La asociación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu en el plan de salvación nos dice algo importante acerca de la vida de Dios.

Una comprensión trinitaria de Dios tiene importantes implicancias para todo el conjunto de doctrinas bíblicas, pero su vínculo con la doctrina de la iglesia es particularmente significativo. En verdad, la Trinidad y la iglesia están íntimamente ligadas. Fue la experiencia dentro de la comunidad de fe la que le dio realce a la comprensión trinitaria de Dios. Y una comprensión trinitaria de Dios ilumina el origen de la iglesia y tiene implicancias para su vida práctica.

De acuerdo con una fórmula antigua, todo de Dios está incluido en la actividad de cada miembro de la Trinidad. Dios trabajó a través del Hijo y del Espíritu Santo para traer la iglesia a la existencia. Como dijo Martín Lutero, “es trabajo del Espíritu Santo hacer la iglesia”.[1] Esta actividad común algunas veces ha sido descrita como “dos misiones divinas” -el envío del Hijo y el envío del Espíritu Santo- y esas dos misiones están íntimamente relacionadas.

El papel del Espíritu Santo en los eventos de la iglesia primitiva es bien conocido. El libro de los Hechos comienza con la promesa de la venida del Espíritu (Hech. 1:5, 8). Luego, el Pentecostés capacitó a los primeros cristianos, habilitándolos a hablar en otras lenguas “y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hech. 4:31). En ese libro, los cristianos fueron descritos como “llenos del Espíritu” (Hech. 2:4; 4:31; 7:55). El Espíritu los llevó a viajar y a predicar, a alcanzar a los gentiles y a convencer a los líderes sobre sus obligaciones en la iglesia (Hech. 15:28, 29). El vasto número de referencias sugiere que la figura central en el libro es el Espíritu Santo, no los apóstoles ni otros seguidores de Cristo.

Si bien pensamos en el Espíritu Santo descendiendo sobre los discípulos después del ministerio terrenal de Jesús, sus acciones en la iglesia primitiva fueron una continuación de lo que él realizó en la vida de Cristo. De hecho, el propósito de Lucas, en el libro de los Hechos, fue mostrar esa realidad. La actividad del Espíritu incluyó el nacimiento de

Cristo. En los primeros capítulos de Lucas, leemos que Juan el Bautista, Isabel y Zacarías fueron llenos del Espíritu Santo (Luc. 1:15, 41, 67). El Espíritu Santo dio a Simeón una percepción especial y lo impulsó a ir al templo en el momento correcto (Luc. 2:25, 26).[2] Y, en medio de todo eso, sucedió la mayor de todas las manifestaciones, el anuncio del nacimiento milagroso de Jesús: “Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Luc. 1:35). Jesús sería lleno del Espíritu Santo, desde el nacimiento, al igual que Juan el Bautista lo fue desde el vientre materno (Luc. 1:15).

De acuerdo con Hechos 10:38, Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder. El Espíritu Santo descendió sobre él en ocasión de su bautismo y permaneció durante toda su vida. Lleno del Espíritu, fue llevado al desierto para ser tentado (Mat. 4:1). Al hablar en la sinagoga, anunció: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Luc. 4:18). Luego de la misión de los setenta, “Jesús se regocijó en el Espíritu” (Luc. 10:21). El Espíritu Santo también estuvo activo en la muerte y la resurrección de Jesús. De acuerdo con Hebreos 9:14, Cristo se ofreció a Dios “mediante el Espíritu eterno”. Y en Romanos 1:4 se nos dice que Jesús “fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos”.

El día de su resurrección, Jesús “sopló” sobre los discípulos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Juan 20:22). El mismo poder que actuó durante su vida terrenal continúa en la vida de la comunidad fundada por él y, a través del Espíritu, mantiene su presencia en el mundo. Los seguidores de Cristo viven por el poder del Espíritu Santo. Pablo afirma: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (Rom. 8:11). El Espíritu Santo da a los cristianos una nueva dinámica de vida, un nuevo poder interior, y una nueva vida, la vida de la resurrección (2 Cor. 5:17).

