iglesia entendemos el poder de las estrategias destinadas a grupos específicos. Por eso, hemos promovido varios ministerios orientados hacia ciegos, sordos, abogados, maestros, adolescentes, jóvenes, matrimonios y muchos más. Pero nunca nos consideramos la iglesia de esta comunión entre todos, queremos ser una iglesia que predica todo el evangelio, a todo hombre y a todos los hombres.

Si no manifestáramos esta madurez, nunca entenderíamos lo que es la unidad del Espíritu en el vínculo de la fe. Para los que carecen de ella, la comunión es meramente una cofradía de semejantes, lo que un club social también puede lograr. Pero, cuando vivimos la unidad del Espíritu, nuestra comunión pasa a ser un testimonio del poder de Dios, que derriba los muros erigidos por la sociedad y construye una nueva comunidad que refleja discreta pero visiblemente el cielo nuevo y la Tierra Nueva que Jesús está construyendo para nosotros.

Por eso, desarrollar esa comunión es la meta que permanentemente debemos tratar de alcanzar. Esto les exigirá a los dirigentes estrategias determinadas y creativas para que esta inclusión se produzca en forma efectiva.

La movilización de los creyentes de acuerdo con sus dones. Si queremos que el pueblo de Dios lleve a cabo en esta tierra la misión que Dios le encomendó, tenemos que capacitarlo y movilizarlo sobre la base de sus dones espirituales. Ésta es la principal función de los líderes espirituales de la iglesia (Efe. 4:11, 12).

La iglesia debe ayudar a los creyentes a descubrir sus dones espirituales, y a participar en ministerios en los que los puedan usar para predicar el evangelio y darle gloria a Dios.

Un aspecto promovido por la Reforma protestante fue el sacerdocio universal de todos los creyentes. Pero, aunque esta doctrina haya sido muy bien elaborada por los reformadores, carecemos aún hoy de iniciativas prácticas para ayudar a cada creyente a descubrir sus dones y usarlos. Por eso, las palabras de Multmann son muy valiosas, pues nos ayudan a comprender las razones por las cuales esta tarea es tan importante:

“Todos los miembros de la comunidad mesiánica recibieron el Espíritu y, por consiguiente, eran ministros. No hay diferencia alguna entre los que ejercen los ministerios y el pueblo en general. Tampoco hay diferencia entre el Espíritu ministerial y el libre, ni hay una diferencia esencial entre los distintos carismas (dones) y sus funciones. La viuda que hace obra de misericordia es tan carismática como el obispo. Pero hay diferencias de funciones, porque unidad no significa de ninguna manera uniformidad. El poder del Espíritu de la nueva creación es tan multiforme como la creación misma. Si así no fuera, no sería posible su vivificación carismática. Por eso, en la comunidad reina la libertad, la diversidad y la fraternidad. Justamente la igualdad de derechos de todos los miembros delante de Dios es lo que crea la variada riqueza de su beneplácito”.[4]

Si todos son ministros, entonces nuestra función consiste en movilizarlos permanentemente por medio de la capacitación y la toma de conciencia, a fin de que lleven a cabo su ministerio personal.

Se puede decir que la misión de la iglesia, a la luz de todas estas consideraciones, tiene un triple foco: Dios, el mundo y los creyentes. Este triple foco exige atención, toma de conciencia y acción por parte de los que han sido llamados para llevar a cabo la misión.

Sobre el autor: Pastor en la Asociación de Santa Catarina, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Elena G. de White, Servicio cristiano (Buenos Aires: ACES, 1973), p. 12.

[2] John Stott, Ouça o Espirito, ouça a o Mundo, Como ser um cristão contemporáneo, pp. 268, 269.

[3] Ray Steldamn, A Igreja, o Corpo de Cristo, A igreja do século vinte recuperando toda a forca do cristianismo primitivo, p. 107.

[4] J. Moltmann, La iglesia: Fuerza del Espíritu, pp. 350, 351.