Además de eso, el Espíritu Santo une a Cristo y a sus seguidores con lazos inquebrantables. Cristo vive en ellos; y ellos, en Cristo; y por causa de su vínculo con el ministerio de Cristo en el mundo, el Espíritu Santo recibe una nueva identidad: “el Espíritu de Cristo” (Rom. 8:9, 10). Como dijo un erudito, “habitar en Cristo […] es también habitar en el Espíritu. Habitando Cristo en nosotros, también habita el Espíritu”.[3]

Hay otros pasajes que evidencian el vínculo íntimo entre Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu. De acuerdo con Juan y Pablo (Juan 14:26; 15:26; Gál. 4:4-7), el envío del Espíritu es paralelo al del Hijo. Y Juan atribuye el envío del Espíritu al Padre y al Hijo. La designación de los que envían (“Dios el Padre” y “Cristo”), y de los que son enviados (el “Hijo” y “el Espíritu”) indica que la totalidad divina está comprometida en la historia de la salvación. Así, la comunidad creada por el Espíritu Santo como continuación de la misión de Cristo en el mundo debe su existencia a las acciones salvíficas del Dios triuno.

Salvación y vida divinas

La asociación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu en el plan de salvación nos dice algo importante acerca de la vida de Dios. Los primeros cristianos llegaron a esa conclusión mientras buscaban comprender la divinidad de Cristo. Detrás de la pregunta “¿es divino Jesucristo?” reside otra más básica; es decir, “¿la salvación es obra de Dios, o él envió a un subordinado a operarla?” Al defender la divinidad de Cristo, la iglesia primitiva afirmó que la salvación es obra de Dios, no de un ser subordinado.[4] En otras palabras, Dios nos amó tanto, que entró en la historia humana en la persona del Hijo para reconciliarnos con él.

Entonces, debe haber un vínculo íntimo entre la actividad salvífica de Dios y su vida interior. Conforme dijo Jesús a los discípulos: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Es decir, en Jesús, Dios se reveló como realmente es. El plan de salvación manifiesta algo que siempre es verdad en Dios: el amor es la característica central de su propio Ser.

La convicción de que la revelación de Dios en Jesucristo fue una genuina revelación propia impregna el reciente debate acerca de la Trinidad. Karl Barth afirmó: “Dios está entre nosotros en humildad, nuestro Dios, Dios para nosotros, como Aquel que es en él mismo, en la intimidad más profunda de su divinidad […] En la condescendencia en la que se dio a sí mismo a nosotros en Jesucristo, existe y habla y actúa como el que fue desde la eternidad y será por toda la eternidad”.[5] De acuerdo con Eberhardt Jüngel, la encarnación “no es un segundo acontecimiento próximo al Dios eterno, sino que es el evento de la deidad de Dios”.[6] Para Wolfhart Pannenberg, los hechos de Dios en la historia de la salvación revelan que su realidad interior consiste en “relaciones concretas de vida”.[7] Y Jürgen Moltmann dijo: “Dios aparece en la historia tanto como el Padre que envía como el Hijo enviado […] Las relaciones entre la historia discernible y visible de Jesús, y el Dios a quien él llamó como ‘mi Padre’ corresponden a la relación del Hijo con el Padre en la eternidad”.[8]

Si los eventos de la historia de la salvación tienen su contrapartida en la vida del propio Dios, entonces la comunidad cristiana debe su identidad y origen a la relación con el Dios triuno. La actividad de Dios como Padre, Hijo y Espíritu no solo trajo la iglesia a la existencia, sino que repartió con ella la característica esencial del carácter divino: su amor.

La naturaleza de la iglesia

La convicción de que los eventos que originaron la iglesia, la misión del Hijo y del Espíritu, son manifestaciones de la vida de Dios nos lleva a reflexionar en la naturaleza de la iglesia. El vínculo entre la comunidad cristiana y la vida de Dios se hace patente en los discursos de despedida del cuarto evangelio y en la primera epístola de Juan. Las varias afirmaciones sobre el amor en esos documentos parecen seguir un modelo dinámico. Se mueven entre los diversos temas, ligándolos cada vez más en complejas relaciones: el amor mutuo entre los hermanos de la iglesia; el amor de ellos por Dios y de Dios hacia ellos; el amor que une a la divinidad, es decir, entre Padre e Hijo.

La cualidad distintiva de la vida en la comunidad cristiana es el amor. “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). El amor se convierte en el aspecto esencial que separa a los seguidores de Cristo de los demás grupos. Consecuentemente, los que se imaginan parte de la comunidad, pero no aman, se están engañando. “Todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Juan 3:10). Por otro lado, “sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (vers. 14).

No es el amor en sí mismo, ni cualquier tipo de afecto, lo que identifica a los seguidores de Jesús, sino que el amor con que él nos ama establece el modelo para el amor de unos hacia otros. “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34). “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:12,13). Los seguidores de Cristo deben estar preparados para amarse hasta el fin, así como él “los amó hasta el fin” (Juan 13:1).

El amor de Jesús por los discípulos expresa el amor del Padre por ellos. “Pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios” (Juan 16:27). Ese amor fluye a través del Hijo para la comunidad cristiana.

Las afirmaciones de Jesús acerca de su relación con el Padre y con sus seguidores indican que desea que esos seguidores disfruten con Dios la misma relación que él disfruta. Así como el Padre vino a los discípulos en la persona de Jesús, Jesús los lleva al Padre. “El que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. […] El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:21, 23).

El amor que Jesús tiene por sus seguidores refleja el amor que él y el Padre tienen entre sí. “Como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros […] La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:21-23). En su primera epístola, Juan habla del amor mutuo entre cristianos, y del amor de ellos hacia Dios: “Para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3). Así, el amor que crea una comunidad cristiana manifiesta y extiende el amor que es la misma vida de Dios.

Esta línea de pensamiento nos lleva a una dramática conclusión. La dinámica central de la comunidad cristiana no solo es semejante a la dinámica esencial de la vida de Dios, sino también sus miembros realmente comparten esta vida. El amor que fluye entre el Padre y el Hijo también fluye en la iglesia. La idea de que la iglesia participa de la vida de Dios se desprende naturalmente a partir de las palabras de Cristo a los discípulos. En la vida y en el ministerio de Jesús, y su continuidad en la iglesia, encontramos verdaderamente a “Dios con nosotros”.

Para muchos que comparten esta convicción, el eslabón fundamental entre la iglesia y la vida de Dios reside en la obra del Espíritu Santo. Como dijo Robert Jenson, “la iglesia existe como comunidad y no como un simple grupo de personas pías”, porque el Espíritu une la Cabeza con el cuerpo de Cristo.[9] El Espíritu también da a la iglesia su identidad distintiva. No es una aglomeración que tiene cualquier clase de “espíritu”, como “espíritu de equipo”, por ejemplo. Al tratarse de la iglesia, el espíritu corporativo no surge de las personas que pertenecen a ella, sino del Espíritu que la creó. Nuevamente, citando a Jenson, “el milagro de la iglesia es que su espíritu comunitario es idéntico al Espíritu que el Dios personal es y tiene”.[10]

Tales descripciones nos ayudan a tener una visión del papel de la iglesia en la vida divina. A través del Espíritu, los que están “en Cristo”, llegan a compartir la relación eterna que el Hijo disfruta con el Padre. Debido a que los participantes de esta nueva comunidad son coherederos con Cristo, el Padre les confiere lo que eternamente prodiga al Hijo. Por el hecho de estar en Cristo, por el Espíritu, participan en el acto de la eterna respuesta del Hijo al Padre.

Resumiendo, la iglesia debe su existencia a la actividad salvífica de Dios y deriva su carácter de la propia identidad divina. Enviando al Hijo y al Espíritu, Dios entra en el mundo para crear una comunidad que refleja y amplía el amor, que es la propia realidad de él. Así, la dinámica central de la comunidad cristiana corresponde a la dinámica esencial de la propia vida de Dios.

Implicancias prácticas

Las preguntas siempre son importantes para la teología y, en el caso de la Trinidad, son más importantes que el común. Rechazar las reflexiones acerca de la Trinidad como intromisiones especulativas de la naturaleza de Dios es muy tentador, aun cuando los pensadores trinitarios de la iglesia primitiva hayan anclado firmemente su comprensión de Dios en la historia de la salvación. ¿Cuáles son las diferencias prácticas de una eclesiología trinitaria? ¿Por qué es tan importante fundamentar la iglesia en la propia vida de Dios?

En primer lugar, una eclesiología trinitaria enfatiza la importancia de la iglesia de Dios. Si los hechos de Dios en la historia de la salvación expresan su verdadera naturaleza, entonces siempre ha sido relacional, una comunidad de amor desde la eternidad. Eso significa que crea a partir del amor. Abraza al mundo creado dentro de la vida divina y, desde el comienzo, convierte su relación con el mundo en el centro de su preocupación, como un padre que pone a su hijo bien amado en el centro de sus atenciones. De tal modo Dios valora al mundo que ama, que hasta él mismo se identifica relacionalmente con él, siendo el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Además de eso, su compromiso con la creación es permanente. Todo lo hace por el bienestar de la creación. Eso significa que Dios valora inmensamente la iglesia que, como particular aspecto de su creación, es objeto de su particular atención. Como lo afirmó Elena de White, la iglesia es objeto de la “suprema consideración” de Dios.[11]

En este caso, la salvación incluye la participación en la comunión que define la propia vida de Dios, y por esa experiencia el amor de Dios es establecido. Por lo tanto, la experiencia de salvación es tanto social como individual, con una dimensión pública y otra privada. Cambia nuestra relación con otros y con Dios. Eso expone la impropiedad fundamental de toda interpretación individualista de la fe cristiana. La salvación no es solo una cuestión entre la persona y Dios. Incluye la relación con otras personas y busca la transformación social, no solo personal. Eso también significa que el propósito de la iglesia debiera reflejar y proyectar el cuidado y la preocupación por los demás, así como Dios lo hace. En la medida en que la iglesia, la comunidad cristiana, incorpora el amor irradiado de la vida de Dios, provee al mundo la más clara manifestación de su carácter y su naturaleza, y la más clara evidencia de su realidad, evidencia más fuerte que cualquier argumento filosófico.

Si esto es verdad, el cultivo de la verdadera comunión, el desarrollo de las relaciones afectivas entre los miembros de la iglesia es el trabajo más importante del ministerio. El crecimiento de la iglesia no es sencilla ni primariamente una cuestión de números, sino un asunto de desarrollo de las relaciones afectivas y el cuidado mutuo entre los miembros de iglesia, animando así la manifestación de las cualidades personificadas en la vida de Jesús. Cuando los creyentes exhiben estas cualidades, su revelación del carácter de Cristo atraerá naturalmente nuevos conversos.

Esas reflexiones también sugieren que la alabanza corporativa es el acto central en la vida de la iglesia. La reunión de la comunidad de los creyentes para celebrar los hechos amorosos de Dios, para incentivar a los creyentes a incorporar ese amor en sus relaciones, continúa siendo un emblema de la existencia de la iglesia. Eso celebra, cristaliza, comprende todo lo que la iglesia es.

Así, una apreciación de la base trinitaria de la comunidad cristiana nos ayuda a evitar conceptos inadecuados y distorsionados acerca de la iglesia. No es una organización preocupada por la expansión de sus miembros y sus recursos. No es un grupo de personas que aceptan las mismas creencias.

No es un grupo de individuos que se reúnen para satisfacer sus necesidades emocionales. No es una reunión de intelectuales a quienes les gusta intercambiar ideas. No es una empresa de marketing de alto nivel, un club social ni un grupo de recuperación de adicciones o un seminario académico. La iglesia es la comunión generada por el Espíritu Santo, que extiende la misión de Cristo al mundo, atrayendo a sus miembros a un círculo de amor, característica y componente de la propia vida de Dios.

Sobre el autor: Profesor de Teología en la Universidad Loma Linda, California, Estados Unidos.


Referencias

[1] Robert W. Jenson, Systematic Theology (New York: Oxford University Press, 1997-1999), t. 2, p. 197.

[2] Gerald F. Hawthome, The Presence and the Power: The Significance of the Holy Spirit in the Life and Ministry of Jesus (Dallas, TX: Thomas Nelson, 1991), p. 54.

[3] Eduard Schweizer, en Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1964-1976), t. 6, p. 433.

[4] Richard Rice, Philosophia: Philosophical Quartely of Israel, vol. 35, pp. 3, 4.

[5] Karl Barth, Church Dogmatics (T&T Clark, 1956), IV/1, p. 193.

[6] Eberhard Jüngel, God as the Mystery of the World: On the Foundation of the Theology of the Crucified One in the Dispute Between Theism and Atheism (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1983), p. 372.

[7] Wolfhart Pannenberg, Systematic Theology (Grand Rapids, MI: 1991-1998), t. 1, pp. 335, 323.

[8] Jürgen Moltmann, The Church in the Power of the Spirit (San Francisco: HaperCollins, 1977), p. 54.

[9] Robert W. Jenson, ibid., 12, p. 182.

[10] Ibíd., p. 181.

[11] Elena de White, Hechos de los apóstoles, p.12.